Europa, Política

El Occidente ampliado con Rusia y Turquía

En su último libro, Strategic Vision. America and the Crisis of Global Power (Basic Books, New York, 2012), Zbigniew Brzezinski, ex consejero de seguridad nacional norteamericano y un destacado representante del realismo en la teoría de las relaciones internacionales, hace una propuesta ambiciosa: incorporar progresivamente a Rusia y Turquía a Occidente, lo que no solo fortalecería ese conjunto geopolítico sino que también aportaría una mayor estabilidad a Asia.

Rusia es más poderosa e influyente que en los años posteriores a la guerra fría, gracias a su supremacía energética y a su proyecto de constituir una unión económica euroasiática. Las tentativas de constituir un “cordón sanitario” frente a Rusia en Asia Central y Europa Oriental se han desvanecido, tal y como demuestra la casi total paralización de la entrada de nuevos miembros en la OTAN. También se han demostraron ilusorias las esperanzas puestas por Obama en Medvédev.

Incorporar Rusia a Occidente

Brzezinski ha tenido en cuenta estos condicionantes al revisar sus planteamientos, aunque esto no significa, por muy teórico de la Realpolitik que sea, que se resigne a que Rusia siga siendo una “democracia soberana”, partidaria a ultranza del principio de no intervención en asuntos internos, base primaria de todo nacionalismo que se precie.

Nuestro autor es de los que aún creen que el ascenso de una clase media rusa será favorable a una mayor integración con Europa, algo paralelo al deseo de reformas democráticas. El hecho de que muchos rusos se consideren europeos tendrá que tener finalmente su repercusión en una mayor apertura social, económica y cultural hacia la UE, aunque el actual modelo ruso de capitalismo de Estado no se muestra entusiasmado con esta posibilidad.

Hasta el momento la estrategia rusa ha sido, y seguirá siendo en el futuro previsible, fortalecer la cooperación bilateral con sus grandes socios económicos y comerciales europeos, sobre todo Alemania, con el pretexto de que los Veintisiete no se ponen de acuerdo para adoptar posiciones comunes. No lo dice expresamente Brzezinski, pero poco hay que esperar de los intereses particulares de Berlín y París.

Reconciliación entre Rusia y Polonia

Se nota la ascendencia polaca del estratega americano cuando asegura que la clave del futuro está en Varsovia e incluso en Kiev. Hay que revitalizar el triángulo de Weimar, el foro de contactos establecido en 1991 por franceses, alemanes y polacos. En su día pudo interpretarse como un preludio de la futura ampliación, aunque su valor geopolítico ha crecido con el tiempo, pese a los esfuerzos de algunos de los socios por hacerlo languidecer. No obstante, hay que reconocer que la ampliación de las reuniones a Rusia y Ucrania, desde 2010, en formatos separados, es un paso en el buen camino.

Sin embargo, puede ser más decisiva, según reconoce Brzezinski, una auténtica reconciliación entre Rusia y Polonia, similar a la que hicieron Francia y Alemania en 1950. El gobierno de Donald Tusk comparte esta estrategia desde que llegara al poder en Varsovia a finales de 2007. Europa tampoco habrá de descuidar a Ucrania, pese a las complicaciones derivadas del encarcelamiento de Yulia Timoshenko. Pero no es un tema de solución a largo plazo. No hay que limitarse a esperar que Rusia evolucione hacia una democracia liberal. Si hay más Europa, el interés de Rusia por la Unión crecerá inevitablemente. En cambio, una Europa desunida dará más alas al nacionalismo autoritario ruso.

Turquía y Europa

En sintonía con todas las Administraciones americanas de las últimas décadas, Brzezinski comparte la opinión de que Turquía debe ingresar en la UE. Es una visión de gran calado estratégico, ajena a los debates culturales planteados en algunos países europeos.

Parte de un análisis de la historia turca que con Mustafá Kemal Atatürk abandonó los designios imperiales para concentrarse en una modernización interna inevitable. Tampoco cree el estratega americano que la aceleración del proceso de reformas democráticas en la última década, pese a las restricciones en la libertad de prensa, terminen en un régimen islamista. Más democracia no desembocará en la trágica paradoja de menos libertad. Además, la política exterior “neo-otomana” de buenas relaciones con sus vecinos y el mundo árabe en general, está basada más en consideraciones geopolíticas que en una especie de solidaridad musulmana.

De ahí que Brzezinski vea un panorama sombrío si Europa sigue rechazando a Turquía. No solo sería el declinar del proceso de democratización y modernización turco, sino que tendría efectos negativos para la propia Europa. Y también para Rusia, pues una Turquía poderosa, que a la vez sea una “prolongación informal de Europa”, surgirá como un factor de estabilidad en Oriente Medio y Asia Central, un espacio geopolítico vital para europeos y rusos.

Sin embargo, estas consideraciones estratégicas son propias de un norteamericano, y podrían serlo de un británico o un polaco, pero difícilmente lo serán de un federalista europeo con más o menos comillas, sea alemán o no, de esos que piensan que Turquía reduce Europa a la cooperación intergubernamental o a un mero espacio económico.

Buscando la estabilidad en Asia

Brzezinski reconoce la complejidad de los tiempos que estamos viviendo en la escena internacional. Pasó la época de una única superpotencia, como pudo ser EE.UU. al final de la guerra fría, pues en un mundo interactivo e interdependiente hay que apostar por una cooperación constructiva y dejar de lado los clásicos ejes de alianzas. Dicho de otro modo, tratar de aislar a China y de encerrarla por medio de alianzas de Washington con sus vecinos, en particular la India, Japón, Corea del Sur o los países del sureste asiático, no es aconsejable. No solo porque aumenta el riesgo de conflictos no deseados, sino también porque eso no puede más que contribuir a exacerbar el nacionalismo y el militarismo chinos. Esto no quiere decir que EE.UU. no deba tener una robusta asociación estratégica con los países de la periferia asiática. Antes bien, tiene que profundizar en una cooperación política, económica y militar, sin que esto sea el preludio de una coalición antichina.

En el fondo, Brzezinski sigue siendo un admirador del pragmatismo de Deng Xiaoping, al que tuvo ocasión de tratar cuando era consejero de seguridad nacional de Carter. Por eso piensa que el futuro de China, y en consecuencia del mundo, pasa por una estrecha relación entre China y EE.UU., también porque vivimos en una economía global en la que chinos y americanos se siguen necesitando mutuamente.

Realismo prochino

Como representante del realismo en las relaciones internacionales, nuestro autor no se aferra a la esperanza de la democratización de China, algo que sí ve posible a largo plazo en Rusia. Por el contrario, mantiene sus expectativas en una generación de dirigentes chinos tecnócratas, que sabrán controlar los dogmas ideológicos, incluso los del nacionalismo, para construir una relación de ventajas mutuas con la potencia que aún sigue manteniendo la primacía. China busca, en realidad, expulsar a los americanos de Asia, por mucho que éstos estén trasladando su principal foco de interés estratégico a orillas del Pacífico. Brzezinski aconseja, sin embargo, que Washington se esfuerce por demostrar que puede ser útil a los chinos como “constructor de puentes” entre ellos y sus recelosos vecinos. De ahí que haga hincapié en favorecer una auténtica reconciliación entre China y Japón, que a la larga también beneficiará los intereses norteamericanos.

El realismo prochino del analista le lleva a descartar cualquier tipo de alianza formal con la India. No cree en ninguna liga de las democracias frente a los regímenes autoritarios, tal y como se ha defendido en sectores del partido republicano. Opina que sería muy perjudicial para Washington no sólo en sus relaciones con el mundo musulmán, que le ha causado grandes problemas desde mucho antes de los atentados del 11-S, sino también en las relaciones estadounidenses con Rusia y China. En realidad, los rusos estarían encantados de esta alianza que serviría de contrapeso a China. Moscú se sentiría más seguro en Asia y probablemente perdería interés por construir una auténtica asociación estratégica con Europa, esa incorporación a Occidente que es defendida lo largo del libro.

El Occidente ampliado dependerá de Europa

La principal conclusión a la que llegamos tras la lectura de este libro, es que la ampliación de Occidente a Turquía y Rusia, con sus posibles efectos positivos en la estabilidad de Asia, depende más de Europa que de EE.UU. Habría que preguntar a Brzezinski qué sucedería si Europa no cumpliera esas expectativas, y probablemente nos respondiera que la primera perjudicada sería Europa, sin contar que EE.UU. tampoco puede esperar indefinidamente. De hecho, Washington está dando una prioridad absoluta a su asociación estratégica con Turquía, aliado indispensable en Oriente Medio y Asia Central.

No obstante, la relación con Rusia es más compleja. Los designios estratégicos de Putin son totalmente opuestos, pues saca más partido de una Europa dividida y distanciada de Washington. La única esperanza para Brzezinski es el paso del tiempo, con la aceleración de los acontecimientos. ¿Quién habría sospechado hace cuatro décadas que la anquilosada URSS de Breznev iba a dejar paso a una Rusia emergente? Quizás 2025, la fecha que apunta el autor en su libro, nos traiga, o incluso antes, más novedades en la escena geopolítica.

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