Natalio Botana
Nuestra región atraviesa en 2006 un año electoral. En esta serie de comicios están involucradas tres naciones gravitantes México, Brasil y Venezuela que deberían trazar el perfil deseable de un liderazgo regional compartido, basado en la deliberación y el consenso. Esto, tal vez, suene a inocente deseo. Como están las cosas, el movimiento de los liderazgos es activo y, al mismo tiempo, agresivo.
México ya afrontó las consecuencias de la prueba electoral. A raíz de la estrecha victoria de Felipe Calderón candidato del PAN de Vicente Fox quedó en claro que una de las tendencias que marcan la vida electoral en América latina es la de las elecciones disputadas por estrecho margen, con diferencias mínimas entre ganadores y perdedores. Cuando no está establecida una segunda vuelta para otorgar la victoria por mayoría a uno de los dos primeros candidatos en pugna, el panorama se complica. México no tiene previsto en su Constitución este dispositivo de crucial importancia si la elección es directa. De resultas de ello, hoy esos comicios están cuestionados por el candidato derrotado, Manuel López Obrador, bajo el supuesto de que hubo fraude. Hipótesis por cierto grave, por la exageración que contiene, al buscar excusas para no aceptar el veredicto del recuento de votos, y por la parte de verdad que encierra, si realmente existieron esas maniobras dolosas.
La última frontera que divide la democracia de la arbitrariedad, o del autoritarismo encubierto, es la transparencia de los comicios. Esta es la regla de oro de lo que ha dado en llamarse “democracia de electores”. Jamás esa frontera está trazada de manera definitiva (véase, por ejemplo, lo que aconteció en el estado de Florida en la primera elección de George W. Bush), pero es la única a partir de la cual hay que construir las otras dimensiones republicanas de la democracia como son sus cimientos institucionales y los atributos propios de la ciudadanía.
Estos problemas no se plantearon en Chile y en Perú, gracias a que en esos países está prevista la segunda vuelta para elegir la fórmula presidencial, ni tampoco en Colombia donde el liderazgo del presidente en funciones, Alvaro Uribe, fue plenamente ratificado. Tampoco parece que esta incertidumbre haga mella en Brasil y en Venezuela. Si nos atenemos a los porcentajes de intención de voto que barajan las encuestas, el presidente Luiz Inacio Lula da Silva se encamina resueltamente hacia la reelección (un triunfo que podría ocurrir en la primera vuelta prevista para el próximo 1° de octubre). El escaso atractivo del candidato opositor, el socialdemócrata Geraldo Alckmin, puede explicar la recuperación, no prevista hace un par de meses, del liderazgo de Lula. Sin embargo, este último aspecto no da del todo cuenta de una situación electoral sin duda más compleja. Es que sin respaldo fiscal y crecimiento económico resulta imposible concebir hoy en América latina liderazgos políticos sustentables. Lección que debería tenerse presente, en especial para nosotros en la Argentina.
Lula sigue pisando fuerte gracias a sus antecedentes populares, a su empatía con los sectores más postergados y a los efectos combinados de un superávit fiscal superior al 4% de PBI, de una inflación inferior al 4% y de un crecimiento global de la economía situado en torno al 4% en 2006. Estos resultados aplacan, de algún modo, los problemas que afronta Brasil, en cuanto a la ética pública, herida por permanentes denuncias de corrupción, y al tremendo daño que la inseguridad y el crimen organizado están infligiendo al resorte vital de la legitimidad del Estado. San Pablo es un espejo tenebroso de lo que podría llegar a ser, en un futuro no muy distante, el conglomerado urbano porteño y bonaerense.
Claro está que en Brasil no se ha cerrado la puerta al pluralismo de alternativas. Lula puede, en efecto, ganar o puede perder. Es la ley de la democracia: la ética de la derrota, la franca aceptación de ésta, es un arbotante de esa compleja forma de gobierno. Si la campaña de Lula culmina con éxito en las urnas, su experiencia y sus nuevas propuestas habrán pesado más que otras en un contexto competitivo. Por ahora, el de Lula es un liderazgo predominante y no hegemónico. Protagoniza, pues, un escenario distinto del que se está formando en Venezuela bajo una sombra que, con el auxilio de una generosa renta petrolera, está empeñada en extenderse sobre gran parte de nuestro continente.
Tal el cuadro de la militante “república bolivariana” del comandante Hugo Chávez que, como su numen inspirador, el libertador Simón Bolívar, ha vaciado su carismático liderazgo en el molde de la presidencia vitalicia. La pregunta no deja entonces de ser pertinente: ¿se podría acaso concebir, de acuerdo con los datos a la vista, que Chávez, de no ganar las elecciones programadas para el 3 de diciembre, entregara pacíficamente los símbolos del mando al candidato opositor que lo sucediese? La verdad sea dicha, y como decía Rousseau en un texto clásico, éstas parecen ser las “ensoñaciones de un paseante solitario”.
En realidad, el supuesto implícito en esta contienda es que a la hegemonía no se la discute abiertamente por el voto libre de la ciudadanía. Se la respalda, al contrario, con la voluntad masiva de una mezcla producida tanto por el espontáneo apoyo de amplias capas de la población como por el uso de diversos instrumentos aplicados a controlar el sufragio. El escrutinio dirá, en definitiva, si todo esto es así. Por ahora la oposición procura reagrupar sus diferentes fracciones en un solo candidato, Manuel Rosales, uno de los dos gobernadores no “chavistas” en funciones.
Mientras esta disposición de las cosas se va fraguando fronteras dentro de Venezuela, el presidente Chávez se ha convertido en un líder ecuménico que provee petróleo a todas las potencias de este mundo multipolar en ciernes. De Teherán a Pekín, Chávez viaja incansablemente, negocia y firma acuerdos comerciales. Lo hace con comodidad al paso que insulta al imperialismo norteamericano, en tanto él encarna todos los males del neoliberalismo. Lo curioso del caso no son tanto estos insultos, característicos de un lenguaje en América latina más vetusto que Fidel Castro (lo que ya es mucho decir). La actitud que, en rigor, más impacta sobre cualquier espectador atento a lo que pasa es la escasa reacción del gobierno norteamericano, una suerte de gigante torpe, enredado en los hilos de un sistema internacional en gestación, que, dado su mareo, le cuesta un trabajo ingente entender.
En este mundo en transformación se van insertando nuestros países al influjo de una enorme demanda de commodities hasta hace muy pocos años desconocida. Gracias a ello se están consolidando liderazgos hegemónicos y liderazgos democráticos merced a una combinación, también curiosa, de los legados del pasado y de las oportunidades del futuro: el viejo y el nuevo mundo en una misma representación escénica. ¿En qué lugar estará ubicada la Argentina?
Fuente: Diario La Nación