Oriente Próximo, Política

El conflicto del odio

En el comunicado de la organización que se atribuyó el atentado se afirmaba que el objetivo de la matanza eran los cristianos. Era el día de Pascua y numerosos fieles se trasladaron al parque para celebrar la festividad.

Si la propia vida puede ser sacrifi­cada voluntariamente por una causa, la lógica se puede aplicar también a la vida de los otros, que puede ser eliminada si sirve al mismo objetivo. La ­estrategia de las bombas humanas ha cambiado la relación de fuerzas en el escenario de las tensiones y conflictos globales. Ya no hay campos de batalla ni trincheras. Los ­estados mayores no avanzan desde la re­taguardia hacia el lugar de los enfrentamientos, sino que analizan los acontecimientos desde despachos lejanos leyendo datos que llegan a los encriptados centros de inteligencia.

Los gobiernos no pueden garantizar la seguridad de los ciudadanos porque no controlan a los enemigos de fuera ni a los que conviven dentro. No se movilizan fuerzas clásicas exhibiendo armas, misiles o cañones. Aquellos desfiles militares en la plaza Roja de Moscú o en los regímenes autocráticos del mundo árabe ya no tienen sentido. No sirven de ­nada.

Se movilizan los odios que salen de mentes que los fabrican conceptualmente y los distribuyen a células que operan con toda normalidad en las sociedades musulmanas y occidentales. El jueves pasado un suicida se hizo explotar en un campo de fútbol de Bagdad y causó la muerte a más de cuarenta aficionados que seguían el partido desde las gradas. Poca información ha llegado a Occidente de aquella matanza.

Tres días después otro suicida estalló en un parque de Lahore (Pakistán) y causó la muerte a más de setenta personas. En el comunicado de la organización que se atribuyó el atentado se afirmaba que el objetivo de la matanza eran los cristianos. Era el día de Pascua y numerosos fieles se trasladaron al parque para celebrar la festividad. Murieron unos treinta niños y también muchos musulmanes que pasaban el día en aquel parque de la ciudad de Punjab.

Lahore fue la gran capital del noroeste de la colonia de India. Allí pasó su infancia Rudyard Kipling, autor de la novela Kim e ideólogo del colonialismo del siglo XIX con aquella expresión que hoy sería insostenible de “la carga del hombre blanco”. La gran mezquita de Lahore fue en su día la más grande del mundo y el fuerte de la ciudad es un monumento de la humanidad.

Pakistán es uno de los países más complejos del mundo. Con casi doscientos millones de habitantes tiene un contencioso abierto con India por el dominio de los territorios de Cachemira y por haber sido creado con criterios estrictamente religiosos cuando se produjo la independencia de India siendo virrey lord Mountbatten. El traslado de unos cuarenta millones de musulmanes de India a lo que después sería Pakistán occidental fue la emigración más masiva del siglo pasado. Los cristianos son más de dos millones y pertenecen a las clases sociales más desfavorecidas. En el año 2013 un ataque suicida en una iglesia de Peshawar, cerca de la frontera con Afganistán, causó la muerte de 127 cristianos, convirtiéndose en el ataque con más víctimas de la minoría cristiana del país.

La siniestra novedad de la guerra promovida por grupos muy organizados que pueden golpear en cualquier parte del mundo es que no tiene como objetivo conquistar territorios, sino provocar el temor y el horror en las mentes de quienes no comparten sus fanatismos.

Uno de los objetivos principales del Estado Islámico, Al Qaeda o las otras franquicias terroristas es lo que representa la civilización occidental. Reclutan a miles de jóvenes para ir a la muerte matando. Esparcen células del terror en muchas capitales europeas y las man­tienen activas o dormidas, según convenga a quienes dan las instrucciones para matar indiscriminadamente.

La internacionalización del terrorismo causa miles de muertes al año. Los atentados que golpean a ciudades occidentales alcanzan un gran relieve informativo. Pero los que sacuden a entornos musulmanes nos llegan difuminados. Las primeras y más numerosas víctimas de esta multinacional del odio son los musulmanes que mueren bajo la bombas de sus correligionarios. La responsabilidad de los atentados es de quienes matan. Occidente puede tener su parte de responsabilidad en las gestiones de los protectorados coloniales del siglo pasado y en las guerras innecesarias impulsadas en los últimos quince años. Pero nada puede justificar el asesinato de personas inocentes por cuestiones arrastradas por la historia.

Las consecuencias negativas de este odio son devastadoras en todo el mundo. Polonia, Hungría y algún otro país centroeuropeo sólo aceptan refugiados si son cristianos. Donald Trump promete expulsar a ­todos los musulmanes de Estados Unidos y Marine Le Pen compara a los musulmanes que rezan en las calles con la ocupación ­nazi. No sé si estamos en guerra como preconizan algunos. Pero sí tendremos que convivir con el conflicto del odio.

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