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Ninguna causa justifica la tortura

“…la hipocresía no sólo se encuentra en algunos de los que combaten al terrorismo, sino, como repetidamente se ha visto en distintos lares, está incrustada en ciertos personajes que alardean de proteger derechos humanos…”

La Nación – Se debate en diversos foros la posición de Estados Unidos sobre los llamados «interrogatorios coercitivos», al tiempo que existe el agujero negro de Guantánamo y agentes gubernamentales subcontratan torturadores en terceros países, como quedó documentado en un meduloso libro de Stephen Grey. Asimismo, la lucha antiterrorista que ha tenido lugar en buena parte de América latina sigue dando lugar a discusiones.

César Beccaria, el precursor del derecho penal, escribe: «¿Qué derecho sino el de la fuerza será el que da potestad al juez para imponer pena a un ciudadano mientras se duda si es o no inocente? No es nuevo este dilema: o el delito es cierto o es incierto; si es cierto, no le conviene otra pena que la establecida por las leyes y son inútiles los tormentos, porque es inútil la confesión del reo; si es incierto, no se debe atormentar a un inocente». Concluye Beccaria: «No vale la confesión dictada durante la tortura».

No se justifica la tortura en ninguna circunstancia, incluso si se conjetura que determinada persona sabe quién hará detonar una bomba, y aunque se sospeche de que es cómplice del hecho. No resulta aceptable argumentar que hacer sufrir a una persona queda compensado por las muchas vidas salvadas. Cada persona tiene valor en sí misma. La vida de una persona no se debe a otros. No cabe la pretensión de hacer balances, como si se tratara de carne en la balanza de la carnicería. El fin es inescindible de los medios. Los pasos en dirección a la meta impregnan ese objetivo. La conducta civilizada no autoriza a abusar de una persona, independientemente de lo que ocurra con otras (llevados al extremo, estos «balances sociales» conducirían a justificar dislates como el sacrificio de jubilados para que los jóvenes puedan vivir mejor). La legitimación del abuso pone en riesgo la supervivencia de la sociedad abierta, puesto que ésta descansa en pilares éticos.

Además, el ejemplo de la bomba supone más de lo que es posible suponer. Parte de la base de que el torturado posee la información, de que la bomba existe y funciona, de que el sospechoso trasmitirá la información correcta, de que la tortura se limitará a ese hecho, etcétera.

A veces se formulan interrogantes de este tipo: ¿usted no autorizaría la tortura de un sospechoso si eso pudiera salvar la vida de su hijo secuestrado? En realidad, son preguntas tramposas, como las que aparecen en las life boat situations : en caso de encontrarse en un naufragio, ¿usted acataría la decisión del dueño del bote disponible o forzaría el abordaje de toda su familia en lugar de permitir el embarque de otras personas preferidas por el titular? No es posible el establecimiento de normas de conducta civilizada extrapolando situaciones de conmoción excepcional y ofuscamiento que en ciertas circunstancias abren compuertas a procedimientos reñidos con la moral, puesto que eso significaría el naufragio de la sociedad civilizada.

En el caso del debate sobre la tortura (y en infinidad de otros casos) es útil colocarse en la posición de la minoría. Si detienen injustamente a un hijo y lo torturan, no hay forma de probar la inocencia si no se admite el debido proceso. Antiguamente, los godos, vándalos, hunos y germanos (cimbros y teutones) condujeron las «invasiones bárbaras» sobre el Imperio Romano. Se practicaba todo tipo de suplicios y finalmente se degollaba a los adultos vencidos, se sacrificaban niños a los dioses, se construían cercos con los huesos de las víctimas y las mujeres profetizaban con las entrañas de los derrotados.

En un proceso evolutivo, los conquistadores tomaban después a los conquistados como esclavos («herramientas parlantes», según la horripilante denominación de entonces). En la guerra moderna, se establecieron normas para el trato de los vencidos. Pero en lugar de profundizar la senda civilizada y responsabilizar a quienes producen lo que livianamente se ha dado en llamar «daños colaterales», en lugar de eliminar la bajeza de la embrutecedora y castrante «obediencia debida», nos retrotraemos a la barbarie de la tortura.

Michael Ignatieff escribe: «La democracia liberal se opone a la tortura porque se opone a cualquier uso ilimitado de la autoridad pública contra seres humanos, y la tortura es la más ilimitada, la forma más desenfrenada de poder que una persona puede ejercer contra otra».

Recientemente se ha sugerido la «regulación de la tortura», como consecuencia de la antes mencionada subcontratación de torturadores en terceros países por parte del gobierno de Estados Unidos y debido a la existencia de Guantánamo. En este sentido, se mantiene que esta regulación sería para evitar la hipocresía de la política norteamericana, que, mientras declama el Estado de Derecho, abre las puertas al abismo. Se sigue diciendo que esta regulación «mitigaría y encauzaría la tortura por carriles adecuados a las circunstancias». Pero esto significaría la legalización del crimen. El crimen regulado no es menos criminal. No tiene gollete que se considere una aberración la tortura a ciudadanos norteamericanos mientras se estima aceptable someter a suplicios a no estadounidenses. Este modo de ver las cosas, entre otros aspectos, quita toda autoridad moral a los que pelean contra el terrorismo, puesto que adoptar procedimientos de la canallada convierte en canallas a quienes se supone que están defendiendo el derecho.

No es admisible que algunos se escuden en afirmaciones cobardes como que la guerra es siempre terrible y otras de similar calaña para justificar procedimientos aberrantes y eludir el debate. El debido proceso, en su caso el juicio sumario con todas las garantías, no puede reemplazarse por la carta blanca para torturar y matar. De este modo, eventualmente, se podrán ganar batallas en el terreno militar, pero indefectiblemente se pierden en el campo moral.

Claro que la hipocresía no sólo se encuentra en algunos de los que combaten al terrorismo, sino, como repetidamente se ha visto en distintos lares, está incrustada en ciertos personajes que alardean de proteger derechos humanos (lo que, como hemos dicho en estas columnas, constituye un grosero pleonasmo, puesto que las rosas y las piedras no son sujetos de derecho), cuando en verdad es mera pirotecnia verbal que nada tiene que ver con la justicia, al desconocer los crímenes atroces y execrables cometidos por las bandas terroristas.

Por último, el controvertido tema de la suspensión de las libertades individuales con la supuesta idea de preservar el orden jurídico. Paradójico en verdad es dejar sin efecto el derecho para salvaguardar el derecho. Otorgar visos de juricidad a aquello que es por naturaleza extrajurídico se asemeja a una ficción. No es novedosa la idea de la interrupción del derecho: viene de Roma. Se ha escrito muchísimo sobre esta delicada cuestión, pero, en todo caso, esta concepción se ha traducido reiteradamente en abusos de poder, incluyendo la tortura.

En este sentido, Ira Glasser pasa detallada revista a algunos episodios ocurridos en Estados Unidos como consecuencia de estos llamados estados de excepción. Muestra cómo la legislación sobre sedición y sobre extranjeros de 1789, la de espionaje de 1917, otra vez la de sedición de 1918 y la orden ejecutiva de F. D. Roosevelt en 1942 condujeron a grandes injusticias y severas restricciones de las libertades individuales, sin que ofrecieran mayor seguridad.

Recuerda Glasser, por ejemplo, que Ronald Reagan llamó a esta última disposición «una histeria de guerra racista», debido a que condenó a 112.000 personas de descendencia japonesa a campos de concentración en Estados Unidos, y «ni uno de los 112.000 fue imputado de un crimen ni acusado de espionaje o sabotaje. Ninguna evidencia fue jamás alegada y no hubo audiencias».

Hannah Arendt escribió sobre las patrañas políticas en el fiasco de Vietnam y ahora hemos visto las graves violaciones a los derechos de las personas por la aplicación de la vergonzosa ley denominada «patriota» en Estados Unidos, a raíz de las agresiones criminales del 11 de septiembre de 2001 y la invasión a Irak. Benjamin Franklin advertía: «Aquel país que renuncia a algunas libertades en nombre de la seguridad no merece ni la libertad ni la seguridad». Curiosa es, en verdad, la estrategia de liquidar anticipadamente las libertades como defensa contra el ataque terrorista que, precisamente, pretende aniquilar las libertades.

«Para novedades, los clásicos», reza el conocido aforismo. En nuestro caso, es pertinente recordar un pensamiento de Dante: «Todo el que pretende el fin del derecho, procede conforme a derecho. (…) Es imposible buscar el derecho sin el derecho. Formalmente, nunca lo verdadero sigue a lo falso».

Libertad y Progreso

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