América, Política

Los 100 días de Trump

Los primeros 100 días han demostrado a Trump, a Estados Unidos y al mundo los límites del populismo estadounidense.


Trump tiene razón en una cosa: la medida de los “primeros 100 días” que se utiliza para ponderar el arranque de una gestión presidencial es ridícula. La inventó F.D. Roosevelt, en 1933, en un discurso por radio en el que ni siquiera se refería a los primeros 100 días de su gobierno sino de una sesión especial del Congreso para poner en marcha, en plena Gran Depresión, el “New Deal”.

Pero ya que se ha hecho costumbre juzgar las presidencias a los 100 días, me pongo a jugar ese juego yo también. Aquí va.

Por lo pronto, sucede algo interesante con la forma en que el público está juzgando a Trump. Su aprobación, en promedio, está en 43%; su desaprobación supera esa cifra en 10 puntos. Es la más baja aprobación que registren muchas encuestadoras. Sin embargo -y esto es lo que los asesores electorales de Trump, como Kellyane Conway, observan con la minuciosidad de un entomólogo-, el 96% de quienes votaron por él dicen aprobarlo. Hay más: si las elecciones fueran mañana, le ganaría la partida a Hillary Clinton también en el voto popular.

¿Adónde voy con esto? Primero, a que en los tiempos extraños que vivimos, la popularidad de un presidente, es decir la simpatía o antipatía que despierte su estilo o su forma de conducirse, no es lo mismo que la disposición a votar por él. Segundo, a que la polarización de estos primeros meses, con escenas tumultuosas y hasta violentas, y unos enfrentamientos poco comunes en los medios, la academia y el Congreso, ha reforzado la base de Trump al mismo tiempo que le ha enajenado a un público que en otras circunstancias podría haber atraído por el beneficio de la duda o eso que llaman en inglés “goodwill” y que solemos traducir (mal) como “buena voluntad”.

Trump ha hecho cuatro cosas, y no más de cuatro, aunque el torbellino de sus primeros 100 días dé la sensación de un activismo febril.

Lo primero: ha nominado y obtenido la confirmación de un juez supremo, Neil Gorsuch, el sueño de todo presidente en los Estados Unidos porque esa instancia, la Corte Suprema, es donde acaban las grandes discusiones políticas, sociales y culturales del país. Trump tuvo la suerte de que había una plaza vacante que llenar y de que los senadores republicanos podían variar las reglas de juego para reducir el número de votos necesarios para la confirmación, de modo que le cupo cumplir lo que había sido una importante promesa de campaña.

Lo segundo: ha emitido un total de 32 “órdenes ejecutivas” (decretos presidenciales), el mayor número que haya firmado presidente alguno en sus primeros 100 días desde la Segunda Guerra Mundial. La mayoría están orientadas a reducir el peso regulatorio del Estado porque el presidente no tiene, en el ordenamiento constitucional estadounidense, iniciativa de gasto público, prerrogativa del Congreso. Otras apuntan a asuntos que ya veremos y han sido bloqueadas por la justicia.

Lo tercero: ha marcado su territorio en política exterior ante sus enemigos, contradiciendo el aislacionismo de su mensaje de campaña, con una combinación de tres cosas: el uso de la fuerza militar (misiles Tomahaw en Siria, la “madre de todas las bombas” en Afganistán), el despliegue de su musculatura naval y aérea (el portaaviones y los destructores enviados a la península coreana) y el empleo del desafío diplomático (anunciando la revisión del acuerdo nuclear con Irán).

Lo cuarto: ha enfriado su entusiasmo por Vladimir Putin, forzado por las acusaciones contra él y su equipo de parte de sus críticos. Le ha hecho ver que es capaz, si el momento político lo exige, de tratarlo como un adversario (el último episodio ha sido la filtración, sin duda autorizada por la Casa Blanca aunque las fuentes proviniesen del Pentágono, de información según la cual Moscú está enviando armas a los talibanes afganos que combaten al gobierno legal sostenido por la OTAN).

Más allá de estas acciones, o núcleos de actividad, presidenciales, podemos hablar de una rutina que sería normal en cualquier presidencia pero que en la de Trump ha resultado algo más excitante para los observadores. Por ejemplo, las reuniones con jefes de Estado o gobierno occidentales, y particularmente con el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, en las que emitió señales de que no estaba dispuesto, como se temía, a llevarse por delante el sistema de alianzas y de colaboración multilateral que conocemos como “orden mundial”.

Dicho esto, ¿qué es lo que Trump no ha conseguido y hubiera querido exhibir como logro de sus primeros 100 días? Dos cosas fundamentales para él y su base: de un lado, la política migratoria que busca reducir drásticamente o detener, según el caso, el ingreso de ciudadanos de países que la burocracia asocia con el terrorismo por los antecedentes de la última década y media; del otro, la liquidación de “Obamacare”, como se conoce a la reforma sanitaria con la cual su predecesor amplió, mediante mandatos y subvenciones, la cobertura del seguro médico en los Estados Unidos.

Lo primero fue bloqueado por distintos tribunales -en lugares tan distantes entre sí como Hawai, San Francisco y Maryland- y lo segundo se frustró no tanto por la oposición de los demócratas como por las resistencias del sector más conservador, en términos ideológicos, de la bancada republicana en el Congreso, agrupado en lo que se llama el “Freedom Caucus”. Es una facción que cuenta con unos 35 representantes.

Por último, ¿que iniciativa de envergadura está en marcha como para que Trump pueda exhibirla entre sus credenciales de los primeros 100 días aun si no ha sido todavía convalidada desde el punto de vista legislativo? Una muy sensible tanto para la base como para la representación conservadora: la reducción de impuestos. Al final de esta semana, Trump, con ayuda de su asesor económico principal, Gary Cohn, y del secretario del Tesoro, Steven Mnuchin, puso su plan sobre la mesa para que el Congreso lo debata en las semanas que vienen y decida si lo acepta o rechaza (en caso de aceptarlo, con seguridad será en una versión modificada, producto de una negociación intensa, detallada y desagradable, a la que el lenguaje político estadounidense llama “el proceso de fabricar salchichas”).

Trump pretende bajar el impuesto a las empresas de 35% a 15%, adoptar el sistema tributario territorial para no gravar las ganancias en el exterior, reducir el número de tramos impositivos, eliminar algunas deducciones y, en general, simplificar el código. El plan tendría pocos problemas para convencer a los republicanos, y por tanto para ser aprobado, si no fuera porque, tal como está, aumentaría el déficit fiscal, que ya es significativo, en un país en el que la deuda federal asciende al equivalente al 75% del PIB y en pocos años superará el 100%. Aun así, pocas cosas entusiasman más a la base republicana y Trump ha calculado bien el momento de su presentación. Lo ha anunciado al filo de cumplirse los 100 días para que, en lugar de decirse que no ha obtenido ninguna victoria legislativa en estos cerca de tres meses, se pueda argumentar que la parte que a él le corresponde está cumplida.

No puede descartarse que, ya cerrada esta edición, a la hora undécima, Trump anuncie también, junto con el presidente de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, que tiene lista una nueva iniciativa legislativa para liquidar “Obamacare” y que ésta, a diferencia de la anterior, cuenta con la aprobación del “Freedom Caucus”. La Casa Blanca, la jefatura de la Cámara de Representantes y el “Freedom Caucus” llevan días negociando alguna fórmula alternativa a la que fracasó y el equipo del presidente ha emitido señales de que están cerca de lograr un acuerdo.

Como se ve, ni la propuesta impositiva ni, si se llegara a cerrar el acuerdo, la sanitaria cuentan con garantía alguna, a estas alturas, de ser aprobadas en el Congreso. Pero lo que está en juego, en esta etapa, no es otra cosa que la imagen de la presidencia. Y Trump necesita a todas luces, para que la base lo perciba como el tipo que “drenó la ciénaga”, según su propia metáfora de campaña, demostrar que, a diferencia de los políticos que lo antecedieron y de los que pululan por Washington, él es un “hacedor”.

Este sería el balance “catastral” de los primeros 100 días. Pero, tratándose de un periodo corto, ese es, a pesar de lo que marca el calendario político y mediático, el balance menos significativo. Falta todavía demasiado pan por rebanar. Lo que importa es algo menos cuantificable pero más esencial: el balance institucional.

Ese balance arroja lo siguiente: los primeros 100 días han demostrado a Trump, a Estados Unidos y al mundo los límites del populismo estadounidense. Para decirlo de otro modo: han exhibido la grandeza de los Padres Fundadores de los Estados Unidos, que, a pesar de sus fallas históricas (no abolir la esclavitud fue la más grave de todas), produjeron un sistema constitucional y político lleno de anticuerpos que defienden al paciente contra el ataque de las enfermedades ideológicas.

No me refiero sólo a los Tribunales de Justicia sino al conjunto de factores, entre ellos el propio partido del presidente y el sector conservador que lo respaldó, que han gravitado sobre la presidencia de Trump en estos primeros meses para hacer eso que las instituciones formales e informales no pueden hacer, por ejemplo, en muchos países latinoamericanos cuando el populismo arremete. Pienso en que todos los factores juntos han tenido un efecto político que se resume en esta simple idea: Trump llegó al gobierno creyendo que podía empinarse por encima de las instituciones y de las convenciones culturales que sostienen a la república y 100 días después ya sabe que el voluntarismo sólo puede ser un provocador, pero nunca un sustituto o liquidador, de los contrapesos y frenos que la democracia ha puesto en su lugar para impedir que el caudillo haga de las suyas.

En distintos momentos de la vida republicana hubo presidentes que a fuerza de voluntarismo llevaron su intervención personal más allá de lo razonable o de lo que los Padres Fundadores habían previsto (el propio Roosevelt es un ejemplo de ello). También es cierto que otras instancias han forzado de tanto en tanto los límites (hay jueces que llevan su activismo adonde no deberían). Pero, hechas las sumas y restas, cuando la sombra alargada de un presidente amenaza con oscurecer demasiado la vida política e institucional del país, las instancias del Estado y la sociedad civil en su conjunto reaccionan. Por eso, el populismo estadounidense lo tiene infinitamente más difícil a la hora de moldear las instituciones y la sociedad a su antojo.

Este es, a mi modesto entender, el mayor logro de los primeros 100 días. Un logro que Trump no se propuso y del que jamás se jactaría.

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