La corrupción política tiene mucho que ver con la mentira que recorre los despachos del poder causando graves destrozos.
Se ha escrito mucho estos días sobre Ben Bradlee, director de The Washington Post cuando el diario de la capital norteamericana obligó al presidente Nixon a dimitir de forma ignominiosa.
Nixon se fue en agosto de 1974 por haber mentido.
Bradlee murió la semana pasada a los 93 años. Era un hombre con carácter que se lo había pasado bien trabajando en las oscuras recámaras del poder donde se guardan las piezas de porcelana más delicadas. Fue un gran director porque confió en sus periodistas, en su gran editora, Katharine Graham, y en la comprobación de los hechos que publicaba. Baste recordar las 23 llamadas que los periodistas Woodward y Bernstein efectuaron sin éxito a una fuente que debía confirmarles una información. A la llamada 24, una voz misteriosa respondió por fin y la historia pudo publicarse porque se había verificado.
Al final se supo todo. Incluso salió a la luz pública la garganta profunda que alimentaba principalmente a los dos periodistas a las órdenes de Bradlee. En una de las reflexiones del que fue director del Post afirmaba que los diarios no dicen siempre la verdad por muchas razones. La principal es que con frecuencia no la saben. También porque citan a alguien que tampoco la conoce. Pero lo más frecuente es cuando se arriman a un personaje que les puede dar una verdad parcial que esconde detalles sustanciales sobre el caso. Las verdades a medias suelen ser mentiras enmascaradas y perjudiciales para la salud democrática.
Nixon dijo cuando empezaron a aparecer las informaciones de Watergate que todo era mentira. La primera reacción de un político acusado de corrupción es negarlo todo, decir que tiene la conciencia tranquila y que pondrá una querella. Pienso en el exalcalde Bustos, de Sabadell, en el expresidentePujol y en tantos altos cargos del Partido Popular afectados por los casos de Luis Bárcenas, Gürtely las tarjetas negras otorgadas generosamente por Miguel Blesa para que él y sus amigos dilapidaran alegremente dineros que no eran suyos. Varios socialistas conocidos han sido expulsados del partido de Pedro Sánchez por haberse lucrado de los favores de las tarjetas opacas.
Otro tanto ha ocurrido con líderes sindicales que protagonizaban las fiestas camperas de Rodiezmo con la presencia de Alfonso Guerra y otros jerarcas del socialismo hispano. La corrupción en Andalucía la sigue sumariamente la juez Mercedes Alaya con una frialdad y una constancia que amenazan la ya precaria honestidad de muchos socialistas andaluces.
Cuanto más agresivamente se persigue la verdad, más se ofende a aquellos que pueden verse perjudicados por ella y más sofisticadas son las formas para esconder la realidad de lo que pasa. Es entonces, decía Ben Bradlee, cuando más agresiva tiene que ser también la búsqueda de la verdad. Cuanto más se relaje la prensa, concluía, más extremadamente costoso será el daño que se perpetra al sistema democrático.
La corrupción está directamente relacionada con la mentira, la ocultación, el secreto, las cuentas en el extranjero, el desvío de dinero hacia sociedades complejas, el robo, en definitiva, hecho por manos blancas que tienen toda la apariencia de una honestidad incuestionable.
Hay que tener en cuenta también que la verdad en una democracia, toda la verdad, no se consigue averiguar normalmente de forma inmediata. A veces pasan años, pero al final todo emerge, todo se sabe, todo cuadra y el sistema se fortalece porque ha sabido detectar la mentira en la que se envuelven los corruptos.
Hay quien dice que la corrupción puede ser un dardo envenenado contra el adversario político. También se comenta, quizás con razón, que el Estado puede arrojar sobre supuestos enemigos lo que ha encontrado en las cloacas de la sociedad. Puede ser.
Pero lo que de verdad importa no es quién denuncia la corrupción, ya sea la prensa o un gobierno, sino si lo que se descubre es verdad o mentira. El que denuncia a un ladrón o a una cueva de ladrones no puede ser responsable si sus acusaciones acaban siendo ciertas.
Es el inconveniente que tiene vivir en un sistema más o menos libre. Las fechorías, cuando se saben y acaban comprobándose, tienen que tener efectos automáticos.
Si se ha robado, hay que devolver el dinero. Si se tiene un cargo público, hay que dimitir por decencia y hay que cumplir las sentencias como cualquier otro ciudadano.
Cuando la corrupción es estructural y forma parte de los hábitos aceptados social y políticamente, un país entra en la degradación política, en el desorden, se detiene el progreso y acaba perjudicando seriamente a la libertad de todos. En un Estado corrupto se fomenta el miedo de los ciudadanos que saben que tienen que pagar peaje para conseguir algo de la administración.
La corrupción se remonta al principio de los siglos y seguirá hasta el final de los tiempos. En las democracias auténticas acaba descubriéndose y se piden responsabilidades políticas, civiles o penales. Siempre se sale fortalecido tras descubrir un caso de corrupción aunque afecte a personas muy respetables. Nadie es imprescindible.
Publicado en el Blog de Lluis Foix
Publicado originalmente en La Vanguardia el 29 de octubre de 2014
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