Esto es especialmente importante para países que, como España, no tenían un grave problema de déficit fiscal y deuda pública al empezar la crisis y ahora lo tienen (en 2007 había en España incluso un superávit y la deuda del Estado no representaba más de la tercera parte del PIB). O para aquellos, como Estados Unidos, que ya lo tenían pero no en la magnitud en que lo tienen cuatro años después. Aunque no todo el descalabro de las finanzas de los gobiernos que no estaban en crisis fiscal puede achacarse a que elevaron aturdidoramente el gasto para tratar de salir de ella (la caída de la recaudación por obra de la recesión obviamente jugó un papel significativo), es evidente que el efecto de esos estímulos no fue nada estimulante para las economías en cuestión: en el mejor de los casos, resultaron un esfuerzo inútil y en el peor, un agravante.
Esto es especialmente importante de tener en mente ahora que gobiernos como el de Mariano Rajoy intentan, en medio de una fuerte repulsa popular, cuadrar las cuentas. La razón es que permite asignar la responsabilidad de este ajuste de un modo más equitativo. En el caso de España, el gobierno anterior, el de Rodríguez Zapatero, que apostó al estímulo fiscal masivamente, como lo hicieron otros, debe asumir su gran cuota de culpa por agravar la crisis y postergar la solución.
España está entre los siete países del mundo que más aumentaron su gasto público como proporción del tamaño de la economía entre 2007 y 2009 en respuesta al estallido de la burbuja. El resultado es que está también entre los nueve donde más se contrajo la economía en fechas posteriores. De hecho, lo más impresionante del cuadro citado es que los cuatro países donde se dio el mayor estímulo fiscal –Estonia, Irlandia, Eslovaquia y Finlandia— son también aquellos donde la tasa de crecimiento se hundió peor. Estados Unidos, donde el gasto aumentó más de 7 por ciento, también sufrió uno de los peores desplomes.
La tesis keynesiana de que en tiempos de recesión hay que gastar mucho dinero público para sustituir al dinero privado tiene tal fuerza, que incluso muchos gobiernos de derecha que jamás se definirían como keynesianos creen en ella. O al menos la practican porque entienden que no hacerlo los expondría al escarnio público. Y ni se diga de los que se proclaman de izquierda. Pero, exactamente igual que sucedió durante la Gran Depresión, cuando Roosevelt prolongó en lugar de cortar en seco el hundimiento del país, esta vez tampoco el derroche fiscal ha sido capaz de reanimar las economías occidentales.
No debería ser muy difícil entender por qué. Si un gobierno saca recursos de un lado y los coloca en otro, no deja de haber el mismo número de recursos: lo único que ha cambiado es que alguien a quien le costó generarlos los ha visto emigrar hacia otro u otra a quien no le costaron nada. El efecto, por cierto, no es puramente compensatorio sino destructivo por aquello de los incentivos. En cualquier caso, aun si no tuviese efecto sobre los incentivos, ese trasvase forzoso de recursos es inútil porque no aumenta la riqueza y tampoco impide el lento, duro proceso de sanación de la economía, indispensable antes de que los empresarios y emprendedores vuelvan a la carga y la gente se anime a consumir más.
La lección de esta Gran Recesión no sólo estriba en que no hay que hacer aquello que la produjo –el exceso de moneda y de crédito—, sino en que no hay que hacer lo que hicieron la mayor parte de los gobiernos para tratar de acabar con ella. Cuatro años después, allí sigue, puntitos más o puntitos menos, la Gran Recesión a ambos lados del charco.
Este artículo ha sido publicado originalmente en ElMundo.es