“Ningún poder del Estado puede ignorar aquellas disposiciones que, con plazo específico, se dirigen a renovar los órganos constitucionales porque supondría admitir la suspensión temporal del principio democrático (José Manuel Bandrés)”.
EL apellido Bandrés ha cobrado notable actualidad en dos momentos, separados por casi cuarenta años, pero vinculados en ambas ocasiones a problemas relacionados con retrasos en la renovación de órganos constitucionales.
En 1985, Juan María Bandrés, tres veces diputado, tras ser senador constituyente, pasó a la historia gracias a una enmienda parlamentaria aparentemente destinada al fracaso. Sugería que los doce vocales del Consejo General del Poder Judicial, que la Constitución señala que han de ser elegidos «entre jueces y magistrados», lo fueran –a medias– «por» diputados y senadores.
La propuesta enmendaba el proyecto de ley orgánica que el Gobierno de Felipe González había enviado al Congreso, dando por hecho que, como ya había ocurrido en su primera composición, sería elegido «entre» jueces y «por» jueces. Se oponía también al autogobierno judicial, que la autoproclamada izquierda judicial –Justicia Democrática y, luego, Jueces para la Democracia– consideraba indiscutible interpretación del artículo 122.3 de la Constitución, como he documentado en ‘La Justicia en el escaparate’.
Debo reconocer que, sin duda por deformación profesional –soy catedrático– me parecía una solución rebosante de lógica. Si alguien sugiriera que la Junta de Gobierno de mi Universidad fuera elegida por Congreso y Senado, o sus equivalentes autonómicos, daría por hecho que se trataba de una burda injerencia política en la autonomía universitaria, que la politizaría, ignorando su esencial neutralidad académica.
Es cierto que el Tribunal Constitucional ha dejado sentado que el artículo 27.10 de la Carta Suprema reconoce la autonomía universitaria como un derecho fundamental. No entiendo, sin embargo, cómo esa autonomía pueda exigir mayor reconocimiento que la independencia del Poder Judicial.
El Bandrés arriba citado, magistrado del Tribunal Supremo, se ha convertido recientemente en ‘trend-topic’, como consecuencia del obstinado empeño gubernamental por colocarlo –vía Consejo General del Poder Judicial– en el Tribunal Constitucional, con aires de ordeno y mando.
No tengo el gusto de conocer al nuevo Bandrés, pero las declaraciones que cito, necesitadas sin duda de alguna adicional precisión, suenan bastante razonables. Defiende, por ejemplo, la «exigencia democrática de que todos los poderes y órganos del Estado, en el ejercicio de sus atribuciones, competencias y potestades reconocidas en la Constitución, se sometan a las disposiciones y reglas constitucionales que tienen carácter imperativo y valor vinculante». En consecuencia, ninguno «de los poderes públicos establecidos en la Constitución puede actuar arbitrariamente, al margen de las prescripciones constitucionales, ni abdicar de sus responsabilidades, ni extralimitarse en el ejercicio de sus respectivas funciones atribuidas constitucionalmente».
Ignoro si coincidiría conmigo en considerar una auténtica desvergüenza que las cámaras parlamentarias incumplan su deber de elegir en tiempo y forma a los órganos constitucionales y, para colmo, solucionen sus retrasos estableciendo –solo para el Tribunal Constitucional– que el tiempo que tarden en elegirlos se les dará por cumplido; lo que ha llegado a reducir a seis años el mandato de nueve previsto por la Constitución para cada hornada. Es una pena que no se haya pronunciado al respecto.
Sí se ha hecho en Alemania y Portugal en casos similares, con leyes subsanadoras de tales incumplimientos. Entre nosotros, el constitucionalista de la Universidad de Granada Agustín Ruiz Robledo apuesta por un sistema tan drástico como problemático: 500 euros diarios para cada parlamentario por día de retraso. Sin duda aguzaría el sentido de responsabilidad individual de quienes convierten en privilegio personal lo que es deber constitucional.
Quizá este freno a la partitocracia, disfrazada de democracia, ventilaría a los elegidos de la humareda de dependencia partidista que hoy los acompaña. La verdad es que, personalmente, esa difundida opinión me ha ayudado a velar especialmente por dejar clara mi independencia, como he reflejado en el libro ‘Votos particulares’. Espero y deseo que lo mismo acabe ocurriendo con mi buen amigo Cándido Conde Pumpido, cuya profesionalidad he tenido ocasión de comprobar en más de una ocasión, a la hora de sobrellevar la carga de presidente, en medio de una humareda artillera digna de mejor causa.
ANDRÉS OLLERO es Magistrado emérito del Tribunal Constitucional. Este artículo fue publicado originalmente en el ABC de Sevilla.