Para entender cómo funcionan los cárteles de drogas, hay que considerar esa industria como una de tantas que lidian con los problemas de cualquier negocio –cómo contratar al mejor personal, qué hacer ante la competencia, etc.
Eso se propone Tom Wainwright en su nuevo libro sobre la narcoeconomía (“Narconomics”). “Políticas regulatorias que en el mundo ordinario de negocios hubieran sido descartadas por su ineficacia se han permitido perdurar por años en el mundo antinarcótico”, dice el autor, quien fue corresponsal en México de la revista británica “The Economist”.
Da un ejemplo de los países andinos. La lucha por el lado de la oferta para reducir el consumo de drogas es absolutamente inútil. El costo de la hoja de coca es tan ínfimo en comparación con el precio astronómico de la cocaína en los países consumidores, que incluso si la intervención en Sudamérica llegara a duplicar el precio de la coca, tendría un impacto casi imperceptible para el consumidor en Estados Unidos o Europa.
Estoy en el estado mexicano de Sonora estos días. Los empresarios de acá me cuentan que recientemente hubo una ejecución de varias personas en la cercana Ciudad Obregón, supuestamente un ajuste de cuentas entre narcotraficantes. Me confirman lo que observa Wainwright: el nivel de violencia en México tiende a ser más alto en los estados fronterizos con EE.UU. y aquellos que tienen puertos importantes. Los traficantes se pelean por controlar esas pocas puertas de entrada y salida. Dado que las restricciones a la oferta casi no tienen impacto sobre el consumo, el autor recomienda abrir más puntos de entrada en la frontera norteña. Eso por lo menos reduciría la violencia de manera notable.
Reclutar a trabajadores en una industria ilícita es un reto porque se trata de trabajos poco calificados que requieren disciplina y un alto nivel de confianza. Las prisiones de América Latina han facilitado la vida a los narcotraficantes, ya que se han convertido en verdaderas escuelas del negocio donde se reúnen quienes tienen la mayor experiencia con quienes se interesan por las actividades ilegales. Allí también se refuerzan las pandillas que requieren que sus miembros se apliquen tatuajes conspicuos para reducir la peligrosa posibilidad de que dejen la organización.
Hace más de una década, República Dominicana implementó una reforma penitenciaria que recomienda Wainwright. Ese país tiene cárceles donde se separan a los líderes pandilleros de los demás presos, se internan a menos criminales y se les da trabajos legítimos a los reos, a quienes además se les permite quedarse con un porcentaje de las ganancias que comparten con sus familias. Todo esto reduce la dependencia del preso con las pandillas y los mantiene en contacto con el mundo legítimo exterior. Bajo el nuevo sistema, solo un 3% de los que salen de la prisión vuelve a cometer crímenes, mientras que la reincidencia era, en cambio, 50% bajo el viejo sistema.
Wainwright describe cómo cayó el homicidio en dos tercios en El Salvador cuando las maras (pandillas) pactaron una tregua en el 2012 en vista de que así podían coludir en el mercado nacional –cosa que se deshizo cuando el siguiente presidente retiró su apoyo y volvió a subir la violencia–. Describe también cómo los cárteles practican la responsabilidad social corporativa (donaciones a iglesias, servicios públicos) para mantener cierto apoyo dentro de la población y cómo la nueva competencia de la legalización de la marihuana en partes de EE.UU. ya les está quitando bastante negocio. Predice que cuando se legalice completamente, las empresas estadounidenses de marihuana se mudarán a México para exportar a EE.UU. Eso sería un mundo más civilizado.
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