No se instalan en los sitios más estudiados, sino en aquellas zonas más despobladas en las que la tierra es más barata y la capacidad de reacción ciudadana tiene menos impacto en las decisiones políticas.
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Martes, 12 de noviembre 2024
La energía agroalimentaria es tanto o más importante que las energías renovables.
No se instalan en los sitios más estudiados, sino en aquellas zonas más despobladas en las que la tierra es más barata y la capacidad de reacción ciudadana tiene menos impacto en las decisiones políticas.
La guerra de Putin contra Ucrania ha sacudido Europa de muchas maneras. No es una guerra lejana por el hecho de que no hay soldados europeos batiéndose en los frentes. Estamos en guerra contra una potencia energética ante la que Alemania y buena parte de Europa habían entregado el grifo del suministro de gas y petróleo. Putin pensó que Europa no reaccionaría porque no era sostenible en energía. Se equivocó. Pero también fue un error de los gobiernos alemanes, desde Schröder hasta Merkel, el entregar a Rusia la dependencia del gas imprescindible para hacer funcionar la industria y superar los inviernos.
Las secuelas de la guerra llegan también a nuestra cesta de la compra, están reformulando la política de defensa y obligan a acelerar la creación de energía propia de forma rápida sin tener en cuenta cómo, dónde y en qué condiciones se instalan los inmensos parques eólicos y fotovoltaicos que cambian el paisaje de tierras cultivadas desde hace siglos y que constituyen la despensa agroalimentaria para subsistir en tiempos normales y en épocas de crisis.
El Gobierno ha presentado el borrador a Bruselas para que las energías renovables generen en el 2030 un 81% de la electricidad. Hay un dato interesante: el plan supone una inversión de 294.000 millones, de los que el 85% es inversión privada y el 15% pública. La presión es grande.
No intento defender el arado frente a los molinos de viento o las placas fotovoltaicas, que solamente en Catalunya ocuparán 15.000 nuevas hectáreas. Lo que me parece precipitado es que todo ello se haga sin consultar a la Catalunya vaciada, sin que se conozcan los estudios de impacto ambiental y sin que se sepa la implicación de las empresas multinacionales en el mantenimiento de una cierta calidad de vida en la ruralidad.
No se instalan en los sitios más estudiados, sino en aquellas zonas más despobladas en las que la tierra es más barata y la capacidad de reacción ciudadana tiene menos impacto en las decisiones políticas. El argumento más lógico es que si una tierra produce energía agroalimentaria, básica, puesto que todos comemos cada día, no tiene sentido vaciar más los pueblos con la siembra de hectáreas de hierros que aumentarán el calentamiento local y global. Se está reduciendo peligrosamente la soberanía alimentaria europea.
Publicado en La Vanguardia el 30 de junio de 2023
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