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¿Apaciguar a Irán?

La política del apaciguamiento se remonta a siglo y medio atrás, disfrutó de ciertos éxitos, y permanecerá presente siempre. Pero con los enemigos ideológicos hay que oponerse a ella a conciencia.

Daniel Pipes

Después de Hitler, la política de apaciguar a los dictadores — ridiculizada por   Winston Churchill como alimentar al cocodrilo esperando que te deje para el final — parecía permanentemente desacreditada. Pero aun así la política ha disfrutado de ciertos éxitos y sigue siendo una tentación irresistible a la hora de tratar con la República Islámica de Irán.


 


Los académicos han cuestionado desde hace tiempo la vilificación fácil del apaciguamiento. Ya en 1961,    A.J.P. Taylor, de Oxford, justificaba los esfuerzos de Neville Chamberlain, mientras    Christopher Layne, de la Texas A&M, argumenta en la actualidad que Chamberlain “hizo lo que pudo con las cartas que tenía Daniel Treisman, politólogo de la UCLA, concluye que la presunción común en contra del apaciguamiento es “demasiado firme,” mientras su colega de la Universidad de Florida  Ralph B.A. Dimuccio la llama “simplista.”


 


En el tratado más convincente quizá de la crisis pro-apaciguamiento, Paul M. Kennedy, un historiador británico que imparte clase en la Universidad de Yale, establecía que el apaciguamiento tiene una trayectoria larga y verosímil. En su artículo de 1976 “La tradición del apaciguamiento en la política exterior británica, 1865-1939,” Kennedy definía el Es, observaba, un enfoque optimista, que supone que los seres humanos son razonables y pacíficos.


 


Desde el mandato como primer ministro de William Gladstone hasta su desacreditación a finales de los años 30, el apaciguamiento fue, según la descripción de Kennedy, un término “perfectamente respetable” e incluso “una forma particularmente británica de diplomacia” en consonancia con el carácter y las circunstancias del país. Kennedy concluía que la política tenía cuatro pilares cuasi-permanentes, todos los cuales se aplican bien a Estados Unidos hoy:


 


Moral: Después de que el movimiento evangélico barriera Inglaterra a principios del siglo XIX, la política exterior británica plasmó una prisa acuciante por cerrar disputas con justicia y de manera no violenta.


 


Económico: En calidad de socio comercial más importante del mundo, el Reino Unido tenía un interés vital nacional en evitar las alteraciones del comercio, a consecuencia de las cuales sufriría desproporcionadamente.


 


Estratégico: el imperio global de Gran Bretaña significaba que estaba asfixiado (convirtiéndole, utilizando el término de   Joseph Chamberlain, en “un gigante agotado”); en consecuencia, tenía que elegir sus batallas de manera frugal, haciendo del compromiso una forma aceptada y rutinaria de tratar los problemas.


 


Nacional: La ampliación del sufragio convirtió a la opinión pública en un factor de cada vez más peso en la toma de decisiones, y la opinión pública no tenía paciencia con las guerras, en especial las que resultaban caras.


 


Como resultado, durante más de siete décadas, Londres siguió una política exterior que era “pragmática, conciliatoria y razonable” con raras excepciones. Una y otra vez, las autoridades concluían que “el cierre pacífico de los conflictos revierte con mucha mayor frecuencia en beneficio de Gran Bretaña que el recurso fácil a la guerra.” En particular, el apaciguamiento influyó de manera constante sobre la política británica frente a Estados Unidos (en relación, por ejemplo, con el Canal de Panamá, las fronteras de Alaska y Latinoamérica, así como la esfera de influencia estadounidense) y la Alemania de Wilhelmine (la propuesta de “fiesta naval,” concesiones coloniales, la contención en las relaciones con Francia).


 


Kennedy juzga positivamente la política, como directriz práctica de las relaciones exteriores de las potencias más importantes del mundo durante décadas y “plasmando muchos de los aspectos más refinados de la tradición política británica.” Aunque nunca tuvo un éxito brillante, el apaciguamiento permitió a Londres acomodar la creciente influencia de sus rivales no ideológicos como Estados Unidos o la Alemania Imperial, que en general podía darse por sentado que aceptarían concesiones sin irritarse. Ello suavizó de esta manera el suave declive del Reino Unido.


 


Post-1917 y la Revolución Bolchevique, sin embargo, las concesiones no apaciguaban al nuevo tipo de enemigo conducido por ideologías — Hitler en los años 30, Brezhnev en los años 70,   Arafat  y  Kim Jong-Il en los años 90, y ahora Khamenei y Ahmadinejad. Estos ideólogos explotan las concesiones y ofrecen de forma engañosa una retribución que no tienen ninguna intención de cumplir. Al albergar aspiraciones a la hegemonía global, no pueden ser apaciguados. Realizar concesiones equivale de verdad a alimentar al cocodrilo.


 


Al margen de lo disfuncional que resulte en estos tiempos, el apaciguamiento atrae permanentemente la  mentalidad occidental moderna, surgiendo de manera ineludible cuando estados democráticos se enfrentan a enemigos ideológicos. Con referencia a Irán, por ejemplo,  George W. Bush puede haber denunciado valientemente “la falsa tranquilidad del apaciguamiento, que ha sido repetidamente desacreditado por la historia,” pero el editor del Middle East Quarterly Michael Rubin distingue con acierto en la realidad de la política estadounidense que “Bush está apaciguando hoy a Irán.”


 


Resumiendo, la política del apaciguamiento se remonta a siglo y medio atrás, disfrutó de ciertos éxitos, y permanecerá presente siempre. Pero con los enemigos ideológicos hay que oponerse a ella a conciencia, para que las trágicas lecciones de los años 30, los años 70 y los años 90 no sean ignoradas. Y repetidas.

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