Quizá la más grande paradoja de la vida política colombiana es que aquí la gente sabe muy bien que el Estado no funciona, pero a la vez muchísimos exigen que el mismo Estado disfuncional y terriblemente ineficiente solucione problemas de toda índole: desde lo más cotidiano, como puede ser pavimentar las
devastadas calles y avenidas de Bogotá, hasta lo políticamente fundamental, como tener congresistas y funcionarios cuya motivación principal en la vida pública no sea saquear al erario para costear
extravagancias que hacen de
Trimalción el epítome de la austeridad burguesa.
A pesar de que existe un grado de corrupción en Colombia tal que nos encontramos al nivel de países como Yibuti, Mongolia y Benín (10 puntos al lector que ubique a este último en el mapa sin acudir a Google), el primer instinto no es el de reducir el tamaño del Estado para que haya menos rapiña para despojar.
No, asombrosamente, el llamado es a la creación de aún más burocracia, en este caso por medio de un Zar Anticorrupción. De tal modo, los problemas que surgen en gran parte del nepotismo, del gigantesco gasto público y del exceso de chanfainas en el Estado se intentan solucionar desde el mismo Estado al aumentar el gasto público para crear aún más chanfainas y más oportunidades para el nepotismo.
En el mejor de los casos, tales medidas estatistas son contraproducentes. En el peor, exacerban el problema original. Y es precisamente esto lo que se puede esperar del actual intento de imponer el voto obligatorio en Colombia.
Tal Estado ineficaz, que está donde no debe pero se ausenta de donde debe estar es el que rechazan millones de colombianos al decidir no votar en las elecciones nacionales o locales.
La considerable abstención en nuestras elecciones se debe a que un gran porcentaje de los ciudadanos no confía ni en el Estado ni en la clase política. En cuanto al Congreso, cuyo
nivel de aprobación es del 18%, los colombianos parecen intuir la sabia frase, atribuida a Mark Twain o a Gideon J. Tucker, que proclama que “no están a salvo ni la vida ni la libertad ni la propiedad de ningún ciudadano mientras el Legislativo está en sesión”.
Y el hecho de que el sueldo de un congresista colombiano sea
49 veces mayor al salario mínimo no ayuda a reducir la desconfianza frente a los políticos profesionales que siente el ciudadano de a pie, cuyo contacto con el Estado consiste en una serie de encuentros frustrantes y desalentadores, por ejemplo a la hora de enfrentarse a la burocracia descomunal que obstaculiza el simple registro de una empresa pequeña o el mero pago de un impuesto.
Tal Estado ineficaz, que está donde no debe —sobre todo al imponer trabas innecesarias al avance económico de las personas— pero se ausenta de donde debe estar —por ejemplo brindando seguridad en las calles— es el que rechazan millones de colombianos al decidir no votar en las elecciones nacionales o locales. Puede que se resignen a pagar impuestos que claramente no serán utilizados de manera óptima, pero no ven razón alguna para votar por candidatos o partidos que, en el mercado de la democracia, parecen ser incapaces de ofrecer algo que resulte atractivo en lo mínimo para el consumidor.
Y la clase política ignora por completo el hecho de que tal decisión de no votar es del todo consciente y que constituye una expresión de la libertad. Como escribe el politólogo
Javier Garay:
La decisión de un individuo de no acudir a las urnas para expresar explícitamente su voto también es una forma de participación…. En una sociedad libre, el individuo puede tomar parte en las decisiones colectivas o no. En una sociedad libre, el individuo no vive en función del Estado, sino de sus particulares intereses, deseos, expectativas y gustos.
Aquí veo a dos bandos actuando en conjunto en contra de la sociedad libre. Primero están los progresistas biempensantes que, despreciando lo que sin duda perciben como la apatía, la ignorancia o la “falta de cultura ciudadana” de los
hoi polloi, están dispuestos como siempre a utilizar la fuerza estatal para obligar a sus conciudadanos menos ilustrados a actuar como ellos prefieren, todo esto, por supuesto, hecho “
con una finalidad puramente pedagógica” cuya meta es “perfeccionar” la carente democracia colombiana.
Este es el punto donde convergen el elitismo y el autoritarismo. Como escribió en Twitter alguien asociado al Partido Verde cuando Gustavo Petro impuso la ley seca en Bogotá
hace unos meses: “mientras no haya políticas de prevención y de cultura tenemos que acudir a la represión. ‘Mal menor’”.
Si resulta absurda tal colaboración entre idealistas que pretenden reducir el clientelismo y los clientelistas mismos, la parte más absurda del debate en torno al voto obligatorio es que la iniciativa nace del Partido Liberal.
El segundo frente apoyando al voto obligatorio lo componen quienes más tienen que ganar al implementarse tal medida de coacción estatal: los barones electorales, caciques hereditarios y caudillos potenciales y actuales que usualmente encabezan las listas de los partidos.
Al incrementar el número de votos a la fuerza, tales candidatos asegurarán su permanencia en el Congreso, no sólo porque, como argumenta Garay, el voto obligatorio no disminuirá las prácticas electorales corruptas, sino también porque esta medida vendrá acompañada de las también obligatorias listas cerradas que ellos y sus aliados o familiares liderarán.
Si resulta absurda tal colaboración entre idealistas que pretenden reducir el clientelismo y los clientelistas mismos, la parte más absurda del debate en torno al voto obligatorio es que la iniciativa nace del
Partido Liberal.
Ya se sabía que el
Partido Liberal Colombiano abandonó hace mucho cualquier pretensión de defender el liberalismo, especialmente si por liberalismo se entiende la limitación del poder coercitivo del Estado para permitirle al individuo tomar sus decisiones con un absoluto mínimo de obstáculos, barreras o constreñimientos. No en vano el Partido Liberal socava la libertad económica al pertenecer a
la Internacional Socialista desde hace varios años. Pero este último intento de reducir la ya precaria libertad política en Colombia marca un nuevo punto bajo, y deja claro que los verdaderos liberales colombianos no están en el partido que, pese a su nombre, traicionó todo principio del liberalismo clásico.
Desde ahí está surgiendo un movimiento que, aunque incipiente, propone
la única alternativaverdadera a las políticas estatistas del
establishment político colombiano. En las palabras de Cervantes:
non bene pro toto libertas venditur auro (la libertad no se vende ni por todo el oro del mundo).
Daniel Raisbeck es escritor, historiador y profesor de estudios clásicos en la Universidad del Rosario en Bogotá, Colombia. Este año, Raisbeck fue candidato al Congreso colombiano con una propuesta radicalmente a favor de la libertad de mercado. Síguelo en Twitter:
@DanielRaisbeck.
Publicado en el Panam Post