Una economía que opera en un contexto de mercados competitivos deriva en que tiende a maximizarse, simultáneamente, el bienestar de los consumidores y productores.
Cada consumidor, dadas sus preferencias, con los recursos disponibles a su alcance y con la información que tenga, tomará las decisiones que juzgue apropiadas para tratar de maximizar su bienestar y el de su unidad familiar. Cada empresa, por su parte, buscará maximizar el rendimiento sobre el capital invertido, utilizando la tecnología de producción que sea tecnológicamente eficiente y, que además, le permita minimizar los costos de producción. En este escenario, la única renta válida es la que se deriva de la explotación transitoria de una patente, siendo este sistema el que incentiva la investigación y la introducción de cambios tecnológicos en la producción, principal fuente de crecimiento económico.
Habiendo señalado lo anterior, un simple vistazo a la economía mexicana nos muestra que una parte significativa de los mercados no operan en condiciones de competencia y, peor aún, que México es, como lo ha sido en el pasado, un país de rentistas que nada tiene que ver con el avance tecnológico. Son rentistas que aprovechan la existencia de un arreglo institucional para apropiarse de una parte del ingreso nacional por arriba de su contribución a la generación de valor agregado. Y es esto lo que explica, en gran medida, el que la economía mexicana siga teniendo un desempeño por demás mediocre. Ejemplos de la búsqueda y apropiación de rentas abundan, todas ellas en detrimento del bienestar de la población y del crecimiento económico. Van algunos.
Primero, la excesiva e ineficiente regulación en los tres órdenes de gobierno facilita a la burocracia, para efectos prácticos, actuar como extorsionadores, lo que les permite apropiarse de una parte del ingreso de las familias y las empresas. Esto se traduce en menor inversión, menor crecimiento, mayores precios y, en suma, menor nivel de bienestar.
Segundo, también en el sentido de utilizar el poder público para obtener un beneficio personal es la muy alta incidencia de corrupción en el renglón de obras públicas y de adjudicación de contratos para ser proveedor del sector público. Moches y mordidas son práctica común para ser el "favorecido", aderezado en muchas ocasiones con obvios conflictos de interés. El resultado, presupuestos públicos inflados, menor calidad de las obras, menor inversión y crecimiento y eso sí, sin duda, el enriquecimiento de los funcionarios.
Tercero, empresas que incurren en prácticas monopólicas absolutas o relativas y que les permite apropiarse de una renta a costa directamente del bienestar de los consumidores quienes pagan precios más elevados (mermando su ingreso real disponible) y consumiendo bienes y servicios de menor calidad.
Cuarto, los líderes sindicales que, aprovechando una deficiente legislación laboral, pueden extraerle rentas tanto a las empresas como a los trabajadores que dicen representar. Tan esto es así que prácticamente no existe ningún líder sindical que sea pobre. Y a éstos hay que agregar a los líderes sindicales de empleados públicos: un verdadero insulto.
Quinto, la suciedad en la nómina pública: una plagada de "aviadores", asesores (como los del Senado que ni siquiera pagan impuestos), trabajadores comisionados para labores sindicales, sueldos injustificables y más.
Sexto, los partidos políticos, que se diseñaron para sí mismos una legislación que les permite recibir enormes transferencias de recursos públicos. Son para el sistema político mexicano, lo que los mercaderes del Templo eran para Jesús: unos ladrones.
Y todos ellos están prestos para proteger sus rentas. ¿Y el progreso de México y el bienestar de sus habitantes? Ah, eso no importa.
Este artículo fue publicado originalmente en Asuntos Capitales (México) el 12 de mayo de 2015.
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