Escribía burlonamente, en un artículo del número de enero del 2004 de Foreign Policy titulado "Las falsas promesas de Irak", que bajo George W. Bush, los Estados Unidos "han pasado de ´contener´ al enemigo [es decir, al Comunismo] a promover ´una revolución capitalista´, en palabras de Stephen Schwartz, en febrero del 2003". Resumía, "Estados Unidos es ahora, igual que la difunta Unión Soviética hace décadas, el agente subversivo de la revolución mundial".
El artículo de Zizek se acompañaba de caricaturas desagradables de Richard Perle, Colin Powell, Dick Cheney y Donald H. Rumsfeld como hombres de las cavernas, y nada menos que el intelectual Paul D. Wolfowitz en persona como King Kong; lo deseché enseguida. He seguido la carrera de Zizek desde que fuera objeto de atención global por primera vez, alrededor del momento en el que el antiguo estado de Yugoslavia, del que Eslovenia era una "república constitutiva", comenzó a saltar en pedazos. Parecía representar el declive intelectual final de una curva de campana en los países del centro y este de Europa gobernados por el marxismo-leninismo.
En los años 30, naciones como la antigua Checoslovaquia y Yugoslavia, así como Rumania, eran barridas por la novedad del surrealismo francés, y todos ellos producían imitadores — algunos con bastante talento — de ese estilo. En los años 70 y 80 ocurrió algo muy distinto. Tras la ocupación soviética de Praga en 1968, los checos y otros escritores, cineastas y gente creativa similar — de los que el novelista Milan Kundera y Milos Forman fueron los más famosos – pasaron a la vanguardia de la cultura mundial. Sus mensajes y técnicas participaron de la "revolución internacional de la juventud", pero eran más avanzados que cualquier cosa que tuviera lugar en Europa Occidental o Estados Unidos en términos de seriedad moral y calidad artística.
Después cayó el Muro de Berlín, el Comunismo terminó de Berlín Este hasta Bulgaria, y la frontera europea del capitalismo y el socialismo desapareció de la primera línea de la producción intelectual mundial. De pronto, pensadores y escritores de ciudades como Praga y Belgrado tenían que hacer mucha actualización. En el caso de la ex-Yugoslavia, la ausencia de cualquier cosa significativa que poner sobre la mesa de la globalización fue fatal para el país, y para centenares de miles de sus ciudadanos, la guerra de ideas fue reemplazada por una competición de horrendas atrocidades.
Justo cuando escapé de todo el peso de su cólera, Eslovenia, hogar de Slavoj Zizek, salía de Yugoslavia con pocos daños: cerca de 70 personas fueron asesinadas en un breve conflicto en 1991 con el Ejército del Pueblo de Yugoslavia, antes de que Eslovenia lograse la independencia. Y Eslovenia también ha salido del "socialismo de gestión propia" del que el régimen de Tito estaba orgulloso, con pocas consecuencias serias. Los eslovenos tienen el nivel más alto de ingresos de cualquier "república" ex-yugoslava, superior a la mayor parte de los restantes estados ex-comunistas, con un producto interior bruto per cápita de alrededor de 20.000 dólares, más cerca del de sus vecinos en Italia ($25.000) y Austria ($28.000) que de los de Croacia ($10.000) y Hungría ($14.000).
Zizek es conocido por su estilo de escritura elíptico y elaborado, imitador del de los comentaristas franceses de hace un cuarto de siglo. En el artículo citado arriba, comienza con un comentario acerca de Freud, comparando la visión del Presidente Bush con "la lógica extraña de los sueños". Continúa, de nuevo al estilo francés hoy bastante pasado, para equiparar la crítica cinematográfica con el análisis sociológico, decorando su discurso con malinterpretaciones de películas norteamericanas como The Searchers (1956) o Taxi Driver (1976), que según él "proporcionan un examen fundamental de la ilusa benevolencia de los americanos". (Al margen, añade Fight Club (1999), de la que afirma que muestra "visiones de algunas de las formas de resistencia al capitalismo global más problemáticas"). Según esta lógica, que muchos académicos occidentales han sostenido, ver películas es un ejercicio igual de útil o incluso más para entender el mundo que leer volúmenes aburridos de Adam Smith, Robert Michels, Joseph Schumpeter, F.A. von Hayek o James Burnham. Ciertamente exige menos tiempo y esfuerzo.
También según Zizek, la "ilusa benevolencia" conduce al presente compromiso americano de importar la democracia y la libertad occidental a zonas del mundo que actualmente se quedan atrás en este patrón de desarrollo. Predice que la intervención norteamericana en Irak tendrá efectos opuestos a las intenciones de nuestro gobierno, y que "la intervención norteamericana sólo hace más probable el resultado que Estados Unidos pretendía evitar a toda costa". Su opinión apenas es novedosa o sustancial, sin importar lo ostentoso de su presentación.
Esta columna no pretende ser polémica contra Zizek, que es invitado a disfrutar su posición como superestrella académica de Occidente y, actualmente, como el producto de exportación más conocido de Eslovenia. Apenas 2 millones de personas viven en Eslovenia, y hasta la llegada de Zizek, el país tenía poco que ofrecer a los extranjeros en términos de logros creativos recientes, al margen de algunos poetas que escribían en un idioma llamativamente imitador del verso académico norteamericano.
Pero esa es la idea, a su estilo pretzel. Zizek elige condenar a América, nuestra visión de transformación democrática y el concepto de revolución capitalista, incluso aunque su propio país, y él, se han beneficiado enormemente de este fenómeno. Eslovenia sobrevivió al comunismo yugoslavo como un enclave próspero precisamente a causa de la implicación norteamericana en Europa después de la Segunda Guerra Mundial, que incluía apoyo político a los políticos anti-soviéticos de Italia, asistencia militar a Tito una vez hubo roto con Stalin, y, en general, el mismo paraguas de seguridad combinado con incentivos a los empresarios locales y a los defensores de la soberanía popular que se ha abierto sobre Irak.
Me declaro culpable de la acusación de apoyar "la revolución capitalista". Sé que ahora veremos la irresistible expansión — sin importar lo retrasada que llegue — de un compromiso fuerte de libre mercado con la contratación, la inversión privada y los tipos de ahorro mejorados así, como de instituciones representativas de los principios democráticos, por todo el mundo islámico. América no es el arquitecto de este fenómeno pero, no obstante, lo cumple.
¿Cómo puede alguien creer que los países islámicos eludirán para siempre el impulso global que ha barrido naciones antes empobrecidas como Corea del Sur, Taiwán o Malasia (el último, a propósito, tan musulmán como pueda ser un país)? La revolución de la información y artículos tales como comunicaciones vía satélite han contribuido enormemente al avance de la responsabilidad financiera y política. Hace poco más de un siglo, Friedrich Engels, el colega de Karl Marx, escribía acerca de "la sociedad socialista invasora", aludiendo a una transformación inevitable y observable del capitalismo desde el interior, mediante la cual los objetivos del antiguo socialismo — mayor prosperidad e igualdad de acceso a él, y un sentido general de propósito común para toda la sociedad, se verían cumplidos.
La izquierda revolucionaria no prestó atención a Engels cuando hizo esa observación, y después de dos generaciones, hasta 1945 y la aparición de la potencia americana, en los recintos de la vieja Europa, sus sucesores radicales aparcaron sus esperanzas en la propuesta de que el desarrollo del capitalismo había terminado. En realidad, creyeron que el capitalismo había agotado completamente sus posibilidades de inversión, innovación y expansión nuevas.
Se equivocaron, que es un motivo por el que la vieja izquierda anarquista socialista basada en el trabajo, con una visión de unificación planetaria, abrió la puerta a la coja izquierda contemporánea académica y pseudo-intelectual, que se alinea contra la globalización. La historia no perdonó el error de aquellos que pensaron que el capitalismo estaba moribundo.
Un colega mío marxista ha observado, algo amargamente, que más que un declive en el ritmo de desarrollo capitalista, nos encontramos ahora en un periodo de desarrollo capitalista acelerado. Déjeme exponer el caso algo más directamente: durante el pasado siglo y medio hemos visto una aceleración del ritmo al que los países se convierten en democracias estables y prósperas. Convertirse en lo que es hoy le llevó a España, antaño uno de los países más ricos de Europa gracias al oro y la plata del Nuevo Mundo, 150 años, y la verdadera "nueva España" no emergió, brillante y bella, hasta la muerte de Franco en 1975. Alemania precisó 75 años, de 1880 a 1955, y la presencia de tropas norteamericanas; Japón necesitó 60 años, del 1900 a 1960, también con ayuda americana directa. Pero para Corea del Sur, el proceso apenas necesitó 30 años, de 1953 a 1983, y de pronto el país estaba maduro para la transformación en el estado democrático que vemos hoy. En 15 años, desde la llegada al poder de Pinochet hasta su dimisión en 1998, Chile fue transformado igualmente. Y en la Eslovenia de Zizek, los años desde el final de la dependencia Titoidea hasta el éxito económico fueron tan breves que son difíciles de medir. El país abandonó Yugoslavia en 1991, listo para florecer.
No negaré que el derramamiento de sangre acompañó a todos estos procesos: España sufrió dos guerras civiles e incontables rebeliones a lo largo de dos siglos, y Alemania y Japón lucharon en ambas guerras mundiales. Corea del Sur fue devastada por la agresión de su vecino del norte; Pinochet difícilmente podría ser una figura a imitar, y, sí, 70 personas murieron cuando Eslovenia decidió ir por su cuenta. Pero aún con todo, la revolución capitalista mundial continúa y produce resultados positivos, con América a su vanguardia. Y saldrá victoriosa en Irak y allí donde resida una mayoría musulmana, de Marruecos a Indonesia, de Albania a Tanzania. El terrorismo de al-Qaida y de los demás reaccionarios islamistas no pueden detenerla; tampoco pueden los adolescentes anarquistas rompedores de ventanas de Starbucks o McDonalds; ni el izquierdista reaccionario de Chávez en Venezuela; tampoco el irritable ingenio de intelectuales como Slavoj Zizek. En cuanto a los entusiastas de la crítica sociológica cinematográfica, recomiendo dejar a un lado The Searchers y ver My Darling Clementine (1946) o High Noon (1952). A veces los buenos ganan, incluso en el del mundo real.