Política

El rostro desfigurado de la paz

En América del Norte, Europa, Oceanía, en algunas zonas de Asia y de Africa y en América latina la guerra clásica no truena como antaño con su secuela de millones de víctimas. En su lugar se ha enseñoreado en el mundo una nueva forma de violencia, el terrorismo planetario, que tiene la particularidad de coexistir con agresiones clásicas (por ejemplo, la guerra en Irak).

Natalio Botana
Cuando Kant, hacia finales del siglo XVIII, propuso el ideal de una paz perpetua forjada entre naciones guiadas por valores cosmopolitas y unidas por regímenes republicanos convergentes, tuvo como implícito punto de referencia la realidad desgarradora de una Europa en guerra. Desde luego, la experiencia posterior de dos largos siglos no fue suficiente para traducir en instituciones legítimas ese horizonte atrayente de concordia, pero esa acumulación de aciertos y fracasos logró al menos que aquella paz perpetua entre los pueblos pudiese arraigar en algunas regiones del planeta.

En América del Norte, Europa, Oceanía, en algunas zonas de Asia y de Africa y en América latina la guerra clásica no truena como antaño con su secuela de millones de víctimas. En su lugar se ha enseñoreado en el mundo una nueva forma de violencia, el terrorismo planetario, que tiene la particularidad de coexistir con agresiones clásicas (por ejemplo, la guerra en Irak) provocadas por gobernantes incompetentes e incapaces de comprender el delicado equilibrio que cualquier potencia con vocación planetaria debe establecer entre los medios y los fines del poder.

Terrible dilema para el liderazgo justamente deteriorado de George W. Bush: en este último día de 2006 el gobierno republicano de los Estados Unidos, derrotado en las recientes elecciones legislativas, no sabe aún como salir de la encerrona en que se encuentra. La pregunta, pues, no deja de ser inquietante: ¿cuál es la fuerza que ha prevalecido durante estos doce meses: el valor de la paz o el disvalor de la guerra?

Convengamos en que es más espectacular registrar en los medios de comunicación los acontecimientos bélicos que el rutinario decurso de una sociedad pacífica. La muerte tiene más vigor como noticia que el desenvolvimiento de la vida. No faltan razones para centrar la mira en la violencia porque, por lo general, se juzga que esta última tiene el carácter de un hecho extraordinario mientras que la paz obedece al curso normal de las cosas. En rigor, esas diferencias no son tajantes. La acción social remeda en efecto un claroscuro en cuyo contorno, si bien nunca se podrá abolir del todo la violencia ínsita en la naturaleza humana, siempre habrá lugar para levantar el edificio de la paz.

Con esto queda en claro que la paz no es un atributo adscripto a nuestra condición ni un don gratuito: es, al contrario, una obra del arte político, tal vez la más exigente. Estas consideraciones pueden ser útiles para entender las paradojas de una región diversa como sin duda es la que conforman los pueblos que esquemáticamente se engloban bajo el rótulo de América latina.

Las circunstancias que nos envuelven en este fin de año tienen una parte que refulge y un lado oscuro mucho más preocupante. Parece evidente que, de acuerdo con los criterios tradicionales de la guerra entre los Estados nacionales, en nuestra región, desde México hasta Chile y la Argentina, la guerra está por ahora suprimida. Excelente dato. Sin embargo, a poco que pongamos a descubierto la entraña de nuestras sociedades, podríamos comprobar que los signos de violencia impregnan casi siempre el paisaje de nuestros países.

Estos signos son en algunas naciones más evidentes que en otros. En Colombia, por ejemplo, que fue el epicentro de este tipo de violencia en profundidad, la marea de crímenes, asesinatos, atentados y secuestros está decreciendo. En Brasil, en cambio, la violencia urbana se expresa y renueva a través de poderosas organizaciones sustentadas en el narcotráfico y en los grandes contingentes de población radicados en las favelas. Por todos lados, dondequiera que observemos las contradicciones inherentes en especial a nuestras ciudades, las preguntas cotidianas son semejantes: ¿en qué medida podremos contener estas situaciones de permanente amenaza a la vida y a la seguridad?

Estos interrogantes son un retrato de las presentes inquietudes que nos aquejan y, al mismo tiempo, denotan un problema de antiguo linaje. La violencia en América latina, la ruptura de los lazos pacíficos del vínculo social, no provienen tanto entre nosotros de los nuevos profetas del fanatismo secular o religioso. Nuestras violencias evocan más bien el estadio histórico de unas sociedades que no han conseguido aún instaurar en su seno valores de tolerancia (el caso de la ausencia de ánimo negociador en el conflicto con Uruguay es, en este sentido, arquetípico) y de equidad efectiva, con sólidas instituciones de control público y una civilización del trabajo que permita el disfrute común de los beneficios del crecimiento económico.

Estos asuntos pendientes son el reto principal de nuestras democracias. El año 2006 ha sido fecundo en la práctica de lo que podríamos llamar los “insumos” de la democracia. Hemos realizado muchos comicios, elegido y reelegido gobernantes en un razonable contexto de vigencia de las libertades públicas; pero mientras los pueblos no perciban que los productos de esos insumos electorales vuelven hacia ellos en la forma de unos bienes públicos capaces de promover un ascenso social libre de paternalismos y clientelismos, persistirán las incógnitas. Parafraseando a Ortega, digamos que el “tema de nuestro tiempo” en este rincón del mundo es el acople de la libertad política con las desigualdades sociales.

Semejantes cortocircuitos ponen de relieve un conjunto persistente de amenazas a la efectividad de las instituciones democráticas. Muchas veces, la exclusión social y política de importantes sectores de la población que no se sienten representados produce la emergencia de líderes de ruptura con el estado de cosas anterior, que capturan esas expectativas insatisfechas. Líderes de ruptura y protagonistas de este año son Hugo Chávez en Venezuela y Evo Morales en Bolivia. Se suele subrayar al respecto la fractura que ellos han producido en el plano político; no se señala con el mismo énfasis que dichos liderazgos se establecen sobre una apetencia de incorporación social que, como ocurre en Bolivia, tiene raíces étnicas y produce reacciones en provincias o departamentos administrativos.

Las exigencias de eficacia en la gestión y de transparencia ética de la dirigencia aumentan en la medida en que crecen las expectativas favorables a esa clase de líderes de ruptura. Si disponen del dinero suficiente para consolidar fuertes mayorías, como nos muestra la cosecha electoral que obtuvo Chávez en los recientes comicios presidenciales (más del 60 por ciento), se pueden montar con premura regímenes hegemónicos y reeleccionistas que arrinconan constantemente a la oposición

La fragua de la paz perpetua en nuestros países debe comenzar entonces por un acto de introspección que atraiga hacia la superficie de una vida pública civilizada a ese mundo condenado al desamparo, al delito y a una existencia ajena a la legalidad. Parecería que, después de soportar las peores pruebas de las dictaduras y del brutal choque ideológico de la Guerra Fría, hemos acordado al menos respetar las libertades públicas de opinión y reunión. Pero estos logros no conforman por sí mismos ni un Estado de derecho ni, por ende, un Estado de justicia. Y aunque suene a verdad de Perogrullo, la paz no puede desentenderse de estos principios. A primera vista, el edificio de la paz tendría primariamente que proyectarse hacia arriba. Es un error que olvida lo esencial: para tener cimientos firmes ese edificio debe penetrar por los intersticios más ocultos.

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Natalio Botana es académico e historiador aregentino, autor de libros clásicos sobre la historia del país y la filosofía de las ideas.

Fuente: La Nación (Argentina)

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