En una sociedad abierta, los que mejor atienden las necesidades de su prójimo obtienen ganancias y los que yerran incurren en quebrantos
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Sábado, 05 de octubre 2024
En una sociedad abierta, los que mejor atienden las necesidades de su prójimo obtienen ganancias y los que yerran incurren en quebrantos
LA NACIÓN – En nuestro medio se ha agudizado la manía del igualitarismo, pero no es una tendencia original, puesto que lamentablemente se observa en muy distintos países, incluso en algunos de los que han tenido una tradición de respeto recíproco y que la han abandonado en pos de la guillotina horizontal. Resulta de gran importancia subrayar la igualdad ante la ley, es decir, la igualdad de derechos; en cambio, la pretendida igualdad de resultados indefectiblemente empobrece a todos, muy especialmente a los más vulnerables.
Las diferencias de rentas y patrimonios son la consecuencia directa de lo que la gente hace en el supermercado y afines. Por eso resulta tan contraproducente cuando los gobiernos proceden a redistribuir ingresos, puesto que inexorablemente significa contradecir los deseos y preferencias de la gente que distribuyó pacífica y voluntariamente sus recursos, para imponer por la fuerza otras direcciones de los siempre escasos factores de producción. Incluso Thomas Sowell –senior research fellow de Hoover Institution– aconseja no recurrir a la expresión “distribución de ingresos, puesto que los ingresos no se distribuyen, se ganan”.
Aun al apartarse del consejo de Sowell, producción y distribución son dos caras del mismo proceso: quien produce recibe como contrapartida su ingreso. Por eso resulta tan disparatada la aseveración, seguramente bienintencionada, de que “primero hay que producir y luego veremos cómo se distribuye”, sin comprender que nunca habrá producción si se está en manos arbitrarias para distribuir en un sentido distinto de quienes producen.
En esta misma línea argumental se insiste en el atrabiliario concepto de “justicia social”. Esta entelequia solo puede tener dos significados: por un lado, una grosera redundancia, puesto que la justicia no puede ser mineral, vegetal o animal, es solo social, y por otro lado la acepción más generalizada de sacarles a unos lo que les pertenece para darles a otros lo que no les pertenece, situación que contradice la definición clásica de “dar a cada uno lo suyo”, y “lo suyo” remite al derecho de propiedad, que es en este caso contradicho. Por eso es que el premio Nobel de Economía Friedrich Hayek ha escrito que todo sustantivo seguido del adjetivo “social” lo convierte en su antónimo: constitucionalismo social, derechos sociales, democracia social y naturalmente justicia social.
Tal como nos enseña el profesor de Harvard Robert T. Barro, “el determinante de mayor importancia en la reducción de la pobreza es la elevación del promedio ponderado del ingreso de un país y no disminuir el grado de desigualdad”, y otro premio Nobel de Economía, James M. Buchanan, consigna: “Mientras los intercambios se mantengan abiertos y mientras la fuerza y el fraude queden excluidos, aquello sobre lo cual se acuerda es, por definición, lo que puede ser clasificado como eficiente”.
Anthony de Jasay –célebre profesor de Oxford– muestra cómo la metáfora deportiva es autodestructiva cuando se dice que lo razonable es que cada uno largue en igualdad de condiciones en la carrera por la vida y que es injusto que unos tengan ventajas sobre otros debido a diferencias patrimoniales. Pero a poco de andar se percibe que en ese esquema el primero en llegar a la meta se percatará de que ha realizado un esfuerzo inútil, puesto que en la largada de la carrera siguiente lo nivelarán nuevamente y, por lo tanto, en este correlato deportivo con las diferencias de ingresos, no podrá transmitir el resultado de su energía a sus descendientes.
El punto medular en este análisis consiste en que, en una sociedad abierta, los que mejor atienden las necesidades de su prójimo obtienen ganancias y los que yerran incurren en quebrantos. Y no es que en el proceso de cooperación social se proceda de este modo por razones filantrópicas, es que se está obligado a actuar de esa manera si se quiere el propio mejoramiento. Y lo trascendental del asunto es que esas ganancias significan tasas de capitalización más elevadas, lo cual constituye la única causa de aumentos de salarios en términos reales. Esa es la diferencia entre países ricos y pobres, y, a su vez, esas inversiones mayores son el resultado de marcos institucionales que establecen el respeto recíproco.
Como hemos señalado en otra oportunidad, hoy en día, en gran medida, ocurre con los gobiernos lo que describía Ray Bradbury en su novela Fahrenheit 451: bomberos que incendian, es decir, gobernantes que en lugar de garantizar derechos, los conculcan.
Uno de los canales más frecuentes que apuntan a la aplicación de la guillotina horizontal es el impuesto progresivo. Como es sabido, ese tributo se traduce en que la alícuota progresa a medida que progresa el objeto imponible, a diferencia del gravamen proporcional, que, como su nombre lo indica, implica uniformidad en la tasa. La progresividad produce tres efectos dañinos centrales. En primer lugar, altera las posiciones patrimoniales relativas, a saber, la gente con sus compras y abstenciones de comprar va distribuyendo ingresos, con lo que consecuentemente surgen distintas posiciones relativas de ingresos entre los destinatarios. Pues bien, la progresividad cambia esas directivas, con lo que se modifica la asignación de recursos, contradiciendo las citadas indicaciones, lo cual se traduce en derroche, que a su turno afecta salarios.
En segundo término, bloquea la tan necesaria movilidad social, ya que dificulta el ascenso y descenso en la pirámide patrimonial. Y por último, la progresividad es en verdad regresividad, ya que por las razones apuntadas, al mermar la inversión debido a los mayores pagos progresivos de los contribuyentes de jure disminuyen los ingresos de los marginales, que se convierten en contribuyentes de facto.
Para recurrir a la terminología de la teoría de los juegos, es pertinente destacar que en toda transacción libre y voluntaria ambas partes ganan, que es otro modo de decir que son de suma positiva, a diferencia de lo que se conoce como el “Dogma Montaigne”, donde se supone que quien gana es el que recibe la suma monetaria y pierde el que la entrega en la transacción. Esto es el resultado de obsesionarse con el lado dinerario del intercambio sin atender que la entrega de dinero es para recibir un bien o un servicio que el interesado valora en más. Aquella perspectiva se extiende al comercio internacional, en el que equivocadamente se atribuye valor a las exportaciones y se subestima el peso de las importaciones, cuando precisamente se exporta para poder importar, del mismo modo que nosotros vendemos nuestros servicios para poder adquirir lo que necesitamos.
Por último mencionamos una idea que, prima facie, aparece atractiva y razonable, pero esconde un problema medular. Se trata de la “igualdad de oportunidades”. La sociedad libre brinda mejores oportunidades, pero no iguales; la mencionada igualdad es ante la ley, no es mediante ella; las oportunidades no son a costa de arrancar el fruto del trabajo ajeno. Si a un amateur en el tenis se le diera igualdad de oportunidades de jugar con un profesional, habría que, por ejemplo, obligar a que este utilizara el otro brazo al que está acostumbrado a emplear en ese deporte, con lo que se habrá lesionado su derecho. El igualitarismo anula los efectos beneficiosos de liberar las energías creativas, en especial para los más necesitados.
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