Política

México: Recaudacionitis

Roberto Salinas León argumenta que “Destinar más recursos de los contribuyentes a un aparato que gasta tan mal, con tan baja eficiencia, es contraproducente” y sugiere una reforma integral al gasto fiscal.

Roberto Salinas León
Parecería que la única justificación, o la justificación principal, de un proyecto de reforma fiscal integral es aumentar la recaudación tributaria. Así parecen decir los líderes empresariales, así parecen coincidir las voces de nuestra sabiduría convencional: elevar la recaudación, para que el gobierno tenga mayores recursos que erogar, para protegernos de una futura crisis fiscal, para fortalecer las arcas fiscales de cara a los compromisos que se tendrán que asumir en unos años.

Este es el síndrome de la “recaudacionitis.” Hay dos poderosas consideraciones en contra de la lógica recaudatoria. Si el gobierno quiere reformar la estructura fiscal, con el fin de poder gastar más, mejor que las cosas queden así (así de mal, cierto, pero así al fin y al cabo). Destinar más recursos de los contribuyentes a un aparato que gasta tan mal, con tan baja eficiencia, es contraproducente. Por eso, una reforma fiscal debe iniciar con una transformación del gasto público total —demostrando al consumidor fiscal, el causante de hoy, que la inversión tiene un retorno aceptable, transparente, comprobable.

Un segundo aspecto en contra de la “recuadacionitis” es que la razón de ser de una reforma fiscal integral no es aumentar la recaudación en sí, sino brindar las facilidades que permitan a las empresas, y a los mortales, operar como empresas, y como mortales, sin las horrorosas complicaciones que ambas instancias deben vivir dentro del laberinto tributario que tenemos en la actualidad.

La fórmula operante es que la tasa fiscal debe ser baja y sencilla. Precisamente por ello se había generado un entusiasmo general con la “promesa” de un impuesto único, al estilo Estonia, Irlanda o Hong Kong.

El proyecto de reforma que se contempla, si bien gradualista y conservador, corre el riesgo de generar consecuencias no intencionadas. Al dejar fuera la unificación del IVA, deja viva la figura del régimen preferencial —una complicación tributaria con altos costos de transacción, que además es fundamentalmente injusta, y que deja una gran cantidad de recursos fiscales potenciales sobre la mesa. Vaya, en aras de no ofender las sensibilidades políticas de la oposición, se acepta la diferenciación del impuesto al consumo, aun cuando por cada peso de reducción de impuesto a los que menos tienen por concepto de IVA, se debe cargar con una reducción de cuatro pesos, y hasta más, de reducción tributaria, a los que sí pueden pagar.

O sea, aceptamos un subsidio tributario profundamente injusto, sobre todo para los que menos tienen, ¡en nombre de la justicia fiscal!

Lo triste del caso es que, si el gobierno lograra subsidiar, por la vía del gasto, y con la anterioridad requerida, el aumento de una eventual unificación (digamos, por medio de la colocación de un bono de deuda especial, o una operación de factoraje fiscal), podría así otorgar a cada ciudadano el equivalente a dos pesos por cada peso adicional que se vaya a erogar por concepto de impuesto al consumo uniforme. Con ello, los que menos tienen, los que hoy no pueden pagar, tendrían el beneficio de un subsidio ex ante, mientras que los que así pueden, y deben, pagar, estarían pagando dos pesos adicionales, y hasta mas.

Por cierto, bajo este esquema más justo, más sencillo, como consecuencia sólo de carácter secundario, se elevaría la recaudación en forma significativa.

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