No sé si los que rigen los gobiernos son los mejores, los más cultos o los más honestos. Pero son los que hay y es con ellos con quienes tenemos el deber y el derecho de exigir que no crucen lo que hoy se entiende como líneas rojas. Montesquieu, en el siglo XVIII, dio un consejo siempre pertinente: “Ningún poder sin límites puede ser legítimo”. La legitimidad no viene del origen ni de la finalidad sino de la fuerza en que se ejerce. Viene del hecho, observaba Tzevetan Todorov, del hecho de marcar límites y compartirlo con los demás.
La política no puede convertirse en un vertedero de acusaciones mutuas y mucho menos en un ejercicio de contradicciones constantes. Un consejo de un hombre sabio me ha servido siempre: del adversario y aún del enemigo aprovecha todas aquellas cosas que te parecen buenas y que pueden ser beneficiosas para los demás.
Los reproches al adversario político son tan antiguos como los relatos homéricos. Pero la fuerza de los hechos es más fuerte que la más brillante de las retóricas y aún de los insultos insustanciales. Lo que necesita esta época convulsa no es más convencidos irrefutables, una organización más científica o spin doctors muy cualificados. Se precisa, por el contrario, menos ardor mesiánico, más escepticismo culto, más respeto con las idiosincracias, medidas adecuadas más frecuentes para lograr los objetivos en un futuro previsible, más realismo y menos propaganda.
Se da la paradoja que el Partido Popular, en boca de Cuca Gamarra, ha criticado las medidas de Pedro Sánchez, que el mismo Núñez Feijóo había sugerido hace unos meses. La coherencia de Pedro Sánchez tampoco es para enmarcarla a tenor de las contradicciones que él mismo ha evidenciado desde la última semana de la campaña electoral hasta hoy.
Si las medidas sociales para atemperar las necesidades de los más frágiles son correctas, no cuesta nada reconocerlo. Tampoco hace falta recordar desde el gobierno que el Partido Popular lo habría hecho peor.
El reconocimiento de los errores es una de las grandes virtudes en política. La democracia, de hecho, no es sino un ejercicio de constante corrección hasta encontrar las soluciones menos malas. Un sistema de convivencia política no puede alimentarse desde el radicalismo. No es casual que tanto los extremistas de izquierda como los de derecha sospechen de la democracia incluso desde el punto de vista de sus ventajas y virtudes.
En política no se puede hacer todo si vulnera los principios básicos de la ética. La modernidad, según Zygmunt Bauman, nació bajo el signo de una confianza inédita: podemos conseguirlo y por lo tanto lo conseguiremos. Es decir, podemos refundar la condición humana y convertirla en algo mejor de lo que ha sido hasta ahora. Ya hubo quien quiso construir un pueblo perfecto y otros un hombre nuevo. Al final, todo es muy viejo. Lo que sí se puede hacer es respetar la dignidad de todos y hacer una sociedad más justa sin atropellar la libertad de nadie.