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La extraña atracción por el autoritarismo

La mentira y la verdad juegan el mismo partido. Se fomenta el miedo en las sociedades democráticas que parece que quieren refugiarse en líderes duros, en políticas radicales, en despreciar a los periodistas críticos…

Donald Trump será declarado candidato del partido republicano el próximo 15 de julio en la convención del partido. El día 11 de julio el juez de Nueva York dictará sentencia después de que el jurado de doce personas le declarara culpable de 34 delitos relacionados con las falsedades contables del pago a una actriz porno para comprar su silencio durante la campaña con la que dio el salto a la política.

Quedan otros juicios al ex presidente y próximo candidato a las elecciones presidenciales de noviembre. Se le va a juzgar por intentar revertir los resultados de las elecciones de 2020, por manipular el escrutinio en Georgia, por llevarse documentos clasificados a su club privado de Mar-a-Lago tras abandonar la Casa Blanca y por incitar el asalto violento al Congreso de Washington el 6 de enero de 2021.

Lo que era impensable en la democracia más estable del mundo está ocurriendo en este año electoral en el que un candidato convicto se enfrentará con un presidente en ejercicio, Joe Biden, que cumplirá 82 años el 20 de noviembre. Donald Trump alcanzará los 77 el próximo 14 de junio. Duelo de titanes entre dos personajes contrapuestos en el estilo y en el fondo de cómo hacer política.

A juzgar por los sondeos cada uno representa la mitad de un país que parece cansado de llevar la carga de la hegemonía de las democracias liberales. Donald Trump ha basado su carrera política en la mentira. El Washington Post le llegó a contabilizar unas tres mil falsedades en el primer mandato.

Sospecho que Trump no va a volver a ser presidente porque el pueblo americano sabrá distinguir entre un hombre que representa las emociones, el patriotismo matón, una extraña relación con los líderes autoritarios y un nacionalismo económico y político del país que ha hecho de la democracia su señal de identidad. El poder de las instituciones, con sus contrapesos respectivos, puede frenar en seco cualquier intento de romper las reglas de juego.

Pero las encuestas van en dirección opuesta. Y desde que se sentó en el banco de acusados en un tribunal de Nueva York su popularidad ha ido en aumento. Principalmente en aquellos estados marginales en los que el resultado podría decidir la presidencia. Nueva York y California votarán demócrata, como siempre. Pero Georgia, Pennsylvania, Michigan, Wisconsin, Arizona, Nevada y Carolina del Norte podrían inclinarse por cualquiera de los dos candidatos. Es en estos estados donde la popularidad de Trump aguanta.

Otro dato significativo es que desde que el jurado de Nueva York anunció el veredicto de culpabilidad, las donaciones a favor de la candidatura de Trump sumaron más de cincuenta millones de dólares.

Todos los imperios han pasado de una hegemonía incuestionable a un declive lento pero continuado hasta dejar de ser una potencia imprescindible tal como proclamaba Magdalene Albright como secretaria de Estado de Bill Clinton. Estados Unidos fueron los claros vencedores del siglo XX y siguen siendo la primera potencia mundial.

Pero una segunda victoria de Donald Trump en las elecciones de noviembre pondría a prueba el liderazgo norteamericano de las democracias liberales. Europa recibiría un duro golpe y las alianzas tejidas con Estados Unidos después de la II Guerra Mundial se debilitarían y en algunos casos podrían romperse. Las mentiras y las sentencias que caerán sobre Trump no le debilitan sino que le fortalecen frente a sus votantes que siguen adeptos a un estilo de hacer política que era desconocido en Washington.

Una cierta fascinación por el autoritarismo se está extendiendo por las democracias. Se percibe un cansancio de la pelea constante entre gobiernos y oposición que descalifica a la clase política. La mentira y la verdad juegan el mismo partido. Se fomenta el miedo en las sociedades democráticas que parece que quieren refugiarse en líderes duros, en políticas radicales, en despreciar a los periodistas críticos y en saltarse una vieja definición de Hannah Arendt de que “la política se basa en el hecho de la pluralidad de los hombres”.

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