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El poder, la fuerza y la libertad

La revolución de la información digital es un mareo para las democracias liberales, que están sometidas a un escrutinio desestabilizador de forma constante. El político en una democracia actual tiene mayor mérito que sus antecesores de generaciones pasadas. No es que quiera ser transparente, que sí, sino que no le queda mucho espacio para esconder acciones reprobables. Aunque la corrupción seguirá existiendo, la posibilidad de descubrir y denunciar el mal gobierno ha aumentado de forma exponencial. Se sabe todo, en todas partes y a todas horas.

Este nuevo paradigma no es necesariamente malo. Los países en los que la honestidad política, económica e intelectual cotiza al alza son los que más prosperan, también en las condiciones sociales de sus ciudadanos. Los escándalos en democracia son habituales y posiblemente necesarios porque no son otra cosa que poner en conocimiento del gran público los supuestos desvaríos de la condición humana.

Si alguien lee los periódicos de los tiempos de mayor prosperidad de la Inglaterra victoriana o de los Estados Unidos hegemónicos del siglo pasado no podría deducir que se atravesaba un largo periodo de dominio y riqueza. El poder viene acompañado de la oposición, de escándalos, de favores, de pugnas y de controversias varias. Y, sobre todo, del lenguaje hiriente, con vocabulario precario, del insulto y del desprecio al adversario.

Si la procacidad de los políticos practicada en las instituciones españolas en meses recientes fuera un reflejo del ambiente en la sociedad, sería motivo de alarma. Pero no es así. El cruce de descalificaciones al adversario, el espectro de una sociedad rota por la mitad, incapaz de reconciliarse consigo misma aunque sea en las formas, no es una fabricación artificial, pero tampoco es la realidad. Que nadie se asuste, por lo tanto, del distanciamiento entre la política y los ciudadanos, que saben escoger las múltiples vías para informarse y para tener un criterio propio.

Esto explica la tesis de The Economist, la publicación más liberal desde su fundación en septiembre de 1843, cuando dice que la mayor y más agradable sorpresa de este 2022 que se acaba es la capacidad de resiliencia de los países occidentales con regímenes mayormente liberales y democráticos.

La guerra de Ucrania ha puesto de relieve que la Rusia de Putin era un gigante con los pies de barro a juzgar por el comportamiento y la eficacia de su ejército, que tenía que conquistar Ucrania en quince días. No solo ha aparecido un ejército antiguo, corrupto e ineficaz, sino que el ciudadano ruso puede hacer circular la información de forma horizontal hasta el punto de poner en riesgo la estabilidad de un régimen autoritario y represivo.

Lo mismo le ocurre al todopoderoso Xi Jinping, que, revestido de todo el poder de forma indefinida, se ha encontrado con una revuelta de chinos que le acusan de haber gestionado pésimamente la pandemia de covid que nació en Wuhan en el 2019 y todavía afecta a centenares de millones de chinos.

No paran las protestas a los ayatolás iraníes de las bravas mujeres que piden ir con la cara al descubierto o las afganas que se enfrentan a los talibanes de Kabul para poder ir a la universidad. Erdogan no podrá controlar Turquía de forma autoritaria. Las democracias son muy imperfectas y con frecuencia corruptas. Pero si gozan de instituciones sólidas y respetadas por todos, arbitrales y no patrimoniales, no solo perduran, sino que son más humanas y justas que las autocracias.

Publicado en La Vanguardia el 28 de diciembre de 2022

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