Una de las obsesiones de los escritores independientes y liberales del siglo pasado –desde George Orwell hasta Arthur Koestler pasando por Albert Camus y George Steiner– fue la idea de enfrentarse con el tejido de mentiras que construyeron los totalitarismos del nazismo y el comunismo estalinista. En Alemania, quienes rechazaban la superioridad de la raza aria eran apartados, encarcelados o eliminados. En la Unión Soviética, los que no se adherían al ideal del hombre nuevo eran purgados, asesinados o enviados a los gulags siberianos.
Anne Applebaum, en su ensayo El ocaso de la democracia, se refiere a las estrategias de estos dos totalitarismos para mantener a los pueblos identificados con sistemas que habían machacado la libertad. La propaganda exigía lealtad al partido o al líder, a las camisas azules, pardas o negras, se desfilaba con uniformes y se organizaban manifestaciones nocturnas con antorchas ardiendo por las ciudades. Se sofisticaron los sistemas de la propaganda y del terror policial para erradicar la disidencia y la crítica silenciosa o implícita.
Hoy ya no existe una gran mentira ideológica como las que surgieron hace un siglo en Europa. Hay pequeñas mentiras troceadas, sectoriales, aparentemente insignificantes, que no se imponen con o por la violencia de las policías del terror sino que penetran en el imaginario colectivo a través de mensajes sutiles, casi ridículos. En la campaña del Brexit tuvo un gran impacto, por ejemplo, la noticia repetida en el momento oportuno de que los burócratas de Bruselas iban a prohibir los clásicos autobuses rojos de dos pisos que circularan por las calles de Londres.
El lenguaje ha acompañado los cambios políticos y sociales a lo largo de los tiempos. Hoy pocos hablan de dictaduras o tiranías. Se suele calificar a Xi Jinping de autoritario, a Putin de militarista imperial y al norcoreano Kim Jong Un de estrafalario que solo viaja en tren y que lanza cohetes nucleares cada dos por tres en alguna parte del Pacífico.
No son considerados dictadores que niegan la libertad a sus pueblos sino hombres fuertes, autoritarios, que mantienen el poder al precio que sea. Se sirven de unas élites de burócratas dóciles y eficientes, de poderosos medios de comunicación públicos, con jueces afines y, en muchos casos, manteniendo el control de grandes empresas estratégicas.
El autoritarismo es propio de líderes o de sistemas que no pueden tolerar la complejidad de la vida en libertad. No se sabe cómo quedará el mapa político al terminar este año en el que viviremos elecciones en la Unión Europea, India, México, Estados Unidos, Corea del Sur, Reino Unido, Rusia y muchos más países.
El peligro de primar el orden y la eficacia sobre las libertades y los derechos humanos está siempre presente. También en las democracias más estables y duraderas como Estados Unidos, donde parte del debate no se libra en poner en juego las múltiples y diferentes opiniones de los norteamericanos, sino en el manejo de realidades alternativas que no tienen en cuenta la verosimilitud de los hechos. Cuando el gran público no sabe o no puede distinguir entre las teorías conspirativas y las realidades comprobables es que la verdad fragmentada, o sea, la mentira, ha penetrado en la mente de amplias mayorías. Por eso pienso que la sociedad del futuro se dividirá entre los bien informados con criterio propio y los indefensos al estar intoxicados por la multiplicación de noticias falsas.
Publicado en La Vanguardia el 10 de enero de 2024