América, Política

Agitación histérica en Occidente en materia religiosa

El 11 de septiembre del 2005 — pensando quizá en esa fecha maldita en la guerra contra el fundamentalismo islamista que se hallaba envuelto en una valerosa defensa de la democracia occidental — Dalton McGuinty, premier (equivalente a gobernador) de la provincia canadiense de Ontario, anunciaba que ninguna forma de arbitraje religioso en disputas familiares estaría permitida en su jurisdicción

Stephen Schwartz

McGuinty representa el partido Liberal, tradicionalmente partidario de una parte de la élite empresarial que favorece la unidad canadiense por encima del particularismo Protestante, vis a vis con los católicos francófonos de Québec. Su presunto objetivo, extensamente aplaudido y difundido a los cuatro vientos, era contener la infiltración de la sharia o ley religiosa musulmana en "la verdadera orientación, fuerte y libre".

 

McGuinty declaraba "habrá una única ley para todos los habitantes de Ontario". Desafortunadamente, no parece haber tenido en consideración que los tribunales de arbitraje religioso han servido desde hace tiempo a las comunidades católicas, judías, menonitas, a testigos de Jehová y a indígenas (tribales y árticos). Para oponerse a la presunta amenaza islámica, McGuinty anunciaba su disposición a liquidar los derechos legales familiares de todas las minorías culturales y religiosas significativas. A la coalición de feministas canadienses, que incluía a la autora Margaret Atwood y que presionó con todos los medios a su disposición para obtener la prohibición del derecho familiar islámico, tampoco parece haberle preocupado mucho las consecuencias de sus exigencias.

 

Ontario ha reconocido los tribunales de arbitraje religioso desde 1991, y sus veredictos son implementables mientras no contravengan el derecho canadiense. Este estándar es, en realidad, el mismo propuesto en Irak por los redactores de la constitución, que desean el reconocimiento del islam como fuente del derecho: coexistencia de los códigos religioso y civil mientras no entren en conflicto, lo que he llamado "el modelo israelí". Los medios canadienses fueron grotescamente parciales en su cobertura del incidente, que parece haber terminado, al menos temporalmente, cuando McGuinty fue abofeteado por una oleada de críticas, con los judíos a la cabeza. En Ontario, al igual que en Francia – donde una prohibición de los pañuelos musulmanes en la cabeza entre las alumnas de la escuela pública fue protestada por los judíos franceses, impacientes por preservar el derecho de sus propios hijos a cubrirse la cabeza – los líderes religiosos judíos fueron los primeros en defender los derechos de los musulmanes.

 

Joel Richler, presidente provincial del Congreso Judío Canadiense, comentó, "estamos decepcionados, muy decepcionados". Richler describía el argumento de McGuinty como "una reacción automática al tema de la sharia". Un líder en principio no judío del Partido Conservador Progresista, la oposición legislativa de Ontario, con el hilarante nombre de John Tory, denunciaba de igual manera a McGuinty por "un enfoque de la legislación políticamente correcto e improvisado". Franco Dimani, vicepresidente ejecutivo de B´nai B´rith Canadá, preguntaba "¿por qué destruir algo que funciona en la provincia? ¿Por qué penalizar al Judaísmo y al Cristianismo?"

 

Algunos musulmanes argumentaban que en realidad, McGuinty había puesto en peligro a las mujeres musulmanas con sus acciones; al rechazar autorizar la regulación oficial de los tribunales religiosos, forzará a que ese arbitraje religioso solicitado sea oculto. Una mujer musulmana, no obstante, respaldaba la postura de McGuinty en términos estridentes, casi cayendo en la denuncia fanática de cualquier expresión de ley religiosa. Homa Arjomand, una mujer canadiense de origen iraní, declaraba "los derechos de la mujer no están protegidos por ninguna religión". Continuó pidiendo el procesamiento de todos los líderes religiosos que participasen en "arbitrajes basados en la fe", que apostilló con la controvertida imagen de rabinos, ministros menonitas, curas católicos y líderes religiosos indígenas compartiendo celdas de prisión canadiense con clérigos musulmanes. El diálogo inter-fe bajo condiciones tan absurdas ciertamente sería novel, pero no es de esperar que McGuinty lo aprecie necesariamente. Por mi parte, estaría orgulloso de ser encarcelado junto a tal grupo.

 

Arjomand ha residido en Canadá desde 1990, pero su diatriba acerca de la decisión de McGuinty daba la impresión de que conservaba la rabia perpetua de los sucesos de la historia iraní que quedan atrás hoy. Afirmó ser una ávida admiradora, "En Irán, [tener] un ordenador es un crimen, quieren averiguar porqué lo tienes. Incluso [la posesión de] una máquina de escribir es un crimen. Incluso busca algo que haga copias y estás arrestado. Te llamarían anti-islam… kafir [infiel] que merece morir". Mientras que el régimen clerical creado por el ayatolá Jomeini en Irán era en sí mismo hereje en términos islámicos, y es claramente despreciado por la mayoría de sus miembros hoy, pintar una imagen tan espeluznante choca con la realizad que puede confirmar cualquiera que tenga un ordenador. Las instituciones del estado y el clero iraníes, los medios, los profesionales artísticos y literarios, y un número considerable de individuos tienen página web; 3 millones de iraníes de una población de alrededor de 66 millones utilizan Internet. Esto tendría poco sentido si la posesión de un ordenador estuviera criminalizada en Irán; la reciente introducción de la banda ancha sería aún más incomprensible. ¿No viajan los iraníes a Occidente, así como al este de Asia, para adquirir lo último en comunicación personal?

 

De hecho, en el 2000, Farhang Roulani, académico radicado en Estados Unidos, publicaba un estudio con el interesante título "la política del espacio de ocio: uso y acceso a Internet Teherán, Irán". Implícita en sus observaciones se encuentra la idea (bastante obvia) de que, como en China o en Arabia Saudí, los ordenadores personales son el símbolo definitivo de prosperidad. La compra y adquisición de informática entre las élites al alza orienta inevitablemente a las segundas en un conflicto con las autoridades represivas. El clero iraní no ha respondido a este desafío intentando requisar los ordenadores de la gente, sino limitando el acceso a ciertas páginas, lo mismo que hacen también el reino saudí o China. Por supuesto, el apagón de internet tiene doble filo, anima e impulsa a los islamistas radicales no menos que a los defensores de la reforma política liberal.

 

Sharia se ha convertido en algo así como un término de odio en Occidente, junto con "mulá". Los medios canadienses están hoy repletos de afirmaciones alarmistas y ostentosamente falsas de que se quiere "imponer" y "forzar" la sharia en Canadá, y de afirmaciones sonoramente proclamadas de que Ontario había rechazado convertirse en la primera entidad política occidental en la que tal invasivo abuso tendría lugar. Que, como he argumentado previamente, la sharia exista donde viven los musulmanes, aunque sólo sea en la forma de juntas de licencias de mercados de carne halal o del ejercicio de prácticas empresariales, es imposible de concebir para los islamófobos canadienses y sus imitadores americanos. Quizá lo próximo que pidan sea la prohibición del cumplimiento dietético y la prohibición de la carne de musulmanes y judíos (kosher), y la prohibición de que los funcionarios religiosos sirvan como consejeros de empresas económicas basadas en la fe.

 

El presidente del tribunal rabínico de Toronto, el rabino M.Z. Ochs, escribía en el National Post el 17 de septiembre, criticando agudamente la política de McGuinty. Identificaba astutamente la hipocresía de las aseveraciones de que la abolición del arbitraje religioso apoyaría la democracia. Observaba que Ontario no mantiene democracia o igualdad en la educación, puesto que las escuelas parroquiales católicas están financiadas por el gobierno provincial con el fin de que sirvan a la minoría francófona, pero se niega apoyo estatal a las escuelas privadas protestantes y judías. El rabino Ochs acusaba a las autoridades de Ontario de "no perseguir la libertad religiosa, sino la libertad de la religión".

 

Uno de los aspectos más interesantes de la controversia de la sharia en Occidente es que sus trabajos estándar de referencia no son fácilmente captables por los musulmanes canadienses o los americanos, porque la campaña saudí / wahabí en favor de la radicalización del sunnismo global ha animado a los sunníes a recurrir, vía internet, a los clérigos saudíes en busca de sentencias de la sharia. Los occidentales deberían tratar los temas de ley religiosa en materia personal educándose a sí mismos, no mediante agitación histérica. Como escribía a comienzos de este año el destacado crítico del islam político Daniel Pipes, "mientras no fuercen a las mujeres en serio (¿crear un defensor para garantizar esto?) y mientras los veredictos islámicos se subordinen a la Carta de Derechos y Libertades de Canadá, no veo motivo para negar a los musulmanes, igual que a otros canadienses, el derecho a volver al arbitraje privado". Desafortunadamente, por demasiados motivos, tal sentido común no se ha escuchado o comprendido en Ontario.

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