El XIX Congreso del Partido Comunista Chino (PCCh), celebrado entre el 18 y el 24 de octubre de 2017, tiene un alcance histórico presentido desde hace algún tiempo.
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Sábado, 03 de junio 2023
El XIX Congreso del Partido Comunista Chino (PCCh), celebrado entre el 18 y el 24 de octubre de 2017, tiene un alcance histórico presentido desde hace algún tiempo.
En primer lugar, marca el principio del fin del liderazgo colectivo instituido en el partido, tras la muerte de Mao, con la consagración definitiva de Xi Jinping. Y en segundo lugar, asistimos a una reafirmación de la ideología del PCCh, que parece querer salir al paso de esa idea tan difundida de que China no es un auténtico régimen comunista y ha abrazado el capitalismo.
La lectura de los documentos aprobados en los últimos congresos del comunismo chino es significativa. Del poder de los líderes da cuenta la diferencia de si están representados por un pensamiento o por una teoría. La distinción no es trivial porque tiene más entidad que la doctrina del líder sea calificada de pensamiento a que se la reduzca a la mera condición de teoría, aunque tanto el pensamiento como la teoría sirvan, en la terminología comunista, de “guía para la acción”.
Hasta el IX Congreso (1969), la única guía para la acción era el marxismo-leninismo, con un enfoque claramente estalinista y contrario al revisionismo soviético, pero a partir de esa fecha se introdujo el pensamiento de Mao como otro elemento de guía, comparable al de Marx y Lenin. No es casual que fueran los años de la Revolución Cultural, en la que el propio Mao practicaba, con casi ochenta años, ejercicios de “gimnasia revolucionaria” contra otros compañeros de partido.
El XII Congreso (1982) confirmó la validez del pensamiento de Mao, aunque el culto a la personalidad ya se había eclipsado con el triunfo de Deng Xiaoping, partidario de un liderazgo colectivo, en que él mismo pretendía ser un primus inter pares. La edad obligó a Deng a dejar sus cargos en el Estado y en el partido, pero siempre siguió gobernando desde la sombra aunque solo ostentara hasta casi el final de su vida la presidencia de la Comisión Militar Central.
Fallecido Deng en 1997, el XV Congreso, celebrado en ese mismo año, añadió a los habituales principios ideológicos del partido –marxismo-leninismo y pensamiento de Mao– la teoría de Deng Xiaoping. Se justificaba como una adaptación de la doctrina comunista a la China contemporánea, en lo que entonces solía llamarse la “economía socialista de mercado”. Hay que resaltar que, en ningún caso, los líderes chinos vieron la teoría de Deng como una ruptura con el marxismo-leninismo, ni en lo económico y menos aún en lo político. Los dirigentes comunistas justificaron cualquier adaptación de la ideología en función de las características culturales chinas. ¿Pensaban acaso en que históricamente China fue, en buena medida, un país de comerciantes y burócratas sometido a la autoridad de un todopoderoso emperador? Esta China, sin duda, fue más real que la China iconoclasta del maoísmo durante la revolución cultural.
El XVI Congreso (2002) añadió una nueva teoría a la de Deng. Se trataba de la teoría de las tres representaciones, una adaptación de la realidad que el partido estaba dejando de ser, desde hacía tiempo: una agrupación política de obreros y campesinos. Jiang Zemin, que se despedía ese año de la jefatura del partido, consideró que el comunismo chino debía abrirse a empresarios, capitalistas y clases medias. Era el reconocimiento de que uno de los más célebres eslogans de Deng se había hecho realidad: el de “ser rico es glorioso”. Los comunistas se limitaban a adaptarse a la nueva realidad social.
Los más conservadores del partido pensarían que eso no era el auténtico marxismo, pero cualquier historiador serio del marxismo podría haberles recordado que las ideas de Henri de Saint-Simon, el socialista francés que soñaba con una sociedad dirigida por capitanes de industria y científicos, influyeron decisivamente en el joven Marx. Después de todo, Saint-Simon elevó la historia a la categoría de ciencia y consideró la política como la ciencia de la producción. Sus discípulos contribuyeron particularmente al impulso industrial y tecnocrático que se produjo en Francia desde mediados del siglo XIX. En Saint-Simon, el Estado industrial, en el que desempeñan un papel destacado los empresarios, no es incompatible con el socialismo. Tampoco lo es para los comunistas chinos.
Xi Jinping ha conseguido afianzar su poder hasta el extremo de que sus discursos de los últimos cinco años, incluida la larga intervención en el reciente congreso, han sido elevados a la categoría de pensamiento. Ha quedado transformado en “ideología guía” al nivel de Marx, Lenin y Mao. No es difícil llegar a la conclusión de que Xi está destinado a permanecer en el poder más allá de 2022, fecha del XX Congreso, en el que hubiera sido obligado su relevo conforme a las reglas de sucesión establecidas por Deng.
La voluntad de abrir otro período en la historia de China resulta evidente, porque el documento aprobado en el último Congreso habla de “una nueva era” para el socialismo con características chinas, y que es la fundamentada en el pensamiento Xi. El presidente chino parece gozar de una gran popularidad, y en ella han influido sus campañas contra la corrupción que no han perdonado a veteranos miembros del partido, y el reiterado propósito de convertir a China en potencia mundial. Son tan solo dos ejemplos de cómo los actuales gobernantes chinos se están alejando del legado de Deng Xiaoping. Deng representó para sus compatriotas la prosperidad, el enriquecimiento rápido para salir de un prolongado subdesarrollo, pero pareció descuidar un aspecto esencial en el mundo de hoy: la protección del medio ambiente. Con Deng y sus sucesores la impresión general es que China buscaba el desarrollo a toda costa.
En contraste, el pensamiento Xi habla de un crecimiento económico equilibrado, tanto en lo que se refiere a la dimensión ecológica como en el desarrollo del oeste y centro del país, pues en la década de 1980 el énfasis en el crecimiento se puso en la zona este de China. Otro aspecto de la época de Deng que se pretendería corregir es el de una economía que elabora productos de bajo coste y destinados a la exportación. Sin dejar de lado de esto, Xi Jinping apuesta por una China caracterizada por la innovación industrial. No bastaría con que el país llegara a ser la primera potencia económica mundial si no es al mismo tiempo una gran potencia industrial y tecnológica.
El pensamiento Xi contiene numerosas referencias al imperio de la ley, pero este término no significa lo mismo que en Occidente, donde sería un sinónimo de Estado de Derecho, un rasgo que acompaña a todo verdadero sistema democrático. No se puede desligar del concepto chino de imperio de la ley el papel dirigente del PCCh. El partido sirve para reforzar el ordenamiento jurídico chino. En consecuencia, desafiar la autoridad del partido es apostar por la inseguridad y la arbitrariedad. Si la arbitrariedad y la corrupción van frecuentemente unidas, en la percepción del pueblo chino el partido se presenta como el único capacitado para implantar el orden y la estabilidad.
Respecto a la política exterior, Xi Jinping pretendería apartarse de otro de los aspectos del legado de Deng Xiaoping: la diplomacia china debería tener un perfil bajo y ocultar sus verdaderas intenciones. Por el contrario, Xi quiere que China tenga un papel más importante como “constructora de la paz global” y “protectora del orden internacional”. El líder chino está persuadido de que su país no puede conformarse con ser un gigante económico, con la imagen de que vela exclusiva y rudamente por sus intereses. Necesita tener un mayor papel en los asuntos mundiales, lo que es propio de una potencia que persigue desbancar progresivamente a Estados Unidos. Históricamente, China fue una gran potencia asiática, el Imperio del Centro, con toda una constelación de Estados vasallos, pero ahora habría llegado el momento de alcanzar el máximo protagonismo mundial.
El pensamiento Xi está marcado además por sucesivos centenarios de gran trascendencia histórica y política. Los dos más cercanos se celebrarán en 2019 y en 2021, y corresponden respectivamente a las manifestaciones de los estudiantes chinos contra el tratado de Versalles, discriminatorio para su país, y a la fundación del PCCh. Simbolizan dos hitos históricos que marcarían el renacimiento de China, tras décadas de sometimiento a las potencias extranjeras. El comunismo chino y el nacionalismo siempre han ido de la mano.
Con todo, el centenario más importante es el del establecimiento de la República Popular China en 1949. A mediados del siglo XXI, China culminaría sus principales objetivos tras el triunfo del maoísmo. El pensamiento Xi, de un socialismo moderno y de características chinas, sería el instrumento para llegar a esta meta, que supuestamente cambiaría la historia de China y del mundo. En este contexto, Xi Jinping se ha convertido en un líder que aspira a tener un protagonismo semejante al de Mao, pero no como un dirigente revolucionario, sino como un estadista indispensable en el escenario mundial.
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