Economía y Sociedad, Política

La tolerancia de los brasileños llega a su límite

La economía [brasileña] creció a un 5% mientras que la recaudación de impuestos saltó 11,1% en términos reales” . Hay una emergente clase media que está comenzando a oponerse a la excesiva carga tributaria que tiene el país.

Mary Anastasia O´Grady
Luiz Inácio “Lula” da Silva inicia el segundo año de su segundo período como presidente de Brasil con un alto índice de popularidad, su nivel es de 50%. Pero esas cifras no le fueron de mucha ayuda el mes pasado, cuando decidió dedicarle una gran cantidad de su capital político a un esfuerzo para restaurar el impuesto nacional sobre las transacciones financieras. La iniciativa fracasó estrepitosamente en el Congreso, donde los legisladores finalmente se están dando cuenta de que el gobierno no puede seguir exprimiendo al público para siempre.

El fin de cualquier impuesto en cualquier parte del mundo es una buena noticia para la economía, pero en un país como Brasil sólo es ligeramente menos asombroso que lo que representó para Europa del Este la caída del muro de Berlín. Tal como lo demuestra el gráfico adjunto, la parte del PIB (los frutos de la producción del sector privado) con la que se queda el Estado no sólo es extraordinariamente grande en Brasil, sino que está estrechamente correlacionada con el crecimiento económico cronológicamente anémico en el período que siguió a la dictadura militar. Si Brasilia empieza a temer que las alzas impositivas pueden conllevar costos políticos, se podría estar gestando un cambio épico.

Eso no significa que la anquilosada burocracia federal vaya a adoptar en el corto plazo el liberalismo económico de estilo irlandés. A esto hay que añadirle una Constitución abarrotada de privilegios estatales y obligaciones y el poder de los intereses arraigados en un país que sigue aislado. Lo más recomendable es mantener bajas las expectativas de cambio.

Sin embargo, el golpe contra los impuestos contradice el argumento de que la mayor economía de América Latina se esté sumando a la opción socialista de satélites cubanos-venezolanos, como Bolivia, Argentina y Ecuador. En su lugar, Brasil se está inclinando lentamente hacia la modernidad pese a las pesadas cadenas del aparato estatal. La pena es que sea a un ritmo tan lento.

Pese a lo desastrosa que resultó la derrota tributaria para Lula, hay pocas dudas de por qué insistió en la medida. Su ideología política está inmersa en la misma teoría económica de “igualdad” que motiva a la izquierda estadounidense. Esta clase especial de populismo sostiene que incrementar la carga impositiva sobre los sectores más productivos de la economía es la manera de satisfacer el insaciable apetito del gobierno. Ingeniosamente han tildado esto como conservadurismo fiscal “de reparto”, a la vez que posan ante las cámaras de televisión como los campeones de la justicia social. Un enfoque más cínico es que se trata de la escuela de los caudillos desfasados, que se aferran al poder mediante la distribución de favores.

En países donde una parte considerable de su electorado pertenece a la clase media y tiene más que perder que ganar de las políticas fiscales que penalizan las aspiraciones económicas, la demagogia populista acaba chocando contra un muro. Una prueba de ello se puede ver ahora en Europa, donde están de moda la reducción y la simplificación de los impuestos.

Países pobres como Brasil son mucho más vulnerables a ofertas seductoras por parte de políticos que prosperan a fuerza de la dependencia pública. Hace apenas diez años, los políticos brasileños que se oponían a los incrementos tributarios eran tergiversados y presentados como las élites que les arrebataban la comida a los niños pobres. Hoy, sin embargo, existe un mayor entendimiento entre el público de que las alzas sobre los impuestos que pagan las empresas las acaban pagando los consumidores, no los banqueros multimillonarios.

Si los brasileños empiezan a abrir los ojos ante el problema es posible que sea gracias a que, después de los años de hiperinflación que devoraba las riquezas, la estabilidad monetaria parece haber echado raíces, haciendo milagros por la posibilidad de ganar y ahorrar de millones. Esto, junto al auge global de las materias primas está fomentando la aparición de una clase media emergente que empieza a manifestarse políticamente.

El descontento con el gobierno ya está alcanzando niveles importantes debido a una ola de escándalos de corrupción que han dañado no sólo al Partido de Trabajadores de Lula sino también a los Socialdemócratas. Ahora, la discusión pública sobre los impuestos subraya el hecho de que la predisposición del gobierno a engullir no conoce límites. En 2007, la economía creció a un 5% mientras que la recaudación de impuestos saltó 11,1% en términos reales.

Entre 1988 y 2007, el PIB real creció a una tasa anual de 2,5%, mientras que los impuestos como porcentaje del PIB vieron un alza de 4,8%. A su vez, la carga tributaria per cápita ascendió al 3,3%.

Las tasas altas no son el único problema en la agenda fiscal. Un estudio llevado a cabo el año pasado por el Banco Mundial reveló que una compañía brasileña tarda 2.600 horas en cumplir cabalmente con las exigencias del sistema tributario, cuando en países más burocráticos como India, esto no demora más de 271 horas. Más de la mitad del “tiempo tributario” de Brasil se invierte en la administración de un impuesto al consumo que las compañías tienen que cobrar para el gobierno.

La complejidad del sistema tributario no es casualidad. Tiene un objetivo político: cada enredo en el código produce múltiples empleos gubernamentales y muchas oportunidades para conceder favores especiales a cambio de un precio. Esto significa que la simplificación del código probablemente reducirá el nivel general de corrupción, pero también que enfrentaría una resistencia significativa.

Un problema más fundamental es que la izquierda brasileña sigue sin entender que tasas más bajas y un código tributario mucho menos complicado mejoraría los incentivos para trabajar y cumplir las leyes y, por ende, es probable que aumente los ingresos estatales. Ante el temor de perder ingresos debido a su fracasado intento de renovar el impuesto sobre transacciones comerciales, el gobierno de Lula está promocionando otra idea: ésta incrementa los impuestos sobre el sector financiero.

Afortunadamente, también enfrenta oposición. Y parece que los brasileños han agotado su paciencia en lo que se refiere a la tolerancia tributaria. Aunque en el horizonte no se vean todavía recortes impositivos, la clase política intuye claramente que las alzas de impuestos son poco populares y pueden resultar muy caras en las urnas. La oposición está ansiosa por hacer de los impuestos un tema importante durante las decisivas elecciones municipales. Los críticos de Lula ya están recordando a los votantes que el presidente ha roto su promesa de no subir los impuestos. ¿Quién se apunta para encabezar una rebelión tributaria?

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