Asia-Pacífico, Política

China: la “desmaoización” imposible

Xi Jinping predica una vuelta a los orígenes del maoísmo, cuando la pureza ideológica reinaba supuestamente y la corrupción no había anidado.


La era de pragmatismo inaugurada por Deng Xiaoping, que reconoció los “errores” de Mao sin desautorizarlo del todo, ha llegado a su fin con el actual presidente. Xi Jinping, pese a haber sido víctima de la Revolución Cultural, ha impuesto el retorno a la pureza ideológica para apuntalar la legitimidad del régimen. Mao sigue gozando de inmunidad histórica en China.

El 50º aniversario del inicio de la Revolución Cultural china ha pasado sin ningún tipo de conmemoración oficial, algo que podría resultar extraño, comparado con los fastos de los 70 años de la victoria sobre los japoneses en la II Guerra Mundial. Esto es un ejemplo de cómo algunas referencias históricas se insertan con facilidad en el discurso político del régimen, mientras que otras pueden despertar más controversias.

Sobre este particular, recordemos que 2019 se celebrará el centenario de las manifestaciones estudiantiles de Pekín, toda una demostración de la creciente influencia de las ideologías extranjeras en la juventud de entonces, desde el liberalismo al comunismo, y que precedieron a la fundación del Partido Comunista Chino (PCC) en 1921. Pero para que esta efeméride sea celebrada con todas las bendiciones oficiales, tendrá que ajustarse al espíritu nacionalista y de retorno a los ideales originarios del sistema fomentados por la China de Xi Jinping. Sería inaceptable, sin ir más lejos, que alguien pretendiera relacionar las manifestaciones de 1919 con la revuelta estudiantil de 1989, que desembocó en la masacre de Tiananmén. Desde la perspectiva de los gobernantes chinos, la Revolución Cultural no es asumible en el legado del régimen y, sin embargo, su promotor, Mao, es al mismo tiempo una piedra angular indispensable para la continuidad del sistema.

Persecución

Los hechos son innegables. Ese período histórico provocó cientos de miles de muertos, resultado de una persecución política y social sin precedentes, en la que los guardias rojos, únicos intérpretes autorizados del pensamiento maoísta, asesinaron o sometieron a toda clase de humillaciones a los etiquetados de “derechistas” y “burgueses infiltrados” en el Partido. Hay quien interpreta la Revolución Cultural como un acto desesperado de Mao, una especie de paranoia obsesiva por el poder. Conforme a esta versión, el líder comunista habría creído que el proceso de desarrollo económico desplazaría a los puristas del comunismo para dar paso a los tecnócratas.

Quizás el propio Mao, que entonces tenía setenta y tres años, sintió el temor de verse desplazado o reducido a una figura decorativa en la política, sobre todo tras el fracaso del gran experimento de ingeniería social del Gran Salto Adelante, que provocó una gran hambruna con decenas de millones de muertos, y que tendría mucho que ver con la renuncia de Mao a la presidencia del país en 1958. En este sentido, la Revolución Cultural era un retorno a la pureza ideológica, representada por las consignas del libro rojo, y al espectáculo de las multitudes aclamando incondicionalmente a su líder, cuya consigna no dejaba de ser paradójica: “¡Fuego sobre el cuartel general!”.

El ambiente de aquellos años recordaba a las purgas de Stalin, aunque esta vez no era el círculo del poder el que procedía a la “limpieza” del partido. Las purgas eran, a menudo, la obra de multitudes sin rostro definido, lo que también explicaría que muchos de los participantes en la Revolución Cultural, o sus descendientes, pretendan pasar página. En efecto, han querido pasar página tanto los verdugos como las víctimas, incluyendo a sus familiares respectivos. Recordemos el caso de Deng Pufang, el hijo de Deng Xiaoping, el impulsor de la economía socialista de mercado desde 1978. Era un cuadro del partido, con setenta y dos años en la actualidad, que quedó parapléjico tras ser arrojado por los guardias rojos, después de toda clase de torturas y vejaciones, desde un tercer piso de un edificio de la universidad de Pekín.

Los “errores” de Mao

Es un ejemplo, entre miles, que justificó que en 1981 el PCC calificara de “desastre” la Revolución Cultural. Pese a todo, Deng, supremo líder de China en aquel momento, fue consciente de sus límites ideológicos a la hora de enjuiciar la Revolución Cultural, una situación semejante a la de Jruschov al iniciar la desestalinización. El dirigente soviético no podía minar los fundamentos del régimen. No podía cuestionar el leninismo, pero, al menos, disponía de Stalin para encontrar el adecuado “chivo expiatorio”. En cambio, Deng y sus sucesores no podían buscar una figura histórica equivalente. Su único asidero consistía en la reducción de los “errores” de Mao a un porcentaje limitado, que una vez Deng fijó hasta un treinta por ciento, pues enjuiciar en bloque la figura del fundador del PCC y líder de la revolución, sería nocivo para la legitimidad del sistema.

El pragmatismo de Deng, indispensable para el crecimiento económico de China, tenía sus límites en el marco político. De hecho, los sucesos de Tiananmén fueron una demostración palpable de que el fomento desde el poder de los “tiempos de gloria”, de riqueza para la prosperidad nacional e individual, no bastaban para apuntalar el sistema. Hacía falta un fundamento ideológico, real o construido desde el poder. Este es ahora el nacionalismo y el retorno a una tradición de corte confuciano, en la que lo que más importa es la lealtad a los gobernantes.

Tampoco el actual presidente chino, Xi Jinping, parece querer acordarse de la Revolución Cultural, aunque el órgano oficial del PCC, el Diario del Pueblo, lo calificara el pasado 17 de mayo de “un caos interno que trajo grandes catástrofes”. En aquella época, su padre, Xi Zhongxun, fue despojado de sus cargos en el Partido y le asignaron el oscuro puesto de director de una fábrica de tractores en una zona rural. Xi Jinping, que entonces era un adolescente, fue señalado como “enemigo del pueblo”, incluso no le faltaron críticas de su propia madre, y se le envió a trabajar a una granja. Además, la brutal presión sobre una hermanastra del futuro presidente chino llevaría a esta a suicidarse. Con estos trágicos antecedentes, hubo quien pensó que Xi, al llegar al poder en 2012, sería el reformista que China necesitaba, y además su vigorosa campaña contra la corrupción parecía demostrarlo.

Vuelta a los orígenes

Pero ha sucedido justamente lo contrario y, en realidad, dicha campaña le ha servido para afianzar su poder. El paso del tiempo sigue demostrando la dificultad de reformar un sistema dominado por un capitalismo de Estado, en el que confluyen demasiados intereses personales como para ser modificado sustancialmente. Pese a todo, Xi Jinping predica una vuelta a los orígenes del maoísmo, cuando la pureza ideológica reinaba supuestamente y la corrupción no había anidado. Esa visión idílica la comparten muchos campesinos y habitantes pobres de las ciudades. El mensaje “renovador” de Xi Jinping está también dedicado a ellos, lo que implica algún tipo de culto a su personalidad, como continuador de Mao y gran líder patriótico, lo que contrasta con sus antecesores, Jiang Zemin y Hu Jintao, que no dejaban de ser oscuros tecnócratas llegados al poder por un compromiso entre las facciones del partido.

Es la hora de revivir, al menos desde el discurso oficial, los tiempos heroicos del PCC. A este respecto, el padre de Xi Jinping, perseguido en la Revolución y rehabilitado después, no deja de ser otro héroe, precisamente gracias a Mao, pues estuvo entre sus compañeros más cercanos en los años de guerra anteriores al triunfo de los comunistas en 1949. Pese a haber caído en desgracia, nunca dejó de formar parte de la “aristocracia roja”. En cualquier caso, no cabe un retorno a posturas radicales como las de la Revolución Cultural. Según el citado Diario del Pueblo, dicha revolución “se debió a errores de los líderes comunistas que fueron aprovechados por grupos contrarrevolucionarios”. En consecuencia, la versión que debe perdurar de Mao es la heroica. Mao siempre será un héroe, y no el responsable del caos. Además hay que evitar, a toda costa, toda manipulación de la pureza ideológica maoísta, como la encarnada por Bo Xilai, expulsado del partido y condenado a cadena perpetua en 2013, aunque él mismo y sus padres fueran víctimas de la Revolución Cultural.

Más allá de sus consignas ideológicas, mezcla de nacionalismo, maoísmo y confucianismo adaptado, Xi Jinping seguirá teniendo en común con sus inmediatos antecesores el pragmatismo. Si Mao vivía en su Olimpo particular de fundador de la nueva China, Xi pretende ser una especie de gestor eficiente de la economía, la seguridad nacional o la defensa. Pero todas esas tareas necesitan ser sustentadas por un entramado ideológico cuya única finalidad es una perpetuación en el poder como encarnación de la estabilidad precisada por China, sobre todo en estos tiempos de incertidumbres económicas. Si el Partido Comunista es necesario, la Revolución Cultural tampoco es del todo prescindible aunque haya que reducirla a la categoría de “error”.

© Aceprensa

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