Asia-Pacífico, Economía y Sociedad

Corea del Norte: el Gulag del siglo XXI

El 17 de febrero se presentó en Ginebra el informe de la ONU sobre los campos de concentración en Corea del Norte. Una comisión, presidida por el juez australiano Michael Kirby, ha investigado durante un año esa realidad, negada de modo persistente por las autoridades norcoreanas.

 A pesar de los desmentidos oficiales, las imágenes proporcionadas desde hace años por los satélites son incontestables. La comisión Kirby ha completado esa información gráfica con los testimonios de más de cien personas, exiliados norcoreanos en su mayoría.

Las conclusiones a las que llega la investigación resultan estremecedoras. En torno a 120.000 personas sobreviven en condiciones infrahumanas en una quincena de campos. Muchos de los internos ni siquiera saben por qué han ido a parar ahí: no ha habido proceso ni sentencia previos. Cualquier sospechoso de deslealtad al régimen puede terminar en el campo; en ocasiones, acompañado de toda su familia. Un delito especialmente perseguido es el visionado de películas y series surcoreanas, lo que ha dado lugar a un floreciente y arriesgado contrabando. El Gobierno teme que el conocimiento, a través de esas películas, del próspero modo de vida de sus vecinos socave la lealtad al régimen, basada en el desconocimiento del mundo exterior y en la propaganda.

Condiciones infrahumanas
Las condiciones de vida de los campos son brutales. La jornada laboral llega a las catorce horas al día, y la alimentación resulta por completo insuficiente para sobrevivir. Los internos se ven obligados a comer todo lo que hay a mano: hierba, raíces, gusanos, ratas, culebras, insectos. Cualquier clase de proteína es bienvenida.

A las extremas condiciones de vida y de trabajo se suman una represión salvaje –palizas, celdas de castigo, tortura, violaciones, abortos forzados– y el adoctrinamiento ideológico (las interminables y aburridas sesiones tienen la ventaja de que liberan momentáneamente a los oyentes del trabajo físico). 

En los campos de concentración norcoreanos, los presos están sometidos a condiciones extremas, malos tratos y adoctrinamiento ideológico 

El Gobierno de Corea del Norte ha rechazado de plano las acusaciones del informe Kirby; niega las violaciones de los derechos humanos y no se muestra dispuesto a colaborar con la ONU en el esclarecimiento de los hechos, alegando que se trata de una injerencia inadmisible en sus asuntos internos. De otra parte, tiene difícil ocultar una realidad cada vez más patente. Los primeros campos empezaron a funcionar en los años cincuenta: llevamos ya sesenta años de historia, con cientos de miles de víctimas. No se puede ignorar tanto tiempo un fenómeno de esas dimensiones.

Evasión del Campo 14
El informe de la ONU es el primero de carácter oficial que se publica, pero no es ni mucho menos el primero en llamar la atención sobre el sistema represor norcoreano. Para otoño próximo está anunciada la publicación en España de Evasión del Campo 14: La extraordinaria odisea de un hombre desde Corea del Norte a la libertad, la biografía de Shin Dong-hyuk, el primer interno que consiguió escapar de uno de los campos.

El periodista norteamericano Blaine Harden, antiguo corresponsal del Washington Post y del New York Times, entrevistó durante muchas horas a Shin para reconstruir una biografía increíble. De entrada, a Harden le costó admitir la versión narrada por Shin. Era todo demasiado terrible, surrealista. La colaboración de David Hawk, del Comité de los Derechos Humanos para Corea del Norte, con sede en Washington, ayudó a despejar las dudas y a confirmar la autenticidad del testimonio de Shin. El suyo es un caso único: nadie más ha conseguido escapar vivo del Campo 14, pero los datos proporcionados por otros testigos cualificados, como antiguos vigilantes o empleados luego fugados a Occidente, confirman su veracidad.

 El libro “Evasión del Campo 14”, a base del testimonio de la única persona conocida que ha logrado huir de allí, describe la vida en el Gulag norcoreano 

Shin nació en el propio Campo 14 en 1982, hijo de dos reclusos a los que, en premio a su buena conducta, se les permitió casarse (tenían permiso para pasar juntos cinco días al mes). El niño fue educado en la desconfianza y en el ejercicio de la denuncia. Enterado de que su hermano mayor, con problemas de disciplina en el trabajo, y su madre planeaban fugarse, los denunció. La madre fue ahorcada y el hermano, fusilado. Acompañado por su padre, Shin contempló la ejecución en primera fila, impasible.

Años después, al hilo de las conversaciones con otro preso al que le encargaron que espiara, empezó a oír del mundo exterior. Lo que más le atrajo fueron las noticias sobre comida: empezó a tener sueños recurrentes en los que aparecían sabrosas viandas que solo conocía de oídas. El acceso a esa comida se convirtió en una auténtica obsesión. Finalmente, a los 23 años dio el paso y se fugó. El preso al que espió, convertido en cómplice, murió electrocutado en la valla exterior del campo. Shin se deslizó sobre su cadáver y no sufrió más que quemaduras leves. Pudo llegar a China y, al cabo de un par de años, a Corea del Sur.

Difícil adaptación a la vida en libertad
La adaptación al mundo libre fue muy costosa: era incapaz, por ejemplo, de vivir los sentimientos humanos más elementales. Las autoridades surcoreanas conocen bien esos problemas y han puesto en marcha un generoso y articulado dispositivo para facilitar la integración de los exiliados: ayuda económica, vivienda, asistencia psicológica, formación profesional. Aun así, muchos no lo consiguen.

De una parte, las prevenciones frente al mundo libre, resultado de un prolongado lavado de cerebro, resultan casi insuperables. La vida no puede ser tan bonita, debe haber gato encerrado. De otra, muchos de ellos no están preparados para vivir en libertad, y la sociedad surcoreana es muy competitiva. Los que no rinden se ven marginados. El victimismo alimenta el complejo de inferioridad y puede llevar a sentirse incomprendido y al resentimiento. No sorprende, por tanto, que muchos de ellos acaben en el paro y en la marginación, viviendo malamente de la asistencia social. 

Los evadidos de Corea del Norte tienen graves dificultades para adaptarse a la vida en libertad 

Shin ha mostrado una especial fortaleza de carácter y, curiosamente, el hecho de haber vivido siempre en el campo le ayudó a afrontar las nuevas circunstancias sin prejuicios. Simplemente, no sabía nada de la vida en una sociedad moderna. Aprendió rápidamente a manejarse en lo material, pero tuvo serios problemas psicológicos. Era incapaz de entablar relaciones humanas normales, desconocía el significado de la amistad o del amor. Desempeñó diversos trabajos, pero los fue dejando insatisfecho.

Aprender lo que es una familia
Finalmente se trasladó a Estados Unidos, donde reside. Allí encontró una familia de acogida, el matrimonio formado por Lowell y Linda Dye, de Columbus, conocedores de su historia a través de las crónicas de Harden. Ellos le ayudaron económica y afectivamente, de modo que pudo conocer lo que es una familia auténtica.

El aprendizaje humano y social de Shin está siendo largo y laborioso. No ha superado ni mucho menos sus dificultades –la relación con una chica, de la que parecía enamorado, ha acabado mal–, pero ha encontrado al menos una tarea llena de sentido: denunciar las atrocidades del régimen norcoreano.

En un inglés todavía deficiente, da conferencias ante los públicos más variados para contar su experiencia y llamar la atención sobre las víctimas que siguen en los campos. De esta forma intenta asimismo compensar su mala vida anterior: una vez que cobró conciencia del modo en que se había comportado con su madre y con su hermano, los remordimientos y las pesadillas no le abandonan.

La historia del siglo XX resulta incomprensible sin los campos de concentración: Gulag soviético, campos nazis, Laogai chino. Precisamente el Gobierno chino acaba de anunciar, como medida aperturista, que dejará de internar a sus ciudadanos en los campos de trabajo (las palabras Laodong Gaizao, de las que procede el término Laogai, significan “reeducación por el trabajo”), práctica que ha durado hasta el día de hoy. Se calcula que unos 50 millones de chinos han pasado por esos campos en los últimos 50 años. Cuesta aceptar que en el siglo XXI debamos seguir enfrentándonos a esa lacra.

Alejandro Navas
Profesor de Sociología de la Universidad de Navarra


Campo de prisioneros


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