En Kibera se vive hacinado, en viviendas enanas y sucias a precios exorbitantes para los ingresos medios, con una total ausencia de intimidad
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Sábado, 05 de octubre 2024
En Kibera se vive hacinado, en viviendas enanas y sucias a precios exorbitantes para los ingresos medios, con una total ausencia de intimidad
Kibera es el slum (barrio de chabolas) más famoso de Kenia, y dicen que el más grande de África. Famoso porque se encuentra en el interior de la ciudad, porque ha salido en el cine (El jardinero fiel lo utiliza como uno de sus escenarios), porque muchas ONG quieren meterse allí, porque en 2007 hubo decenas de asesinatos a raíz de las discutidas elecciones presidenciales. Grande porque basta con verlo, aunque nadie conoce con exactitud el número de habitantes: ¿medio millón, un millón, cualquier cifra intermedia?
Mientras caminaba por esas callejas andaba buscando una frase redonda, del tipo: “Nunca serás un verdadero hombre hasta que hayas pisado las basuras de Kibera”. Pronto me di cuenta de que ese heroísmo banal lo falsearía todo, de que es imposible encontrar nada positivo en el slum (barrio de chabolas), aparte de la entrega maravillosa de unos pocos que se esfuerzan por dotar de dignidad a aquel inmenso espacio de casuchas y arroyos; aparte de muchos de los propios habitantes que luchan por cuidar desde allí a los suyos; aparte de los niños, que ríen como fuentes cuando ven pasar al hombre blanco (“Muzungu, muzungu, how are you?, how are you?”), que se desarman a carcajadas si les enseñas la foto que les acabas de sacar y reconocen en ellas sus caras. Los niños, la inmensa mayoría de los habitantes de Kibera.
Kibera es una vergüenza. Las casas son de paredes de barro, a veces de lata (corrugated steel lo llaman). Los techos se forman con este tipo de metal porque es barato, y es mejor que nada, y porque no permite goteras aunque tenga un estremecedor efecto horno la mayor parte del año y de un tambor de hojalata cuando cae la lluvia.
Pueden ser viviendas de dos alturas. En ese caso, hay que usar algunos elementos estructurales, saberlas construir. Sin embargo la mayoría son de una planta. “¿Qué es mejor? Depende de tus prioridades. La nuestra, que está en bajo, se inunda con cada lluvia. Y ya sabes lo que eso significa: agua con basuras, aguas fecales, todo a nuestro alrededor. Eso no pasa en los segundos pisos. Sin embargo, como sabes, los principales materiales de construcción en el slum son la madera, el barro y el metal. Y los incendios son frecuentes. Si vives en un segundo lo pierdes todo en un incendio. Y si tratas de rescatarlo, probablemente mueras tú. Eso en los bajos no pasa: ¡cuestión de prioridades!”. Lo cuenta Phillys, una mujer abandonada por su marido y madre de seis.
Sin importar la planta en la que se sitúe la vivienda, lo que es seguro es que contará con una sola estancia que puede tener unos dos metros por tres de ancho. Una sola habitación dividida en todo caso por una cortina que separa el lecho de los padres del lugar común –donde por la noche se colocan los jergones de los hijos, aunque algunos duerman también en las butacas, donde se pueda–. Casi siempre la puerta es la única fuente de luz. A veces ni siquiera eso, porque algunas casas se distribuyen en zonas interiores, a pocos centímetros de la pared del vecino de la casa de enfrente y con la puerta de entrada dando a un pasillo interior que comparten 14 familias en una situación peor que carcelaria, en una pesadilla.
En Kibera todo el mundo tiene acceso a toma eléctrica, por supuesto ilegal. No son ellos quienes la instalan, sino que subcontratan a una mafia local que les cobra un importe (habitualmente 3 euros al mes con límite de una bombilla y un aparato de bajo voltaje, pues de otro modo toda la instalación puede saltar o arder). Por supuesto los gangsters no pagan nada a la compañía keniana de electricidad: se trata de una de esas “concesiones gubernamentales” que aquí permite dejar sin resolver el verdadero problema: Kibera.
Las casas carecen de cuarto de baño o de agua corriente. En todo el slum hay cincuenta letrinas públicas, y cada uso cuesta 5 chelines. Basta un cálculo: una familia de 6 miembros, con un promedio de 4-5 “visitas” al cuarto de baño al día, necesitaría unos 250 chelines diarios para este asunto. Y eso es lo que, los días en que todo va bien, gana Patrick en su trabajo. ¿Qué hacer entonces? Lo que casi todo el mundo: las necesidades se depositan en bolsas de plástico negras que van a unirse a los millones de bolsas (¡un millón de habitantes!) que ya antes han sido lanzadas a los riachuelos o a las calles del lugar. O se depositan en orinales que se descargan en la puerta de la casa por donde fluye uno de esos veneros de aguas grises junto a los que juegan los niños. Todas las pestes y cóleras de los burgos de la Edad Media siguen teniendo plaza en Kibera, Nairobi, Kenia. Infecciones estomacales, gusanos, muerte infantil, sufrimiento absurdo, están a la orden del día.
No hay ducha o bañera: una palangana en el patio colectivo, pudorosamente tapada por un telón de plástico, protegía las abluciones de una mujer cuando visité la casa de Peter. Y cuentan como toda cocina con un pequeño hornillo de madera o de carbón que contamina, que ahúma, que va convirtiendo un país verde en un espacio yermo por el uso indiscriminado de combustible vegetal.
En Kibera no entra la policía, a no ser que sea a matar. Todos los niños han visto o han asistido a alguna muerte violenta: a causa de una paliza para atracar, rodeado de ruedas ardiendo por atracar, en una pelea por no pagar los 10 chelines que querían cobrarte por cruzar una pasarela improvisada sobre un riachuelo generado por las lluvias. Todos han escuchado por la noche gritos de alguien que está siendo apaleado, “pero no podemos ir a ayudar, ¡te juegas la vida!, y por eso yo a partir de las 7 le digo a mis amigos que duerman en mi casa”, detalla Paul.
En Kibera se vive hacinado, en viviendas enanas y sucias a precios exorbitantes para los ingresos medios, con una total ausencia de intimidad que provoca también una degeneración en las costumbres. “¿Puedes llevarte a mis hijas a estudiar en un internado? Es que tenemos miedo a los embarazos adolescentes. Tenemos miedo a que las violen”, me ruega Phillys.
Si hay hospitales en Kibera, es gracias a las ONG; si hay escuelas, es gracias a las iglesias (católicas, protestantes). Hay tres colegios públicos –que no gratuitos– para varios cientos de miles de menores de edad. Y son colegios sin pupitres, sin espacio para las aulas, sin campos de recreo, con un pobre programa de alimentos, casi sin sueldo para los profesores. Colegios que huelen a heces y orines por las calles del entorno.
En Kibera el agua (relativamente) potable se vende. Largas colas de personas emplean parte de su día en conseguirla: garrafas amarillas –jerry cans–, mujeres, chicas, algunos hombres, frente al grifo. Se cobran 20 chelines por 20 litros, un precio mucho más elevado del que se pide en las casas de la ciudad dotadas de agua corriente. Y su calidad es tal que cuando un extraño y blanco va a visitar a una familia siempre le tienen preparada una botella de plástico sellada. Gerard pasó un año viviendo en Kibera. “Quería ser como ellos en todo. A los seis meses enfermé de tifus por el agua que bebía. Me llevaron de urgencia al hospital y pude sobrevivir, pero desde entonces me olvidé de ser solidario en ese aspecto”. Ellos no tienen esa opción.
Kibera existe porque hay una gran emigración del campo a la ciudad. Porque los pobres son muchos. Porque los pobres son muy importantes para sostener el sistema político: “Un hombre, un voto”. ¿Qué puede ser más interesante para la gente de partido que los votos cautivos de Kibera, que los votos de todos los slums, tan abundantes como fácilmente dominables? Así, cada cuatro años, hay procesiones de “hombres de Estado” por las sucias calles de Kibera haciendo promesas, repartiendo dinero en billetes para comprar voluntades, clamando por mejoras. Son todo mentiras. Lo que logran es alimentar el odio y las sospechas hacia los ciudadanos de otras tribus (cada político se dirige y promete a los suyos, y quienes roban son “los otros”).
Un día coincidí con un político en un acto en una escuela. Era el gobernador del barrio. Se le esperó durante dos horas, retraso habitual de los que se sienten importantes. Joven, grueso, había vivido en Kibera durante su infancia. “¿Vais a votar a alguien que no conozca lo que es vivir aquí?”, dijo en su discurso sobre el problema educativo. Seguidamente sacó un fajo de billetes del bolsillo y fue contando en voz alta los que le daba al director del centro: “Moya, bili, tatu…”, “uno, dos… cinco”. Y se paró. El equivalente a 47 euros. El aplauso fue cerrado, tenía al público en un puño: “¡Tanta generosidad!, ¡y solo por asistir esa mañana al colegio!, ¿qué no hará si nos sigue gobernando?”. Salió saludando con su sonrisa satisfecha y con su fotógrafo, su secretaria, la que llevó los folletos de la campaña, y los dos guardaespaldas.
Por ejemplo, en Kibera se prometió la construcción de viviendas. En los límites del slum se levantaron decenas de apartamentos. Ahora bien, los precios que se pedían por su alquiler eran evidentemente imposibles para los moradores de las chabolas. Si allí pagas 2.000 chelines por un mes (18 euros), ¿cómo vas a ponerte de golpe a pagar 10.000? Esa era la jugada: se construyen las casas, se cumplen las promesas, fotos en la prensa con cara de que te importa, pero en realidad los pisos se reservan para la floreciente clase media, y en el camino muchos se han llevado votos, dinero de las constructoras, seguirán cobrando los alquileres de las chabolas, empezarán a cobrar también los de los apartamentos, y todo seguirá igual, aunque algunos más ricos todavía que antes. A día de hoy, decenas de edificios de seis plantas repletos de pisos custodian un insalubre dédalo de chabolas y olores donde viven en la miseria cientos de miles de seres humanos.
Actualmente se está levantando una carretera ancha (4 o 6 carriles) que pasa por el medio del slum. Cuando se empiece la construcción, de allí habrá que desplazar a un montón de gente. Eso no significa que se les proporcione una vivienda por traslado: sencillamente el bulldozer derriba todas esas estructuras precarias a las que llaman casas. Los que tengan tiempo recogerán sus cosas (sus “no cosas”) y, junto a los desplazados de la zona de casas de nueva construcción, buscarán otro asentamiento ilegal o extenderán Kibera hacia el noroeste. Entre tanto miles de campesinos pobres seguirán llegando porque “en Nairobi está el dinero”.
Kibera es un negocio: políticos que prosperan; dueños de las casas que las alquilan a 2.000 chelines al mes, teniendo cientos de viviendas sin ningún tipo de contrato o de impuestos; jefes de grupos mafiosos locales que controlan la electricidad o el agua; jefes de grupos mafiosos locales conchabados con policías y estos con políticos, que controlan el alcohol ilegal, el juego, la prostitución, la droga. Dos de los días que pasé por allí me asombró la presencia de un magnífico coche negro con cristales tintados, lento, por la única carretera asfaltada del slum. El coche estaba impoluto, y ante él se iba parando gente, los dueños de los pequeños negocios del margen de esa carretera, probablemente comprando protección y entregando algún detalle (“Pruebe estos tomates, son excelentes”).
Ir a Kibera. No se trata de una acción quijotesca. No he perdido la cabeza ni creo haber sido arrastrado por el entusiasmo del recién llegado. Tampoco los pájaros de mi cabeza me invitan a alquilarme allí una pequeña villa miserable, y dedicarme a acunar niños mientras miro con impotencia al infinito. No quiero (no puedo) cambiarlo todo, derrotar a la corrupción y hacer triunfar a la cordura. Eso es macro. Lo mío es lo micro. Mi eficacia no se encuentra en salir de mi espacio para intentar adaptarme a un lugar al que no pertenezco y que de hecho rechazo (en el fondo, lo que busco es que Kibera desaparezca).
No quiero salvar Kibera. Quiero dejar que Paul –estudiante universitario– me explique cómo es el lugar en donde vive, y así descubrir sus necesidades, y contarle días más tarde que tengo gente en España que se postula para hacerse cargo de lo que le falta: un ordenador para estudiar con normalidad su carrera de economista, o conseguirle los dos euros diarios que le permitirían comer a mediodía y no andar medio desmayado la mitad de la jornada.
Y si Víctor, Fidel, Bristol, Kevin (niños a los que atendemos desde “Karibu sana!”: ver abajo), se mueren por enseñarme su barrio, que es el que conocen y del que se sienten orgullosos, comparto con ellos el paseo. Y así logro saludar a sus amigos, ver si sus padres les quieren, comprobar en dónde viven, ver la puerta y la arcilla y el candado de la casita de Víctor, escuchar los salmos y los gritos que se escapan de las decenas de pequeñas iglesias protestantes que fermentan entre la pobreza y en las que la doctrina es sustituida por el entusiasmo del pastor en la inacabable plática; quiero descubrir que en domingo Kibera está rindiendo culto a Dios y que no se sienten para nada abandonados por Él (pues no es Dios quien les ha abandonado, sino los hombres: sus compatriotas, los kenianos, y nosotros).
Necesito también que me muestren cómo se divierten: la cancha de fútbol para la que compramos dos días más tarde la pelota (que les duró dos días antes de que los mayores se la robaran); los lugares donde además de cortar el pelo por 20 céntimos de euro tienen una Play Station y por 10 les permiten jugar diez minutos; los cines con un programa continuo en el que cada dos horas cambian de película, con títulos como Zoombinator o producciones de Bollywood de hace seis años; el ambiente de pueblo en el que todos se conocen y saludan mientras los cánticos, los gritos, los carros que arrastra alguien cansado, los ladridos de los perros, los llantos y las risas de los niños y el olor a basura lo llena todo. ¿Cómo no ver eso?, ¿cómo conformarme con los centros comerciales para blancos y kenianos nuevos-ricos, o con las siluetas de los elefantes en parques nacionales que en nada se parecen a la realidad humana de esta nación?
Visité la iglesia católica. Está entre las callejuelas: amplia (es lo único amplio de Kibera, junto con el campo que utilizan los muchachos para jugar al fútbol), de materiales muy pobres, con un tejado verde de uralita, el crucifijo sobre el altar, colgando con desmayo. En una esquina del terreno tienen la única biblioteca del slum, financiada y custodiada por la parroquia. Está llena de estudiantes universitarios (en esas casas es imposible estudiar) y se sube a ella por una escalera en la que hay pintado un paisaje de Kibera, que muestra un sencillo lema: Reading is the pathway to knowledge, “la lectura es el camino hacia el conocimiento”, dando por hecho que el conocimiento es el camino para salir de la pobreza. Esta parroquia tiene también un colegio de primaria. Es probablemente el mejor de todo Kibera, y cuenta con algo de patio para que los niños puedan correr –bastante apretados– entre clase y clase.
Atrás está Kibera, viva, como un ser humano gigante y lleno de tumores. Allí queda la alegría de la música y la desesperanza del hambre, del paro, del sida, de los abusos. Si se me preguntara qué es lo que más me golpeó de mis dos primeras visitas, diría dos cosas: la visión de la cara triste de una chica que no podía tener más de diecisiete años, con un embarazo muy avanzado, con la que me crucé apenas una fracción de segundo por la calle; la visión de un hombre que registraba un riachuelo de la parte baja del barrio, riachuelo al que llegaban todas las aguas, siendo seguramente el final de la cadena trófica. Buscador de basuras entre los desechos del slum de Kibera, ¿qué le habría conducido a esa degradación máxima?
Y sin embargo también quedan otras cosas: la sonrisa de Víctor, la resolución de Paul por sacar adelante su carrera y dedicarse a servir a gente pobre, los abrazos llenos de afecto del alegre Kevin, las madres que cuidaban de sus pequeños en mitad del infierno, el empuje de la gente que se resiste a quedar enterrada entre el barro… y la fe, la fuerza de la fe de tantas confesiones cristianas que invitan a esa pobre gente a dar gracias por el don de la vida.
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