La cultura postmoderna se derrumba
Quizá es pronto para afirmarlo, pero mi sensación es que la invasión de Ucrania por el ejército ruso es un gran punto de inflexión, a partir del cual la realidad del mundo no puede verse de la misma manera que antes. Pienso que da la puntilla a los restos de la postmodernidad mediante la recuperación de valores absolutos, como el que recogía días pasados el editor digital de The Economist, que comenta semanalmente los mensajes que llegan a la redacción: invadir un estado soberano porque no te gusta el gobierno elegido democráticamente está completamente injustificado. No hay excepción: es un valor adquirido, pero absoluto. No todo vale en un sistema democrático, ni todo se justifica apelando a la mera soberanía popular. Porque la democracia se sostiene justamente porque admite su fundamento en valores éticos y jurídicos que dan sentido a los principios y preceptos constitucionales, y al ordenamiento jurídico. El pluralismo político es consecuencia de la libertad y del diálogo, no del relativismo que aboca al nihilismo y a la destrucción. Ciertamente, quedaría más nítido si fuera acompañado, en el caso de Rusia y Ucrania, de la unanimidad de los cristianos. La división sigue provocando escándalos y es causa de la dilatación del movimiento ecumenista. Históricamente, en resumen quizá burdo, la jerarquía de las iglesias orientales ha influido y dependido mucho de la autoridad civil. Se explicaría así la tensión, agudizada estos días, entre los patriarcas de Moscú y Kiev. Ojalá sean escuchadas las palabras de paz y unidad que llegan desde Roma, y bendecidas por la consagración al Corazón de María, Reina de la Paz. Espero que nadie dé ya pábulo a las grotescas denuncias de nazificación que lanzan desde Moscú contra el pueblo ucraniano. Recuerdan aquello de Allan Bloom en su Cierre de la mente americana de los años ochenta: a falta de héroes y modelos, quedaba Hitler como único y supremo mal, encarnación casi diabólica de toda intolerancia.