En diciembre de 1979, a los 31 años, fui a Europa por primera vez. Entonces yo era un comunista revolucionario anti-estalinista.
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Sábado, 05 de octubre 2024
En diciembre de 1979, a los 31 años, fui a Europa por primera vez. Entonces yo era un comunista revolucionario anti-estalinista.
Inmigración
Volé a Londres y tras un viaje en ferry hasta París, me reuní con los camaradas del mismo movimiento al que pertenecía, centrado en Francia y España. Los jóvenes que me recibieron me llevaron a un café árabe donde los ancianos se sentaban sobre el suelo en largos tablones, comiendo cuscús marroquí mientras fumaban en pipas de agua y escuchaban música del norte de África. Mis socios izquierdistas incluían a algunos que eran árabes propiamente. Uno, Saleh, era un inmigrante argelino que trabajaba como vigilante nocturno. Otro, Cherif, tenía origen marroquí pero había nacido en Francia. Estudiada en Tolbiac, un importante campus universitario. Me llevaron en metro a los suburbios de Aubervilliers, al norte, donde me quedé con ellos en un viejo edificio de apartamentos. Se me dio una llave para que pudiera entrar y salir por mi cuenta.
No he sido un izquierdista desde hace más de 20 años, y los jóvenes que conocí entonces deben ser ahora de mediana edad, como yo. No he tenido contacto con ellos y por tanto no tengo idea de su evolución política, aunque hace una década me contaron que Saleh había sufrido una crisis nerviosa y estaba internado. En la época en que los conocí, eran terminantemente anti-islamistas y hasta estaban comprometidos con la publicación de literatura agresivamente secular en árabe. Yo ya sabía francés y había realizado numerosas traducciones de textos literarios e ideológicos al inglés, pero tal fue la introducción a lo que entonces era la Meca de la izquierda global: llegué a conocer París, la famosa ciudad de la revolución, de abajo a arriba, en Aubervilliers, que ya por entonces era norteafricano en un 60%.
Me fui y volví a París repetidamente, volviendo al apartamento de Aubervilliers. Atesoraba la pesada llave de acero, que mantuve en mi llavero a mi vuelta a mi casa en San Francisco como símbolo de otra vida, otro lugar en el que me sentía en casa. Con el tiempo devolví la llave y abandoné el movimiento, pero ciertas lecciones que aprendí en Aubervilliers continuaron conmigo y permanecen vivas hoy mientras el oscurantismo de la ideología Comunista ha desaparecido en gran medida de mi horizonte mental.
Incluso hace 26 años era obvio que Francia y sus comunidades del norte de África estaban peligrosamente polarizadas. El resultado de esa contradicción es hoy visible en los disturbios que han convulsionado la región de París, y durante el último fin de semana Aubervilliers aparecía como calendario trágico en los medios globales. El suburbio es parte histórica de lo que una vez se conoció como "el cinturón rojo", centrado en la región de Seine-Saint-Denis, junto con otros lugares recorridos por los disturbios, como Clichy-sous-Bois o Vitry-sur-Seine. Tomaron su apodo de su largo mandato municipal de estalinistas duros del Partido Comunista Francés. Fueron centros de la industria ligera, y temprano por las mañanas abandonaba el apartamento e iba a un pequeño bistro desvencijado donde obreros franceses nativos tragaban su primer alcohol del día y sus tazas de café cargado, fumando Gauloises y Gitanes mientras esperaban sus cambios de turno para empezar. Los árabes no frecuentaban tales cafés y no trabajaban en las plantas locales.
El difunto estalinismo del "cinturón rojo" era subrayado por los nombres de calles, de las estaciones de metro y de las plazas, que incluían Estalingrado, Lenin, y recuerdos similares del Bolchevismo. Pero llegué a conocer los secretos más desagradables viviendo entre los jóvenes norteafricanos. El Frente Nacional (FN) neofascista y anti-inmigrante de Jean-Marie Le Pen había comenzado a robar votos de trabajadores descontentos que habían apoyado durante mucho tiempo a los estalinistas. Los segundos respondieron intentando superar a Le Pen y sus seguidores radicales a la hora de atacar a los inmigrantes. En 1980 otros y yo fuimos genuinamente sorprendidos cuando el alcalde comunista de Vitry-sur-Seine, Paul Mercieca, con el respaldo del principal jefe comunista, George Marchais, y del todopoderoso Comité Central, ordenó a un bulldozer echar abajo un edificio en el que residían 300 trabajadores inmigrantes del país africano negro de Malí. Como comunista anti-estalinista, ya me disgustaba intensamente Marchais. Al igual que la mayor parte de los franceses, estaba al tanto de que había sido trabajador voluntario de los Nazis, y de que sólo se había unido a los comunistas tras la Segunda Guerra Mundial. Marchais jugaba a algo que llamaba, y aún llamo, "rictus político": una mueca permanente que creía, y todavía creo, que era un rasgo psicológico involuntario que reflejaba la necesidad de esconder intenciones profundamente malévolas.
Observando el vacío entre los franceses y sus vecinos de origen norteafricano aprendí otra verdad preocupante: que los segundos tenían un miedo atroz a la policía parisina. Yo tenía más efectivo que mis camaradas, y un viernes noche invité a todos a ir conmigo al maravilloso distrito urbano de Saint-Michel, con sus glamurosos cafés, librerías y montones de chicas atractivas. Saleh y Cherif rehusaron. Dijeron que no estaban seguros en Saint-Michel las noches de los fines de semana, incluso aunque los dos tenían los papeles y eran absolutamente respetables en sus modales y forma de vestir, política radical aparte. Me dijeron que hasta con sus papeles en orden, los norteafricanos residentes en París podían ser detenidos por la policía sin ningún pretexto, apaleados y hasta asesinados.
Aubervilliers, Clichy, Vitry eran y son guetos, y ahora están en llamas. Francia tiene que afrontar la realidad de su pésimo historial con las minorías de diversas clases, pero especialmente con los árabes del norte de África, a los que nunca se han perdonado la paliza que los argelinos dieron a Francia a finales de los años cincuenta, como recuerda el drama La batalla de Argel. Cuán lejos parece todo hoy; en 1965 llevaba a mis novias del instituto a ver la película de Gillo Pontecorvo, entusiasmado por su visión revolucionaria. No parece haber sobrevivido nada de ese mundo. Cuánto de él permanecerá intacto en las cenizas del "cinturón rojo" no lo sé decir, pero no puede ser mucho.
A pesar del tono y los gritos que se levantarán contra los musulmanes de Francia como consecuencia de esta pesadilla, la verdad sobre la intolerancia francesa permanece. Un político francés declaraba que Turquía no debía entrar en Europa porque el segundo es un continente "cristiano". Aún así, Francia odia a los infames "fontaneros polacos", a quienes presuntamente se permite "robar empleos" a trabajadores franceses tanto como le desagradan los árabes y otros musulmanes — incluso aunque la familia inmigrante polaca asista sin duda a las reuniones católicas con mayor frecuencia que la familia francesa media, que ha sido adoctrinada en el secularismo compulsivo a lo largo de varias generaciones. Francia glorifica "su" resistencia anti-Nazi, que hasta el Día D de 1944 se componía casi por completo de judíos apátridas, refugiados republicanos españoles, armenios e incluso algunos revolucionarios árabes del norte de África — todos típicamente considerados "a-franceses". Ése fue otro pequeño secreto desagradable que aprendí de los franceses hace tanto tiempo en París. Ya sabía que la mayoría de los ciudadanos franceses había cooperado en la entrega de sus vecinos judíos y de otros "indeseables" a los Nazis.
Más recientemente, Francia denunciaba la liberación de Irak liderada por Estados Unidos, no lo olvidemos, de modo que el pretexto de las atrocidades terroristas del 11 de marzo en Madrid y el 7 de julio en Londres estuviera ausente cuando el "cinturón rojo" comenzaba a arder. Las voces demagogas que intentan echar la culpa de los disturbios franceses a la religión de Mahoma tendrán que ignorar que sólo dos semanas antes estallaban desórdenes sangrientos en la ciudad británica de Birmingham. Allí, en otro gueto europeo comunitario llamado Lozells, los negros del Caribe luchaban con los paquistaníes. Pero algunos, por supuesto, encontrarán un motivo para culpar de eso al islam también. Los caribeños afirmaban que una de sus mujeres jóvenes había sido violada en grupo por musulmanes, y acusaciones similares son divisa común entre los islamófobos franceses. Los fanáticos de los rumores y las críticas opinan, y la gente anónima y pobre muere.
Asistí recientemente a una conferencia en Varsovia, Polonia, que pretendía debatir los problemas de los musulmanes en Europa, pero que fue descarrilada por la propaganda de los apólogos islamistas, en su mayoría procedentes de Gran Bretaña, como describo aquí. De haber tenido ocasión, habría argumentado en Varsovia así: el islam se ha convertido en la mayor religión no cristiana practicada en Europa. Francia, Gran Bretaña y Alemania, las tres incluyen importantes comunidades musulmanas, compuestas de inmigrantes y sus descendientes. La mayoría de éstos son originarios, en Francia, de África del norte; en el caso británico, del subcontinente hindú; en Alemania, de Turquía.
Las relaciones musulmanas europeas con autoridades y vecinos no musulmanes se hacen más difíciles a causa de la penetración en las comunidades islámicas de la ideología fundamentalista procedente del norte de África, el subcontinente hindú y los estados del Golfo Árabe. Numerosos estudios y comentarios acerca de estos problemas se basan en la premisa de que el "islam inmigrante" de la primera y segunda generación se convertirá en la forma predominante de islam europeo, y lo continuará siendo durante un periodo considerable de tiempo hasta que tenga éxito el proceso de asimilación. Puesto que el islam no puede convertirse en europeo sin una directiva musulmana radicada en Europa, una segunda premisa sostiene que los gobiernos occidentales europeos tienen que intervenir directamente en las vidas colectivas de los creyentes, con el fin de permitir, animar y apoyar a un estrato moderado director. La controversia acerca de las libertades civiles, los valores culturales, y el vacío en el conocimiento occidental acerca del islam complicará profundamente este proceso.
Van a existir durante mucho tiempo medios alternativos para lograr la estabilidad en las relaciones entre musulmanes y no musulmanes europeos, posiblemente en cuestión de un corto período de tiempo, incluso en menos de una generación. Ello significará la legitimación y el apoyo por parte de los gobiernos europeos al islam nativo de los países de los Balcanes, especialmente de Bosnia Herzegovina y las zonas de habla albanesa, como centro espiritual y funcional del islam europeo. Que Sarajevo se convierta en el centro director del islam europeo en la práctica representaría un buen número de facetas ventajosas para Europa en general:
Los franceses y los británicos han ignorado deliberadamente muchas oportunidades de tratar racionalmente con los temas planteados por el Euro-islam. Si se hubieran dado cuenta, como nos dimos cuenta algunos de nosotros, de que una Bosnia próspera podrían ser el centro del islam moderado en Europa, y que ayudaría a desactivar el atractivo social del islam radical, habrían levantado Bosnia. No lo hicieron. Contribuyeron a la destrucción de Bosnia y después forzaron la entrega de Bosnia y Kosovo a la ONU, que ha permitido que las zonas musulmanas de los Balcanes degeneren en vertederos económicos de la labor humanitaria internacional. Afortunadamente para "la Europa cristiana" (un término que insulta groseramente a las víctimas del Holocausto, así como a las de las guerras de los Balcanes), los bosnios en particular han demostrado ser más estoicos que la nueva generación de jóvenes africanos negros y árabes de los suburbios parisinos.
Pero para enfatizar finalmente, la herencia francesa — que para mí no ha llegado a significar nada más que secularismo compulsivo, estatismo extremo y narcisismo extraordinario, y que vi de cerca por primera vez hace 26 años — puede haber comenzado a desaparecer en las llamas del otrora "cinturón rojo". ¿Qué la sustituirá? ¿Quién sabe? Parte de la "Europa cristiana" se me antoja intelectual, espiritual y moralmente muerta. Cómo deseo que no lo estuviese.
Stephen Schwartz (Suleiman Ahmed Schwartz) es musulmán sufí y director y fundador del Centro para el Pluralismo Islámico de Washington, la principal institución islámica moderada del mundo. Formado como periodista y escritor, es autor de "Las dos caras del islam" y columnista regular de la revista The Weekly Standard, el Globe & Mail canadiense y el diario mexcano La Reforma.
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