El modelo europeo se puede venir abajo si sigue aumentando la deuda pública, si no se controla el coste del Estado de bienestar, si disminuye la productividad y si se acelera el desprecio al diferente y al forastero.
La idea de que el mundo vive un cambio de rasante de dimensiones desconocidas es compartida por muchos. Es en Europa y Estados Unidos donde se ha instalado el sentimiento del declive y de la inevitabilidad de la derrota ante los poderes emergentes que tienen más fuerza aunque no tengan ni libertad ni democracia. China es un modelo y Rusia, un peligro. Esas dos potencias hacen temblar la siempre frágil hegemonía occidental.
El atentado contra Donald Trump debería servir para temperar los ánimos y ahuyentar el odio y el rencor de los siempre controvertidos debates en las sociedades democráticas. Esparta ganó a Atenas hace veinticinco siglos, pero el mensaje político y cultural que ha perdurado ha sido el de la libertad del ágora ateniense.
Cuando Kennedy fue asesinado en 1963 parecía que Estados Unidos entraba en la confusión y el caos. Siguió adelante y hasta hoy ha sido y es la primera potencia global. Reagan llevaba setenta días como presidente el día en que un pistolero le pegó cuatro tiros al salir de una reunión en un hotel de la avenida Connecticut de Washington. Casualidades de la vida de este oficio tan interesante hicieron que contemplara en directo, desde la ventana de un hotel de enfrente, el intento de asesinar al presidente.
Ha habido muchos magnicidios en la historia. En España han sido asesinados cinco primeros ministros desde que el general Joan Prim Prats fue víctima de una bomba arrojada sobre su carruaje en una calle madrileña en vísperas de que llegara Amadeo de Saboya, que él mismo había invitado para suceder a Isabel II, que había huido desprestigiada y odiada.
A finales del siglo XIX y comienzos del XX fueron muchos los asesinatos regios o de políticos de gran relieve. El anarquismo llegó a ser una forma frecuente de hacer política. El asesinato del archiduque Francisco Fernando precipitó la Gran Guerra de 1914 y el líder socialista francés Jean Jaurès fue asesinado tres días después de haber empezado aquel conflicto.
Vivimos tiempos convulsos y de cambios que nos cuestan digerir. En Europa venimos de un largo periodo de estabilidad, libertad y paz social con pocos precedentes si tenemos en cuenta que lo natural, antes y después de la paz de Westfalia de 1648, había sido la guerra como instrumento frecuente para dirimir los conflictos entre reinos, naciones y estados.
El éxito de los últimos ochenta años en Europa no ha sido solamente económico y político, sino de civilización. Contra los que sostienen la teoría del declive imparable de Occidente, conviene recordar que los obituarios de Europa y Estados Unidos se escriben regularmente cada generación. El del alemán Oswald Spengler con su La decadencia de Occidente sembró un pesimismo justificado en las generaciones de entreguerras.
Es muy discutible el concepto tan extendido de que los sistemas autoritarios pero eficaces utilizando las técnicas básicas del capitalismo marcan la tendencia del momento. Putin puede enviar a cientos de miles de soldados a Ucrania castigando con severas penas de cárcel a los que disienten. Más de dos años de guerra y el frente del Dniéper sigue estancado. El imperialismo chino es básicamente económico y comercial aunque condicione las políticas allí donde invierte con desmesura. La poderosa India es un tigre que el nacionalismo de Modi no ha domesticado del todo.
El modelo europeo se puede venir abajo si sigue aumentando la deuda pública, si no se controla el coste del Estado de bienestar, si disminuye la productividad y si se acelera el desprecio al diferente y al forastero. Y luego viene la bomba demográfica, que es una de las causas profundas de las crisis en las democracias. En 1914, los europeos eran la cuarta parte de la población mundial y hoy son la décima parte. Las urbes envejecen y los campos se vacían. La ciudad se come a los pueblos con el peligro de graves indigestiones sociales.
La tecnología y las multinacionales invierten en las zonas más deterioradas. África y América Latina exportan personas cambiando el semblante social de los países adonde llegan. No son percibidos como una corrección de la curva demográfica o para sostener nuestro sistema productivo, sino como un peligro a nuestro estilo de vida. Los necesitamos, pero no los queremos. Esta es la gran paradoja que perturba a Occidente. En vez de trabajar para su integración política y cultural los utilizamos como pretexto para agitar nuestros fantasmas identitarios, que no son históricas fotos fijas.
Publicado en La Vanguardia el 17 de julio de 2024
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