Recep Tayyip Erdogan, primer ministro de Turquía, alcanzó su objetivo de ser elegido presidente del país en la primera vuelta de las elecciones presidenciales celebradas el 10 de agosto de 2014, con el 51,9% de los votos. Con la actual Constitución, que data de 1982 en la época del último de los regímenes militares, los poderes del presidente son más representativos que efectivos.
Turquía no es legalmente una república presidencialista y hace falta una mayoría de 2/3 de los 550 diputados de la Gran Asamblea turca para modificar el estatus de la presidencia. Las próximas elecciones parlamentarias, previstas para junio de 2015, serían entonces el eslabón definitivo, si son ganadas por una amplia mayoría absoluta, para consolidar el poder de la formación islamista Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP). Se cumpliría así la ambición de su líder, Erdogan, que intenta pasar a la historia como el padre de la nueva Turquía, perfectamente comparable con Mustafá Kemal Atatürk, fundador de la república laica en 1923.
Ha entrado en la historia por haber sido el primero en alcanzar la presidencia por medio del voto popular
El mito de una Turquía secular frente a la islamista
El resultado de las elecciones presidenciales ha sido una revalidación ampliada del triunfo del AKP en los comicios locales (51,9% y 45%, respectivamente), y al mismo tiempo refleja el fracaso de la oposición en la candidatura conjunta de Ekmeleddin Ihsanoglu, el antiguo secretario de la Organización de la Conferencia Islámica (OCI), con unas credenciales de islamista moderado. Si bien este candidato obtuvo un respetable 38,3%, es evidente que muchos votantes del socialdemócrata Partido Republicano del Pueblo (CHP) y del ultranacionalista Partido de Acción Nacional (MHP) no han estado de acuerdo con una candidatura ajena a la tradición laica de estas formaciones políticas.
De todos modos, estas candidaturas contrapuestas de dos musulmanes practicantes demuestran que la imagen de una Turquía secular enfrentada a una Turquía islamista tiene bastante de mito. Antes bien, se podría asegurar que la campaña electoral se ha basado, al menos formalmente, en la percepción de quién es o no un auténtico musulmán y quién utiliza la religión para sus ambiciones personales. Una encuesta de 2012 del Pew Research Center señala que el 97% de los turcos son creyentes y un 67% asegura que la religión ocupa un lugar muy importante en sus vidas. Llegamos así a la conclusión de que la pugna electoral en Turquía es menos por cuestiones religiosas que por el enfoque que cada partido da a opciones concretas: el papel del Estado, el lugar de Turquía en Occidente, el tratamiento de las minorías o las medidas contra las desigualdades económicas.
En cualquier caso, Erdogan está siendo sistemáticamente apoyado por todos aquellos que, con independencia de sus mayores o menores convicciones religiosas, han sido testigos de que el potencial económico de Turquía se ha triplicado desde 2002, las infraestructuras han mejorado y también el acceso a la vivienda y a la sanidad. En unos años de crisis económica en Europa, la economía turca ha crecido a buen ritmo (4,3% en la actualidad) y la inflación bajó hasta el 6,3% en 2011, aunque ahora ha subido al 9,3%.
Las elecciones del próximo año le pueden dar una mayoría suficiente para implantar el presidencialismo
Pese a todo, la campaña electoral de Erdogan se ha planteado interesadamente como una lucha entre la “nueva Turquía”, a la vez religiosa y nacionalista, y la vieja guardia del secularismo. El líder turco está convencido de haber erradicado la tradicional tutela militar, que velaba por las esencias del legado kemalista, y no es extraño que durante su mandato se multiplicaran las noticias sobre supuestas conspiraciones militares que, por ejemplo, desembocaron en 2012 en la detención de 237 oficiales retirados que finalmente fueron liberados por orden del Tribunal Constitucional en junio de 2014.
Un presidente que busca nuevos poderes
La victoria de Erdogan abre muchas incógnitas de cara al futuro. Ha vencido un político carismático que no quiere ser un mero presidente protocolario. Pero si la Constitución no le permite, por el momento, ser un jefe de Estado con plenos poderes, la única salida era la de nombrar un primer ministro de su total confianza capaz de gobernar hasta que las próximas elecciones le den una mayoría suficiente para implantar el presidencialismo.
El designado ha sido el hasta ahora ministro de asuntos exteriores, Ahmet Davutoglu. Este político no tenía afiliación al AKP, aunque esto no le ha impedido, por decisión de su jefe de filas, asumir al mismo tiempo la jefatura del partido. Los medios de oposición han ironizado sobre si el “sultán” Erdogan ha encontrado a su “gran visir” en Davutoglu.
El primer ministro procede del mundo académico y ha sido el artífice de una política exterior tachada de “neo otomana”, expuesta en su libro Profundización estratégica, y que alcanzó sus momentos de esplendor en los inicios de la Primavera Árabe y que pasaba por tener “cero problemas” con los países vecinos, aunque estos fueran Siria e Irán. Los cambios drásticos en el panorama de Oriente Medio han afectado a estos objetivos, y no deja de ser preocupante que Turquía no tenga embajadores en Egipto, Israel y Arabia Saudí. Esta diplomacia ha llevado a que los turcos sean percibidos en la región como los principales valedores de Hamás y de los Hermanos Musulmanes egipcios.
El presidente no cederá en la práctica el control del gobierno que presidía hasta ahora
El nombramiento de Davutoglu supone además el desplazamiento del anterior presidente Abdulá Gül, miembro fundador del partido islamista, y que difícilmente va a tener un papel destacado en el futuro de Turquía.
Tampoco es extraño que el nuevo presidente pretenda cambiar la actual ley electoral que establece un límite del 10% para obtener representación parlamentaria. Esta regulación pretendía vetar la presencia del nacionalismo kurdo, pero las cosas han cambiado con una actitud más conciliadora de Erdogan hacia unos nacionalistas que pueden ser sus aliados en una reforma constitucional.
La “marcha sagrada”
No cabe duda de que Erdogan ha considerado las elecciones como un plebiscito acerca de su labor de gobierno. Ha entrado en la historia por haber sido el primero en alcanzar la presidencia por medio del voto popular. Eso es más importante para él que todas las legalidades formales, pues el resultado de las urnas no ha tenido en cuenta ni las manifestaciones de protesta en el parque Gezi de Estambul ni los escándalos de corrupción que salpicaron a su gobierno en el otoño pasado. Tampoco han reflejado las dificultades y fracasos de la política exterior turca en un inestable Oriente Medio.
Por lo demás, las elecciones locales de marzo de 2014 en las que el AKP alcanzó un 45% de los sufragios, pusieron de manifiesto que el electorado ve perfectamente compatible ser musulmán practicante y ferviente nacionalista orgulloso del pasado turco. El bipartidismo socialdemócrata y conservador, que durante varias décadas caracterizó la política turca, ha quebrado tras la irrupción del AKP en la escena política en 2002. Pero la situación política en que vive el país es más la del dominio de un personalismo que la de un partido político concreto, pese a la poderosa máquina organizativa desarrollada por la formación gobernante, cuyo control de los recursos del Estado y de un amplio número de medios de comunicación también ha contribuido a la victoria electoral.
Asistimos, en consecuencia, a una apoteosis de Erdogan como padre de una “nueva Turquía”, y esto supone la llegada de un presidente que no cederá en la práctica el control del gobierno que presidía hasta ahora. Todo indica que el mesianismo político se acentuará en el país en los próximos años. Tanto Erdogan como Davutoglu hablan de la “marcha sagrada” del AKP cuyo destino es cambiar el futuro de Turquía, aunque esto implica el riesgo, que ya ha podido observarse, de demonizar a los opositores porque una “causa sagrada” no admite críticas ni valora el diálogo. Recordemos que en el verano de 2013, Erdogan se daba un baño de masas y recordaba a los manifestantes del parque Gezi que hicieran lo que hicieran, no podrían detener la “marcha sagrada”. Tales actitudes conllevan el riesgo de una mayor polarización de la sociedad, algo poco adecuado para la Turquía emergente del siglo XXI.