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Bomberos que incendian, correlato con una obra de Ray Bradbury

El estudio y el conocimiento son enemigos de los demagogos y megalómanos porque provocan cuestionamientos y crean inconformistas

INFOBAE – Antes he escrito sobre este tan imaginativo autor pero ahora lo vuelvo a hacer ya que puede establecerse un paralelo estrecho de su obra cumbre con lo que en gran medida viene ocurriendo en nuestro planeta. Se trata desde luego de Fahrenheit 451, que fue parida en 1950 y desde entonces no han parado de sucederse nuevas ediciones en múltiples lenguas.

En esta obra se consignan los enormes peligros y las consecuencias de la censura y el bloqueo que genera el autoritarismo a toda manifestación por indagar intelectualmente en lugar de proceder como el rebaño. Se trata de un bombero que, de acuerdo con las directivas del departamento respectivo, estaba dedicado a quemar libros. Hay aquí una ajustada correlación con los aparatos estatales: en lugar de proteger y garantizar los derechos de la gente, los agrede, persigue y usa la fuerza para arrancar rentas, es decir, bomberos que incendian.

Por todos lados hoy, en unos lugares más y en otros menos, los gobiernos se han convertido en tremendos esperpentos que aniquilan a quienes están supuestos de amparar en sus derechos que son anteriores y superiores a la misma existencia de los aparatos estatales. Así establecen cargas fiscales con la idea que el contribuyente es una especie de limonero que hay que exprimir al máximo sin exterminar la planta por la sola razón que de ese modo no dará más frutos. En este contexto incluso se desconoce la Curva Laffer en el sentido que a menos presión fiscal, mayor recaudación.

Como las manipulaciones monetarias no alcanzan y los impuestos están siempre en el límite resulta que la decisión es endeudar a los ciudadanos, es decir, vivir de ingresos futuros que como se ha hecho notar a partir de Thomas Jefferson ese procedimiento compromete compulsivamente patrimonios de futuras generaciones que no han participado en el proceso electoral para elegir al gobernante que contrajo de deuda, por lo que la deuda pública se convierte en incompatible con la democracia tal como, entre otros, ha señalado el premio Nobel en economía James Buchanan.

En la primera línea del primer capítulo del referido libro de Bradbury se lee que “Era un placer quemar”. La mujer del bombero representa a las mil maravillas el atolondramiento de la sociedad moderna con una radio conectada a sus oídos a través de una extensión (hoy diríamos auriculares) en los que permanentemente se deja invadir por otras voces porque no existe la propia en una manifestación de autismo superlativo que solo interrumpe para presenciar frivolidades televisivas y quien requiere de dosis crecientes de pastillas para dormir en el contexto de un matrimonio gélido y, por ende, inexistente.

Se consigna en el libro el siguiente razonamiento: “Usted debe entender que nuestra civilización es tan vasta que no podemos contar con minorías disconformes y agitadoras […] ¿Qué quieren en este país antes que nada? […] ¿No los mantenemos en movimiento? ¿No les ofrecemos entretenimientos? Es eso por lo que vivimos”. Este es el discurso de los autoritarios que ansían poder a costa de la gente. En esta línea argumental, nos dice el narrador de Bradbury que nada más peligroso que el conocimiento. De allí la quema de libros que se ha sucedido literal o figurativamente en distintos momentos de la historia. La censuras de libros es la característica central de los nacionalsocialismos, los comunismos y toda la caterva de imitadores. Es por ello que Jorge Luis Borges ha escrito que la manía de los gobiernos es “construir murallas y quemar libros”.

El hecho es que el bombero en cuestión queda muy impresionado con que la dueña de una biblioteca opta por dejarse envolver en las llamas junto a sus libros. También le taladra la cabeza el recapitular sobre lo que le escuchó decir a su jefe respecto al titular de una biblioteca: “lo arrastraron al asilo gritando” ya que “cualquier hombre que considera que puede engañar al gobierno está insano”.

En esta historia truculenta, el incendiario, luego de diez años de quemar testimonios de la humanidad, se encuentra con una joven que lo deja meditando con solo dos preguntas que lo perturban y lo dejan confundido: “¿nunca ha leído algunos de los libros que incendia?”. A lo que el bombero, fruto de un exacerbado servilismo, instintivamente exclama “¡eso es contra la ley!” (afirmación que luego reconsiderará). La segunda pregunta de la joven lo termina por desconcertar, un interrogante con apariencia de inocencia: “¿es usted feliz?” (más tarde le otorgará el peso que tiene en cuanto a que este concepto sólo está presente en los seres humanos). Finalmente, la interlocutora destaca que el olor a kerosene con que se agitan las llamas “no se elimina nunca” del alma de los biblioclastas.

En otro de los encuentros la joven enfatiza dos aspectos adicionales de la vida que también dejan inquieto al bombero. En primer lugar el valor del pensamiento que se alimenta con la lectura y, en segundo término, la errada noción de las actividades sociales que se considera que muchas veces existen y se alimentan con el solo retumbar del tartamudeo de lugares comunes en lugar del fecundo intercambio de reflexiones y cuestionamientos que nacen de la curiosidad por el conocimiento.

Otras dos reuniones son decisivas para el cambio de actitud de uno de los asesinos de la memoria: un ex profesor que juiciosamente elabora sobre la trascendencia de los libros como la sangre vital de la cultura y la importancia de darse tiempo para digerirlos, en lugar de dejarse llevar por lo que impone la autoridad y enfrascarse en distracciones frívolas. Asimismo, le impresiona el esfuerzo de una asociación literaria cuyos integrantes memorizan los contenidos de los libros antes que los extermine el fuego de modo inmisericorde.

Todo esto hace recapacitar al personaje de la obra quien finalmente comienza a leer libros y a guardarlos secretamente en su casa por lo que es denunciado. A diferencia de otras conocidas novelas donde queda plasmado el espíritu autoritario, ésta termina con el resurgimiento del individuo frente a la tropa colectivista e indiferenciada. Es de gran importancia percatarse de los peligros que pone de manifiesto Bradbury en este magnífico trabajo que constituye una señal de alarma para lo que viene ocurriendo de un tiempo a esta parte. Es de esperar que también los pasos que viene dando la humanidad tengan un desenvolvimiento feliz como ocurre en esta suculenta novela.

La censura del alma es el asesinato del ser humano. De allí es que todos los liberales de los más recónditos rincones del planeta siempre le han atribuido la prelación que se merece a la libertad de pensamiento y su correlativa libertad de expresión y prensa tan vilipendiada por todos los autócratas bajo las más variadas máscaras y pretextos.

En última instancia, la cesura procede de un grave complejo de inferioridad. Es el miedo al conocimiento que tarde o temprano pone al descubrimiento la ignorancia supina en la que se basan los ingenieros sociales, que si nada se les interpone en el camino se perpetúan en el poder al efecto de manejar las vidas y haciendas del prójimo como les venga en gana.

La participación estatal en los negocios del papel, las pretendidas interferencias en Internet y en las redes, las agencias estatales de noticias, el sistema de concesiones gubernamentales del espectro electromagnético, las cargas fiscales a libros importados, las trasnochadas figuras como las del “desacato” y similares son todos pasos en dirección al estrangulamiento de la libertad de expresión.

Como se ha destacado tantas veces, los Padres Fundadores estadounidenses han dicho y repetido que “el precio de la libertad es su eterna vigilancia” y, como hemos apuntado una y otra vez Alexis de Tocqueville ha sentenciado que el dar por sentada la libertad se convierte en un momento fatal. El horripilante relato de Bradbury pone al descubierto el tema de nuestro tiempo que no debe ser menospreciado sino atendido por todos los que se consideran hombres libres.

Se trata entonces de estudiar y difundir los valores y principios de la sociedad abierta y no meramente declamar. Esteban Echeverría precisó la idea en su célebre primera lectura en el Salón Literario, en 1837, en pleno corazón del barrio de San Telmo, en Buenos Aires: “No nos basta el entusiasmo y la buena fe; necesitamos mucho estudio y reflexión, mucho trabajo y constancia”.

Una manera de ilustrar sobre la importancia crucial que los bomberos apaguen incendios y no se dediquen a incendiar ha sido lo ocurrido en tierras argentinas desde que se abandonó el caudillaje autoritario cuando se promulgó la Constitución de 1853 basada en el ideario liberal alberdiano que convirtió a nuestro país en la admiración del mundo civilizado por el notabilísimo progreso moral y material de sus habitantes muchos de ellos recién llegados de países lejanos en condiciones de gran pobreza, hasta que lamentablemente retornamos a la barbarie del estatismo empobrecedor más de siete décadas después, donde lamentablemente nos encontramos en la actualidad…otra vez bomberos que incendian.

Para cerrar esta nota periodística, eventualmente también puede servir a modo de ilustración desde otra perspectiva del debate de ideas que subyace en uno de los tantos temas vinculados a las virtudes de la sociedad abierta, la injustificada crítica de John Nash -otro premio Nobel- a Adam Smith por la figura de su “mano invisible” afirmando que muchas veces cada uno en libertad persiguiendo su interés personal no logra beneficios mutuos sino conflictos. Para simplificar el asunto ilustremos con el caso del uso (y abuso) del ganado por parte de varios usufructuarios que tienen la hacienda en común. No se suscita problema alguno si se asignan y respetan derechos de propiedad. Solo ocurre el conflicto si la propiedad es de todos en cuyo caso inexorablemente aparece la tan contundente “tragedia de los comunes”. Por otra parte, se ha puesto como ejemplo de la “descoordinación” sugerida por Nash la crisis del antes aludido endeudamiento que hoy padece buena parte del mundo, pero como queda dicho no se debe a “fallas de mercado” puesto que la referida deuda pública es compulsivamente contraída por aparatos estatales y no en interés de las partes contratantes en libertad. Donde hay lesiones de derechos la naturaleza del cuadro de situación es radicalmente distinta ya que la tensión no es el resultado de operar en el contexto de los marcos institucionales que requiere el proceso de mercado. Cuando los bomberos incendian no hay salvataje posible como no sea machacar con la necesidad de contar con marcos institucionales sólidos que imposibiliten las nefastas tareas de los incendiarios.

Junto a Crónicas marcianas en la que Bradbury hace ejercicios muy fértiles de “lateral thinking” a través de episodios como el comentario de protagonistas en el sentido de que no se puede vivir en la Tierra “debido a que hay oxígeno”, la obra que venimos comentando se destaca no solo por su ingenio y la avezada pluma del autor sino, como decimos, por su actualidad. Bomberos que incendian es la mejor ilustración respecto a los teóricamente encargados de velar por los derechos de la gente que en verdad aniquilan.

El “pan y circo” viene desde hace tiempo como una trampa mortal de gobernantes para domesticar y mantener a sus súbitos distraídos. El estudio y el conocimiento son enemigos de los demagogos y megalómanos porque provocan cuestionamientos y crean inconformistas que son los más peligrosos para los autócratas. Ray Bradbury nos ayuda a masticar y digerir sucesos de nuestro atribulado mundo de hoy al efecto de dejar atrás la perversa manía de gobernantes abusadores: los bomberos que incendian.

Libertad y Progreso

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