Destruir las Cruces
Desde hace un cierto tiempo, ¿meses, años?, estamos asistiendo en nuestro país a un fenómeno que no deja de llamar la atención: la obsesión de algunos alcaldes por derribar Cruces que han estado erguidas en algún lugar de las calles de su pueblo, desde hace más de 20, 30, 50, 100 años. Cruces, todas, sin Crucificado. La Cruz es un recuerdo de un hecho histórico, la muerte de Nuestro Señor Jesucristo, y de su Resurrección. En un cierto sentido, el recuerdo de la muerte redentora del pecado de los hombres; y a la vez, vencida la muerte, el anuncio de la Vida Eterna. Aunque un buen número de esos alcaldes quieren derribar y destrozar las cruces con el pretexto de que son recuerdo de la guerra civil; la razón no parece muy seria. Marcar con un sentido político la Cruz de Cristo, a estas alturas, carece de toda razón, no es más que un banal prejuicio ideológico. El querer tirar al suelo esas cruces, manifiesta de entrada, que la presencia de la Cruz no deja indiferente ni siquiera al más empedernido enemigo de Cristo. Y es interesante constatar que tampoco deja indiferentes a muchos que, sin llegar a llamarse ateos, se declaran agnósticos e indiferentes a la religión. De alguna manera, y por caminos muy personales, la Cruz puede despertar en el espíritu de algunas personas la conciencia del Pecado. “A Ese también lo hemos matado nosotros. Que no me moleste más este recuerdo: quitémosla de en medio”, puede pensar. E inmediatamente añadir: voy a destrozar la cruz, y así ya no me acuerdo más de mis pecados. Repiten en su interior, y de alguna manera, las escenas del Calvario. Gente semejante, gritaban al Crucificado: “Si eres hijo de Dios, bájate de la cruz y creeremos en ti”.