Política

Sí falla la primera vez, pruebe disparando otras 300.000

Entre las muchas medidas fiscales que los economistas de la corriente mayoritaria pueden reconocerle a la actual administración Bush, podemos contar una tremenda estimulación de la demanda de municiones–tanto como una bendición para hacer crecer el PBI como las compras de cualquier otro bien final, insisten.

Robert Higgs
Según la informada especulación del investigador militar John Pike, director de GlobalSecurity.org, las fuerzas estadounidenses han empleado al menos 250.000 balas de pequeño calibre por cada insurgente muerto en las guerras actuales. Esos son muchos yerros, por los que el pueblo de Irak y Afganistán están sin duda agradecidos. Con una mejor puntería, las fuerzas de los EE.UU. ya podrían haber aniquilado a una enorme fracción de la gente que reside en esos desgraciados países. Por supuesto, las balas de mediano y grueso calibre, los obuses y morteros, los cohetes y las bombas también han matado a mucha gente en los últimos años, y su fuerza vastamente superior es compensada por las menores cantidades utilizadas.

La aplicación de un poder de fuego avasallante en vez de tácticas alternativas ha sido durante mucho tiempo la manera estadounidense de librar una guerra. En la Segunda Guerra Mundial, las fábricas de los EE.UU. produjeron, junto con montañas de otras municiones, alrededor de 41.400 millones de municiones para armas pequeñas, suficientes para permitir a sus usuarios pegarle diez tiros a cada hombre, mujer y niño con vida sobre la tierra en ese momento. Los historiadores militares nos cuentan que los guerreros estadounidenses en realidad concentraban algo sus disparos, de modo tal que muchos de los habitantes de la tierra estuvieron se salvaron de estar expuestos a ese riesgo particular.

Entre las muchas medidas fiscales que los economistas de la corriente mayoritaria pueden reconocerle a la actual administración Bush, podemos contar una tremenda estimulación de la demanda de municiones–tanto como una bendición para hacer crecer el PBI como las compras de cualquier otro bien final, insisten. Según un informe de julio de 2005 de la Oficina de Responsabilidad Gubernamental, “entre los años fiscales 2000 y 2005, los requerimientos totales [por año] de municiones de pequeño calibre más que se duplicaron, desde alrededor de 730 millones a prácticamente 1.800 millones de municiones, mientras que los requerimientos totales de municiones de mediano calibre se incrementaron de 11 millones 700 mil balas a casi 22 millones de municiones”.

El último de los contratos no impactó a todos como una jugada astuta. En una audiencia parlamentaria, el representante Neil Abercrombie (demócrata por Hawaii), miembro del Subcomité de Servicios Armados de la Cámara de Representantes que supervisa la cuestión, interrogó al Brigadier General del Ejército Paul Izzo, director ejecutivo del programa de municiones: “¿Puede decirme de quién fue la idea de contratar a una empresa en Israel para suministrar municiones a fin de asesinar musulmanes? Nunca oí nada tan extremadamente estúpido”. Para apaciguar la ansiedad de Abercrombie, Izzo y Blount prometieron utilizar las municiones producidas en Israel solamente para fines de entrenamiento y emplear solamente la buena munición estadounidense para asesinar personas en Irak y Afganistán. Tal como lo destaca la reportera Katherine McIntire Peters, esta “distinción. . . probablemente tenga más resonancia entre los legisladores que entre aquelos que son el blanco de las municiones”.

Hacia finales de 2005, el Ejército había establecido una estrategia de adquisición para comprar alrededor de 2 mil millones de balas de pequeño calibre anualmente e incorporó a un segundo contratista nacional importante, General Dynamics Ordnance y Tactical Systems, para proveer al gobierno con 300 millones de balas al año desde su planta en St. Petersburg, Florida. Con ATK produciendo 1.200 millones de balas por año y modernizando su planta a fin de producir cerca de 1.500 millones, la adquisición por todo concepto del Ejército se fijo en aproximadamente 1.800 millones de balas anuales.

Para los cuatro años fiscales 2002-2005, los “requerimientos” de los militares de municiones para armas pequeñas totalizaron casi 5.600 millones de balas. Con aproximadamente 3.600 millones que serán agregados durante los dos años, el total para los años fiscales 2002-2007 llega a cerca de los 9.200 millones de balas. Si asumimos que las fuerzas estadounidenses en Afganistán e Irak han matado a 50.000 personas con armas de fuego pequeñas (una estimación alta, sospecho), entonces han necesitado, para el entrenamiento más el combate real, 184.000 balas por persona muerta. Sí han matado solamente a 30.000 personas de este modo, entonces la cifra trepa casi a las 307.000 balas por persona muerta a tiros, lo que equivale casi a la estimación que Pike aventuró hace dos años, antes de decidir “redondear hacia abajo en 250.000 de modo tal que estamos subestimado”.

Sí asumimos que solamente 3 mil millones de los 9.200 millones de balas de pequeño calibre consumidas por las fuerzas de los Estados Unidos durante los últimos seis años fiscales fueron disparadas en combate en Irak, entonces, dada una población iraquí de aproximadamente 27 millones en los años recientes, el índice de disparos de armas de fuego pequeñas estadounidenses durante la actual guerra se calcula en más de 100 tiros por cada hombre, mujer y niño en el país, o más de diez veces la que la población del mundo recibió per capita de las fuerzas de los EE.UU. durante la Segunda Guerra Mundial.

¿A dónde van todas estas poderosas balas? ¿Sorprende algo que los errores en los puestos de control terminen tan a menudo con los ocupantes inocentes de un vehículo, muchos de ellos mujeres y niños, muertos a tiros, o que los intercambios de disparos en los ámbitos urbanos asciendan a una cifra tan elevada de personas muertas o heridas por balas perdidas de las armas estadounidenses? Los iraquíes se han quejado en reiteradas ocasiones, desde el comienzo de la ocupación, de que las tropas estadounidenses tienen dedos inquietos a la hora de disparar y reaccionan salvajemente a los ataques, reales o imaginados, disparando sus armas automáticas casi al azar en las áreas circundantes. La combinación de soldados tensos y asustados, masivo poder de fuego y vecindarios densamente habitados no hace un contexto seguro.

Además, no quiero pormenorizar en exceso, pero espero que el lector recuerde que estamos considerando aquí solamente a las armas de fuego pequeñas, a las que en cualquier reseña realista de la guerra debemos agregar el gasto de enormes cantidades de balas medianas y grandes, morteros y obuses, cohetes y bombas, junto con una sustancial cantidad de los tradicionales golpes con los talones de las botas, las culatas de los rifles y toda una gama de otros garrotes. Los iraquíes no han estado yaciendo en un lecho de rosas durante los últimos 52 meses.

Desafortunadamente, el futuro no parece deparar mucho alivio para ellos, y muchos, muchos más están destinados a perecer en las letales tormentas de balas, obuses y bombas estadounidenses. ¿Por qué, podríamos preguntarnos, debe continuar esta locura? ¿Qué bien puede llegar a alcanzarse? Cuando el congresista Abercrombie le dijo al General Izzo “nunca oí nada tan extremadamente estúpido” como la adquisición de municiones fabricadas en Israel para ser utilizadas por los efectivos militares de los EE.UU. en la matanza de musulmanes, perfectamente podría haber sopesado sus palabras más cuidadosamente, en virtud de que al menos una cosa ha sido incluso manifiestamente más estúpida: la invasión de Irak en primer lugar.

Traducido por Gabriel Gasave-

Robert Higgs es Asociado Senior en Política Económica en The Independent Institute, autor de Against Leviathan y Crisis and Leviathan, y director del journal académico trimestral, The Independent Review.

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