Oriente Próximo, Política

Erdogan se aleja de Europa

La represión de Erdogan tras el golpe de Estado del viernes es inaceptable desde cualquier punto de vista. Las purgas, destituciones masivas de jueces y otros altos funcionarios públicos tienen el aire de una venganza autoritaria.

La cuestión de fondo sobre lo que ha ocurrido en Turquía a lo largo de los últimos 90 años es determinar hasta qué punto una sociedad de cultura y tradición musulmanas puede vivir bajo los parámetros de una democracia parlamentaria de corte occidental. El arco de las democracias que va desde Australia, pasa por Estados Unidos y Canadá, y se asienta en Europa, no incluye a todos los países que se consideran democracias. No me refiero sólo a las ficticias democracias populares de la guerra fría o a la frágil democracia de la Rusia de Putin. Tampoco a la que han aprovechado los chinos para crear un sistema de prosperidad sin libertades. India sería una excepción, así como las repúblicas latinoamericanas cuando se han propuesto guiarse por los principios de la separación de poderes y han combatido con eficacia la corrupción estructural que les ha impedido el progreso social y político.

Turquía se levanta sobre las cenizas del imperio otomano que perdió la Gran Guerra aliándose con las potencias centrales vencidas, Alemania entre ellas. Kemal Atatürk, militar y fundador del nuevo Estado, quiso occidentalizar y modernizar Turquía a toda costa. Desde los grandes principios hasta los pequeños detalles. Intentó crear un Estado nacional homogéneo, expulsó a griegos y mató a armenios, depuso al sultán, abolió el califato, estableció un sistema laico unificado de educación pública y acabó con los tribunales religiosos que aplicaban la ley islámica.

Su objetivo era darle la vuelta a una sociedad y llevarla a la modernización de Occidente. Mandó que los hombres se cortaran las barbas, cambió el alfabeto y estimuló el aprendizaje de las lenguas europeas. El nuevo régimen se apoyaba en el populismo, el republicanismo, el nacionalismo, el secularismo, el reformismo y el estatismo. Atatürk con­cedió al ejército el papel protector de la república de corte occidental que sería el ga­rante del laicismo que se vivía en los principales estados ­europeos.

Los planes de Atatürk han sido verdades intocables durante generaciones. Cambiar un país ra­dicalmente no se hace con una Constitución ni con una serie de decretos purgando los elementos anacrónicos que vienen del pasado.

Los turcos, a la larga, no han querido borrar los signos de identidad que se forjaron en su larga historia otomana. La fuerza del presidente Erdogan para imponerse a un golpe de Estado, aparentemente perpetrado por quienes defendían los principios de Atatürk y no aceptaban la excesiva deriva islámica del presidente y del Gobierno, se puede explicar en el choque de civilización interno que estudió hace veinte años Samuel P. Huntington.

El turco nuevo no es mayoritario y el viejo turco se ha puesto, al menos por ahora, al lado de Erdogan en nombre, curiosamente, de la libertad y el orgullo nacional de Turquía. Aunque las circunstancias sean bien distintas, tampoco el homo sovieticus que se imaginó Lenin hace casi un siglo consiguió perpetuarse en el antiguo imperio de los zares.

A lo largo del siglo pasado, las élites militares, políticas y académicas turcas se comprometieron en la idea de un país europeo y occidental. Reivindicaron la libertad y la democracia aunque criticaran la trayectoria golpista del régimen que dio el poder a los militares en tres ocasiones.

La represión de Erdogan tras el golpe de Estado del viernes es inaceptable desde cualquier punto de vista. Las purgas, destituciones masivas de jueces y otros altos funcionarios públicos tienen el aire de una venganza autoritaria.

Los gobiernos de Ankara han sido aceptados por Occidente, incluso en los tiempos de dictaduras militares, por razones estratégicas globales. No hay que olvidar que la OTAN se crea en 1948 para de­fender a Turquía y Grecia de la amenaza soviética después de la caída de las de­mocracias en Checoslovaquia, Polonia, Hungría…

La mayoría de los turcos habían aceptado su secularismo derivado de una Constitución laica. Quien no ha aceptado una Turquía moderna ha sido la propia Europa, que ha puesto todas las trabas posibles para impedir su ingreso en la UE. Una de las consecuencias ha sido la progresiva islamización del país que tiene en Erdogan su máximo exponente. El desencuentro con Europa es irreversible.

Casi un siglo después de Atatürk, Turquía es cada vez menos europea y más alejada políticamente de nuestra cultura política. El golpe de Estado ha fortalecido a Erdogan, y Europa tendrá que andarse con mucho tiento para no inquietar a un personaje que gana elecciones pero no es un demócrata al estilo europeo. La cuestión está ahora en cómo relacionarse con un líder que no garantiza las libertades de la oposición, reprime a kurdos y exhibe un autoritarismo para preservar sus ideas y mantenerse en el poder.

Publicado en La Vanguardia el 20 de julio de 2016

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