Si hay algo que se echa en falta en la entera producción de Murakami son motivos para la alegría.
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Lunes, 02 de diciembre 2024
Si hay algo que se echa en falta en la entera producción de Murakami son motivos para la alegría.
Se acaba de publicar en castellano el último libro de Murakami, De qué hablo cuando hablo de escribir. El escritor japonés, a los 68 años, tiene ya una larga trayectoria. Sus lectores se cuentan por millones, pero la crítica, como él reconoce en este libro, no le ha tratado bien. Quizá el Nobel no llamará a su puerta, pero tiene interés ofrecer una visión panorámica de su obra.
Haruki Murakami (Kioto, 1949) crea tramas sugestivas “irreales” incrustadas en la realidad cotidiana, y vende millones de ejemplares de sus novelas y cuentos y, algo menos, de algunos ensayos.
No forma parte del club de los escritores consagrados en su país. “No pude integrarme bien en el establishment literario japonés y esta situación persiste hoy”, escribe en el prólogo de uno de sus libros de cuentos y repite en su última obra. En 1Q94 dice de Chéjov lo que parece también la postura de Murakami: “Estaba hastiado del ambiente de los círculos literarios moscovitas; no congeniaba con sus colegas literarios pedantes que se ponían la zancadilla los unos a los otros. Sus sentimientos hacia los críticos maliciosos solo eran de aversión”.
Sus autores preferidos son occidentales: Raymond Carver, Scott Fitzgerald, John Irving, Salinger, John Updike… O, yendo más lejos, Henry James, Proust, Joyce, Dostoievski, Dickens… O en cine: John Ford, François Truffaut, Jean-Luc Godard, Roger Vadim…
No le gusta aparecer en televisión ni que lo reconozcan por la calle. En 1986 se fue a vivir fuera de Japón, aunque regresó en 1995, después del ataque con gas sarín en el metro (escribió sobre eso el libro Underground, un reportaje de más de 500 páginas).
No concede apenas entrevistas y cuando lo hace siempre dice lo mismo: que empezó a escribir tarde, en una “iluminación” (algo del satori budista) que tuvo viendo un partido de béisbol (deporte que le apasiona); que se levanta a las cuatro de la mañana, porque para escribir necesita silencio; que a las ocho sale a correr… Su De qué hablo cuando hablo de correr (2008) habla de esto, además de otras muchas cosas, porque es una especie de memorias. Corre desde los 33 años. Su récord es una carrera de cien kilómetros.
Prefiere una vida sencilla. No viste ropas especialmente caras. Un periodista, haciendo una semblanza de él, escribía que “estaba casado desde hacía más de cuarenta años con la misma mujer” (desde 1969), como si eso fuera una proeza. (Ella se llama Yoko.)
Le apasiona la música –clásica, rock… “siempre que sea buena”, comenta–: Beethoven, Haydn, Schubert, Vivaldi… casi todo el jazz americano, el pop (Beatles, Beach Boys, Prince). Quizá por eso la música tiene una gran presencia en la mayoría de sus novelas y relatos. Se licenció en literatura en la Universidad de Waseda, privada, en Tokio, la mejor de Japón. Pero al acabar, en lugar de dedicarse a la literatura, puso con su mujer un club de jazz. Publicó su primera novela a los treinta años. Todo esto lo ha contado muchas veces y lo repite en el último libro.
Pues este hombre, cuando escribe ficción, lo que intenta es romper la realidad, ir más allá de ella (de ahí los toques, más que surrealistas, ultrarrealistas) a base de metáforas osadas y asociaciones imprevistas: nada que no se supiera desde el siglo XIX en Occidente, con la literatura gótica y fantástica, y en Japón desde hacía siglos. Lo que hace Murakami es darle a esto otro giro de tuerca.
El narrador cuenta las historias, con mucha frecuencia, en primera persona (las obras de Murakami son inferiores cuando relata en tercera persona). El estilo es sencillo. Frases cortas. Apenas hay introspecciones y, cuando las hay, son inteligibles.
Pero en medio de ese realismo, de pronto, como por una rendija, se cuela lo insólito, lo de otro mundo, el fantasma. “Una verdadera historia –ha escrito– requiere un bautismo mágico que conecte este mundo con el otro”. Ese “otro lado” –no se precisa nunca– quizá es el mundo de los sueños, de los deseos insatisfechos pero acuciantes. Es claro que dejado en la indeterminación queda más misterioso y no hay que justificar nada. Lo del “otro lado” adquiere verosimilitud gracias a que es una excepción, no ampliada, en medio de una abundancia de cotidianidad.
Lo hace en la temprana (1982) La caza del carnero salvaje y en su continuación Baila, baila, baila (1988). Insiste en El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas (1985), ciencia-ficción sobre dos mundos futuristas, en una narración compleja y enrevesada. Sigue con lo mismo, aunque atenuado, en Sputnik, mi amor (1999); en esta novela se sirve del antiguo recurso del doble (Doppelgänge) o desdoble fantasmagórico de un individuo. Y en Los años de peregrinación de un chico sin color (2013), una obra menor, se dan también “trasuntos” irreales de personajes reales. En otras narraciones, como Al sur de la frontera, al oeste del sol (1992), todo parece ser una alucinación del protagonista. En Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (1995) se insiste en esa dimensión paralela a la de la cotidianidad de los personajes.
Algunas novelas son explícitamente realistas, como Tokio Blues (Norwegian Wood) (1997), o, en gran parte, After Dark (2004), pero lo habitual es esa mezcla de lo realista y lo fantástico. Algo que también se sabe desde el ya casi trillado “realismo mágico”, pero en Murakami hay un acento característico, resultado, quizá, de la fusión de dos culturas, la japonesa y la occidental. La japonesa con algo de la actitud Zen: “Mientras corro, simplemente corro. Como norma, corro en medio del vacío. Dicho a la inversa, tal vez cabría afirmar que corro para lograr el vacío”.
Una novela extensa en la que está todo Murakami es Kafka en la orilla (2002). Son dos historias paralelas pero unidas por sutiles lazos. Hay escenas de tan cruda violencia (una matanza de gatos), que apenas se soporta, aun cuando se entienda como metáfora de la crueldad humana y de la guerra. Hay elementos de iniciación sexual; el protagonista tiene 15 años, elige llamarse Kafka –que significa grajo o cuervo–, y es, como era de imaginar, un lector asiduo y continuo. En el fondo no es más que una enésima utilización del mito de Edipo. Algunos hilos quedan sueltos. Elementos claves de la narración, como “la piedra de entrada” quedan en la indefinición.
En la aún más extensa, casi mil páginas, 1Q84 (2013) repite el esquema de dos historias paralelas unidas desde dentro y desde el misterio. La novela es de vez en cuando repetitiva, y algunas soluciones, como lo de la Little people –unos seres diminutos que son los malos– suenan pueriles. Hay personajes todo candidez y pureza que de pronto se enfrascan en extrañas relaciones sexuales a las que el autor quiere dar un sentido simbólico.
En el universo real-irreal de Murakami ocurre de todo: desde hechos apacibles, cotidianos y sencillos, hasta conductas heroicas o crueles, esquizofrénicas o sutiles asesinatos. La presentación de este universo, donde casi siempre hay una “puerta de entrada” desde este mundo a no se sabe qué otro, llega a resultar algo cansina cuando se han leído la mayor parte de las novelas. Se advierte también el deseo de introducir continuas referencias literarias y musicales, casi siempre de Occidente, pero a veces las palabras están en boca de personajes que no parecen los más verosímiles para esos cultismos, como en After Dark: una empleada de la limpieza en un burdel cita a Kant…
Es difícil dilucidar qué “mensaje”, qué “pensamiento de fondo” hay en los libros de Murakami. Es más explícito en De qué hablo cuando hablo de correr. El mundo es injusto, la vida es dura, “pero creo que incluso en las situaciones injustas es posible extraer lo que de justicia haya en ellas”.
Se ha calificado a Murakami de “posmoderno”. Y si una de las características de la posmodernidad es la fragmentación, lo sería. No hay nunca una “argumentación” continuada. Pero eso no quiere decir que, de manera casi fortuita o como flechazos o “iluminaciones”, no aparezcan afirmaciones claras. Por ejemplo, contra la mentalidad fascista. O una visión de la naturaleza que puede componer un ecologismo no simplemente de pancarta; algo que está desde antiguo en la cultura japonesa: la contemplación de la naturaleza en sus detalles significativos y sencillos, tal como se expresa en la poesía del haiku. O sus muchas alusiones a la soledad. La soledad no es vista como una lacra o una desgracia, sino como la trágica e ineludible condición humana. La soledad del corredor de fondo.
“Mi vida sexual. No es algo que pueda exponer delante de los otros”, dice la asesina Aomame, en 1Q84. Murakami podría haber seguido ese consejo y ahorrar al lector, en casi todas sus novelas, escenas de sexualidad que, sin ser pornográficas, resultan chocantes y sobre todo repetitivas, sin el menor recurso a la elipsis. Esas escenas están apenas insinuadas en las primeras novelas, y son ya explícitas en Tokio Blues, Al sur de la frontera, al oeste del sol, Kafka en la orilla o 1Q84.
Por otro lado, su fusión de cultura japonesa y occidental apunta hacia una realidad: el arte no es “nacionalista”, en el sentido de exclusividad y de separación respecto a otras sensibilidades. La obra de arte cumplida es, por eso, mismo, humana, universal.
No hay en Murakami la menor alusión a la religión o a algo espiritual, salvo en 1Q84, donde la asesina Aomame fue, en su niñez, por familia, de una organización en la que, salvo en el nombre, se reconoce a los Testigos de Jehová. Allí aprendió un padrenuestro resumido que ella reza… antes de matar a su siguiente víctima (eso sí: asesina con “justa causa”). Su moral se podría decir pagana.
En varias novelas. Murakami justifica, como algo sin importancia, la infidelidad matrimonial. En muchas de ellas hay intentos de profundización psicológica, pero no van muy allá de que los seres humanos son seres imperfectos… De ahí, quizá, la frecuencia del suicidio entre sus personajes, sobre todo jóvenes. Si hay algo que se echa en falta en la entera producción de Murakami son motivos para la alegría, aunque solo fuese como unos ingredientes más de la condición humana.
Los libros de Murakami suelen venir con un merchandising de camisetas y pins con “I read Murakami”. Sus lectores son en mayoría gente joven, quizá porque sus protagonistas casi siempre lo son. Y quizá también porque Murakami ofrece un cóctel de ciencia-ficción especial y sexo abundante, lo que, al parecer, tiene su público.
¿Merece el Nobel? Solo dos escritores japoneses lo han recibido hasta ahora: Yasunari Kawabata, en 1968, y Kenzaburo Oé, en 1994. Si se compara a Murakami con premios Nobel recientes como el turco Orhan Pamuk o el sudafricano J.M. Coetzee, no está a esa altura. Pero, comparado con otros también recientes, por no hablar de Bob Dylan, Murakami lo obtendría. De todos modos, ya se sabe: lo del Nobel es cuestión de marketing; la excelencia en la literatura a veces coincide con el Nobel, pero, como mucho, al cincuenta por ciento. El mismo Murakami lo dice en De qué hablo cuando hablo de escribir.
Este su último libro publicado en castellano es, en cierto modo una decepción, una obra menor. Primero, porque repite lo que ya contó en De qué hablo cuando hablo de correr y lo que ha dicho en decenas de entrevistas. Segundo, porque, más que una profundización en su universo narrativo, es un conjunto de ensayos sobre diversos temas literarios, que parecen juntados solo para que formen otro libro.
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