Como es sabido, los derechos de las personas son anteriores y superiores a la existencia de los aparatos estatales encargados de preservarlos y garantizarlos en esta instancia del proceso de evolución cultural. Los derechos a la vida, a la libertad y a la propiedad constituyen una terna inescindible que integra la columna vertebral de una sociedad abierta (para recurrir a terminología popperiana).
Grandes jurisconsultos de nuestro medio como Augusto Montes de Oca, Amancio Alcorta, José Manuel Estrada, Juan González Calderón, Antonio Bermejo y modernamente Marco Aurelio Risolía, Segundo Linares Quintana, Gregorio Badeni y tantos otros nos han enseñado derecho en línea con mojones y puntos de referencia extramuros de la norma positiva, lo cual se aparta por completo del seudoderecho.
Hoy, desafortunadamente, en buena parte del llamado mundo libre se alegan “derechos” que no son tales y que en la práctica significan asaltos al fruto del trabajo ajeno. En este contexto planteo un punto central: ¿puede seriamente demandarse un derecho adquirido debido a que la legislación otorgó facultades impropias de una sociedad civilizada? ¿Tiene sentido aceptar que los criminales que administraban las horrorosas cámaras de gas nazis continúen con su barbarie alegando “derechos adquiridos” porque el anterior régimen asesino lo promulgó? ¿Tiene sentido que los dueños de esclavos legítimamente interpusieran reclamos para continuar con el espanto de la esclavitud? Y sin llegar a estos extremos inauditos, ¿pueden aceptarse “derechos adquiridos” cuando han sido construidos sobre la base de la expropiación del vecino?
Vivimos la era de los seudoderechos: derecho a vitaminas o hidratos de carbono, derecho a un salario atractivo, derecho a una vivienda confortable son facultades que se otorgan sobre la base de la succión coactiva de los ingresos de otros. Precisamente en una sociedad libre muchas más personas tendrán salarios mayores, mejores viviendas y una alimentación más nutrida como consecuencia del respeto recíproco que libera energía creadora para atender las necesidades del prójimo. En este plano el empresario, para mejorar su posición patrimonial, debe prestar debida atención a los requerimientos de otros, así el que acierta obtiene ganancias y el que yerra incurre en quebrantos, todo lo cual opera a contracorriente cuando irrumpen los disfrazados de empresarios que viven a costa de exacciones sobre la base de privilegios en contubernio con el poder de turno.
Esto de los seudoderechos se ha extendido a supuestas constituciones que se apartan por completo de la idea original de limitar el poder, desde la Carta Magna de 1215 en adelante. Sin embargo, muchas de las constituciones modernas son cartas blancas para que los gobernantes aplasten los derechos de las personas. En la época de Rafael Correa, en Ecuador se convocó a una Asamblea Constituyente en la que se propuso incluir “el derecho al orgasmo de la mujer”, lo cual pone de manifiesto la sandez mayúscula de confundir el significado de una Constitución. Esto que parece un despropósito se extiende a muchos otros ejemplos donde se inventan “nuevos derechos” como si se tratara de un simulacro jurídico. Se confunde igualdad ante la ley que siempre está atada a la noción de Justicia de “dar a cada uno lo suyo”, donde “lo suyo” remite al derecho de propiedad. No se trata de ser todos iguales para ser arrastrados a un campo de concentración, de allí la vinculación a la Justicia.
La guillotina horizontal del igualitarismo confunde conceptos claves. La desigualdad constituye una bendición, es la base de la división del trabajo y la consiguiente cooperación social. Si a todos los hombres nos gustara la misma mujer y todos fuéramos médicos y no hubiera panaderos, la convivencia sería insoportable; incluso la mera conversación se tornaría en un tedio insoportable, pues sería lo mismo que la parla con el espejo.
Incluso se ha aludido equivocadamente a la Declaración de los Derechos del Hombre redactada en 1789 por liberales como Mercier de la Rivière antes de la contrarrevolución de los jacobinos, donde sus dos primeros artículos se refieren a la inviolabilidad del derecho de propiedad y a la igualdad de derechos ante la ley.
Si yo gano mil en el mercado, hay la obligación universal de respetarme ese monto; pero si obteniendo mil pretendo dos mil y los gobernantes me otorgan semejante “derecho”, esto se traduce en el referido seudoderecho que, si es legislado, puede legítimamente abrogarse sin que por las razones apuntadas se pretenda mantener semejante “derecho adquirido”. El derecho adquirido tiene sentido cuando se refiere a la facultad de hacer o no hacer algo sustentado en la terna antes mencionada, y no a engendros fabricados por los megalómanos del momento.
Lo dicho no descarta que en algunos casos como, por ejemplo, la eliminación de aranceles, tarifas y cuotas en el comercio internacional se contemplen diversas situaciones en el tránsito hacia la integración al mundo, pero de ningún modo sustentados en falsos derechos adquiridos por parte de comerciantes inescrupulosos que apuntan a vivir a expensas del privilegio, argumentando proteccionismos que en verdad desprotegen a toda la comunidad, que se ve obligada a pagar más caro, recibir calidad inferior, o ambas cosas a la vez. Cuando empresarios prebendarios sostienen que tienen que ser protegidos porque no cuentan con el capital suficiente para hacer frente a la competencia extranjera, omiten en ese caso la posibilidad de vender su proyecto local o internacionalmente; si nadie lo compra es porque su propuesta es un cuento chino (con perdón de los chinos).
El jurista, profesor de Derecho y exmiembro del Consejo de la Magistratura Alejandro Fargosi escribe lo siguiente: “Pocos conceptos jurídicos están siendo más abusados últimamente que el de derechos adquiridos […] El manto protector del ‘derecho adquirido’ viene siendo usado casi siempre para mantener situaciones que repugnan a la igualdad que consagra nuestra Constitución […] Estamos ante la innegable aunque elusiva diferencia entre las categorías de ‘derechos’ y ‘privilegios’. Simplificando, son ‘derechos’ aquellos de los que pueden gozar todas las personas si cumplen determinadas condiciones, y son ‘privilegios’ aquellos de los que solo gozan algunos pocos, por razones meramente subjetivas no generalizables. En la Argentina actual la discusión más clara se presenta entre el caso de los jubilados según regímenes generales y pequeños sectores privilegiados que gozan de montos jubilatorios hasta miles de veces superiores a los del común de las personas”.
La precisión de Fargosi no necesita aclaración alguna en línea con los grandes maestros del derecho preocupados y ocupados para que no se filtre una noción en apariencia inocente, pero que mal empleada destruye las bases del derecho y demuele la indispensable seguridad jurídica
Por último, el asunto de los denominados “derechos humanos”, habitualmente mezclados con los derechos adquiridos, aquella expresión es un pleonasmo flagrante, ya que los derechos no son minerales, vegetales o animales; solo el humano es sujeto de derecho y por ende responsable. Cuando se recurre a términos pastosos aparecen derechos que no son tales que siempre resquebrajan el tejido institucional.