Europa, Política

Brexit y el crepúsculo de la globalizacion

El voto Brexit fue más Nigel Farage que Boris Johnson, mucho más The Sun que The Spectator.

¿Cómo llegamos a esto? La primera era de la globalización terminó abruptamente en 1914. La segunda, que empezó en 1989, está terminando de una manera mucho más suave y menos traumática. Brexit es sólo el comienzo. Parafraseando a Churchill, podríamos decir que no es el principio del fin, sino más bien el principio del principio del fin. En ambos casos, la globalización sembró las semillas de su propia destrucción. El archiduque Francisco Fernando, cuyo asesinato desató la Primera Guerra Mundial, fue víctima del furor nacionalista.

Sería un error pensar que el triunfo del Brexit se explica por el rechazo de una mayoría educada a la eurocracia corrupta de Bruselas y/o un reclamo por más representatividad y soberanía. Seguramente, esa fue la motivación de una minoría. Pero el voto Brexit fue más Nigel Farage que Boris Johnson, mucho másThe Sun que The Spectator. El análisis del resultado del referéndum muestra a un país dividido por ingresos, educación, demografía y geografía.  En promedio, quienes votaron por Brexit tienen menos educación, menos nivel de ingresos y más edad. La mayoría de quienes están sin trabajo votó por Brexit, mientras quienes tienen un trabajo bien pago votaron mayoritariamente por Remain. Otro dato interesante es que el 75% de los votantes entre 18 y 24 años votaron por “Remain” (usualmente la gente joven es la que promueve y vota por el cambio). Por eso sostengo que Brexit fue mayormente una reacción en contra de la globalización.

¿Cómo llegamos aquí? La segunda era de globalización coincidió con otra fuerza disruptiva: la revolución tecnológica. El mayor beneficiario de la combinación de ambas fue China, que gracias a la adopción de ciertos principios básicos del capitalismo, en el lapso de una generación pasó de ser una economía pobre y atrasada a una potencia industrial exportadora. Como consecuencia de esta transformación, casi 400 millones de chinos se escaparon de la pobreza.

Pero la globalización y el cambio tecnológico no tuvieron un efecto tan benigno sobre las economías avanzadas. Como resultas de la primera, muchos trabajadores en la industria manufacturera perdieron sus empleos. Este proceso tuvo como contracara la expansión industrial de India, China, México y, en menor medida, otras economías emergentes. Al mismo tiempo, la adopción de tecnología en el sector de servicios también provocó una reducción de la demanda de mano de obra, particularmente en aquellas actividades que podían ser realizadas mas eficientemente por las computadores. El sector de ingresos medios en Estados Unidos y algunos países de Europa Occidental fue el que terminó pagando la factura de la globalización. Como señaló hace algunos años el economista Raghuram Rajan, el aumento de la desigualdad en las economías avanzadas es, en gran medida, consecuencia de que el progreso tecnológico requiere una fuerza laboral cada vez más educada y entrenada. La raíz del problema, según Rajan, es estructural: el sistema educativo ha quedado rezagado frente al cambio tecnológico y no ha podido educar y entrenar a una parte importante de la fuerza laboral. Pero resolver este problema requiere inversión y tiempo. Pero quienes han perdido su trabajo y ven disminuido su estándar de vida no tienen mucha paciencia. En cualquier democracia, cuando los sectores de ingresos medios se sienten más cerca de los pobres que de los ricos, la dislocación política es inevitable.

Trump, Brexit y el resurgimiento del nacionalismo en Europa son síntomas de una misma enfermedad que en la Argentina conocemos bien: el populismo. En cierto sentido podríamos decir que algo parecido ocurrió luego del colapso de la primera era de la globalización. Los países de la periferia europea (Italia con Mussolini) fueron los primeros en sufrir sus efectos. Pero la enfermedad se extendió rápidamente por el resto del continente y alcanzó su punto cúlmine en Alemania bajo el régimen hitlerista. Ni siquiera Inglaterra logró salvarse, como lo prueba la popularidad que alcanzó la Unión Británica de Fascistas creada por Sir Oswald Mosley. No olvidemos que el nazi-fascismo no es más que una variante del populismo.

No vale la pena entrar en el debate que el término populismo genera entre economistas, sociólogos y politólogos. Desde un punto de vista muy elemental, el populismo no es más que la solución facilista que impone la mayoría cuando debido a problemas estructurales se abre una brecha creciente entre la realidad y el ideal al que aspira esa mayoría. Cuando digo facilista lo digo en el sentido que le da el diccionario, es decir una tendencia a hacer o lograr algo sin mucho esfuerzo, de manera fácil y sin sacrificio. Esta solución facilista no es más que un fenómeno de negación colectiva. Resolver problemas estructurales requiere reformas estructurales. Pero estas reformas imponen costos, particularmente en el corto y mediano plazo. La propuesta del populismo es ignorar esos costos o trasladarlos a otros grupos fácilmente identificables (los extranjeros, los ricos o alguna minoría racial). Es por esta razón que en su raíz todos los movimientos populistas son nacionalistas (aunque la inversa no necesariamente se aplica).

Obviamente esta forma de negación colectiva requiere de evangelistas. Los líderes populistas saben interpretar bien la frustración de la mayoría y articular de manera convincente la solución facilista a los problemas estructurales que aquejan a la sociedad. Hace casi 150 años Gustave Le Bon explicó como hacer esto último en su Psychologie des Foules. Básicamente hay que recurrir a la afirmación, la repetición y el contagio. “La afirmación pura y simple, libre de todo razonamiento o prueba,” decía Le Bon, “es la manera mas segura de inculcar una idea en la mente de las masas. Cuanto más concisa y mas desprovista de prueba o demostración, mayor es su efecto.” La repetición en cualquier contexto contribuye a implantar la idea y el contagio se consigue apelando a las emociones y los sentimientos. Y estos cuanto más negativos mejor. De ahí que el miedo, el odio y el resentimiento subyacen a toda retórica populista.

Mussolini, Hitler y Perón demostraron la efectividad de la trilogía discursiva de Le Bon. Trump, Farage, Le Pen y los líderes nacionalista-populistas de la era moderna están demostrando que, a pesar de los años, esa efectividad perdura. Pocos meses después del ascenso de Hitler al poder, Bertrand Russell se quejaba de que la causa fundamental del problema, era que en el mundo moderno los estúpidos se mostraban seguros mientras que los inteligentes estaban llenos de dudas. Su advertencia sigue siendo válida hoy en día. Todos los líderes populistas ofrecen certezas. Es por eso que en tiempos de incertidumbre su discurso resulta tan seductor a las mayorías.

Es imposible predecir cual será el próximo acto de esta tragedia. Ojalá la historia nos haya enseñado a todos una lección y que no repitamos los errores del pasado.

© Libertad y Progreso

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