Pensamiento y Cultura

Las humanidades y la misión de la universidad (y 4): Las letras, bajo sospecha

El discurso fundado en la sospecha, predominante en las humanidades desde hace medio siglo, es la principal causa de que se hayan distanciado de la vida real para quedar recluidas tras los muros de la academia.

También se dice que la gran amenaza para la pervivencia de estos saberes procede de una visión excesivamente pragmática de la universidad, que descarta las disciplinas que no logran resultados cuantificables ni rinden económicamente. Lo que no se dice es que la amenaza más virulenta para los estudios en humanidades no viene tanto de fuera, como de dentro. El discurso fundado en una constante actitud de sospecha, predominante desde hace medio siglo, es la principal causa de que las humanidades se hayan distanciado de la vida real para quedar recluidas tras los muros de la academia.

La actitud crítica es un ingrediente indispensable de la vida política y social; en muchas ocasiones, esta actitud nace o se potencia gracias al contacto con las humanidades: filosofía, historia, literatura… Así, estos saberes se revelan como valiosos recursos contra la corrección política, la lógica dictada por el mercado o las leyes que puedan cuestionar la dignidad humana. El pensador estadounidense Thoreau resumía esta idea en Walden, al hablar de la literatura clásica: “Vale la pena gastar días juveniles y horas costosas aunque solo aprendáis algunas palabras de una lengua antigua, que se eleven sobre la trivialidad de la calle y se conviertan en perpetuas sugerencias y provocaciones”.

Voces rebeldes contra el “giro crítico”

No obstante, en las últimas décadas las humanidades se han impregnado de una actitud hipercrítica que ahoga cualquier otro tipo de discurso. La profesora Rita Felski sitúa el origen de este fenómeno en los años 60: fue entonces cuando se produjo el giro desde la crítica (criticism) como “interpretación y valoración” de los saberes humanísticos a la crítica (critique) que presenta estos saberes “como motivados por estructuras ocultas que solamente el teórico crítico puede escudriñar”. Hoy día, la mayoría de los marcos teóricos desde los que se abordan las humanidades en la universidad –marxismo, feminismo, deconstruccionismo, estructuralismo y psicoanálisis– son, en el fondo, variantes de esta segunda actitud crítica.

Si bien el mundo de las humanidades nunca ha carecido de voces rebeldes, “lo que resulta diferente ahora es que el cuestionamiento de la actitud crítica está viniendo de personas empapadas de sus teorías”, apunta Mark Parry en The Chronicle of Higher Education. Tal es el caso de Felski, experta en estudios feministas, o incluso de Eve Kosofsky Sedgwick, una de las fundadoras del queer, sustrato teórico de la llamada ideología de género. Fue esta última quien, hace más de quince años, alertó contra una actitud de sospecha paranoica que había germinado en los estudios literarios.

Un problema sistémico

Otra de las voces con más eco ha sido la de Lisa Ruddick, profesora de la Universidad de Chicago procedente del ámbito del psicoanálisis. Su ensayo de 2015 titulado “When Nothing Is Cool” fue, en opinión de Parry, “una granada de mano lanzada en su propio campo”. En síntesis, Ruddick explica que el clima de sospecha que impregna los estudios en humanidades no se limita a unos casos aislados: “El problema es sistémico –sostiene–. En nombre de la crítica, cualquier cosa excepto la crítica puede ser atacada o desnaturalizada. Este es el juego de la seducción académica (academic cool)”.

Las denuncias de Ruddick no son simples especulaciones; antes de escribir su ensayo, la profesora de Chicago entrevistó a setenta estudiantes universitarios de humanidades. Sus conclusiones se asemejan a las de otros estudios realizados con el mismo público: algunos de estos estudiantes reconocen sentir que “algo de su ambiente intelectual le está tragando vivos”, mientras que otros perciben “una inmoralidad en la que no pueden ni poner los dedos”. Muchos deciden guardar sus mejores ideas fuera de su ambiente académico por miedo a que, si violan ciertos tabúes ideológicos, otros les odiarán.

¿Hay algo inmoral en la actitud crítica contemporánea?”, se pregunta Ruddick. De las páginas de su citado ensayo se deduce que sí: en ocasiones, el fervor por las humanidades puede enmascarar una actitud de constante sospecha, alejada de una búsqueda sincera de respuestas que puedan trasladarse a nuestras vidas. Esta sospecha sigue la brújula de una teoría crítica –sea marxista, feminista o psicoanalítica– cuya coherencia interna parece inconmovible, pero cuya correspondencia con el mundo real sencillamente no se plantea. En palabras de Ruddick, “las abstracciones se imponen sobre las realidades humanas: esta es la marca característica del pensamiento académico sexy”.

“Pequeños actos de valentía”

Desgraciadamente, son muchos los académicos que aceptan “traficar” con estas teorías críticas, a cuenta de guardar sus almas en un cajón bajo llave o sacrificarlas en el altar del reconocimiento profesional. Por lo demás, cuando se atreven a hablar sobre una idea humanista que contradice la teoría crítica, siempre lo hacen siguiendo tres reglas no escritas, según advierte Ruddick: o adoptan un aséptico enfoque historicista, o ponen como ejemplo a un grupo marginal o minoritario o, en el extraño caso de apoyar la idea humanista, se pertrechan de todo tipo de explicaciones con un claro tono defensivo. Así, un artículo sobre una noción fuerte de identidad humana puede ser justificable desde la segunda regla si emplea como objeto de estudio a Oscar Wilde y el deseo homosexual, apunta la profesora.

En última instancia, el predominio de esta actitud conduce al cinismo. El alejamiento de cualquier compromiso ético –bajo el pretexto la distancia crítica y la neutralidad– no puede evitar caer en una ética del desprecio, que desacredita la familia por considerarla “provinciana”, el hogar por ser un “mecanismo disciplinario”, la vida del espíritu por ser un “lujo burgués” o la monogamia por servir “a un sentido capitalista y patriarcal de la propiedad”.

El único modo de revitalizar el discurso académico es mediante pequeños actos de valentía, con los que la gente diga cosas que no agraden (uncool things)”. La profesora de Chicago subraya la necesidad de estudios que hablen de las humanidades como invitación a un compromiso ético, a una búsqueda personal. Lo contrario es un falso ascetismo que vacía a las humanidades de su dimensión ética y espiritual, aquella que “puede alimentar a un ser humano con su viveza”.

Construir, no deconstruir

Rita Felski, profesora de la Universidad de Virginia, sigue este camino de “pequeños actos de valentía”. En un congreso celebrado en 2015 y titulado “Recomponiendo las humanidades” (“Recomposing the Humanities”), Felski denunciaba la pretendida “superioridad epistemológica” de la teoría crítica, obsesionada con delatar estructuras ocultas –ideológicas, psíquicas, lingüísticas, sociales– de las que el propio autor del texto es, a tenor de dicha teoría, inconsciente. “Es insuficiente, por ejemplo, despachar actitudes con las que uno no está de acuerdo apelando a la influencia insidiosa de ideologías y otros ismos”, sostiene Felski. La crítica es “habilidosa tirando de la alfombra que está debajo de nuestros pies, pero no logra proveernos de un lugar sobre el que permanecer”.

La profesora de Virginia se preguntaba si es posible una defensa de las humanidades que no se apoye únicamente en el pensamiento crítico, tal y como ha sido aquí expuesto. Su respuesta es afirmativa: se basa en lo que llama “engaged humanities” (“humanidades comprometidas”), cuyo punto de partida es “caer en la cuenta de que las universidades necesitan forjar alianzas más fuertes con los intereses y las comunidades que existen fuera de sus muros”. Según Felski, un paso hacia este compromiso es quitar el énfasis de las palabras “de-” –deconstruir, desmitificar, desacreditar– y ponerlo en las palabras “re-”: reunir, reformular, reinterpretar, rehacer… Dicho de otro modo, se trata de dejar a un lado las posturas polarizadas –o bien uno se alinea con el status quo o bien lo critica ferozmente– y combinar el desacuerdo con la empatía: “La profundidad de la comprensión implica algo que va más allá de la alerta deconstructivista; implica una cierta medida de empatía interpretativa (interpretative charity)”.

El arte es moral en la medida en que despierta a las personas. Pero ¿qué pasa cuando ocurre lo contrario; cuando anestesia, adormece y obstaculiza la actividad y el progreso?”, se preguntaba Thomas Mann en La montaña mágica. En esta misma línea, es preciso devolver las humanidades al hombre; rescatar a los académicos que las cultivan de los espejismos de una crítica estéril, que solo puede conducirles a eso que Mann llamaba en su novela “la anestesia de los sentidos”: el prestigio social a costa del adormecimiento moral.

© Aceprensa

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