Pensamiento y Cultura

Quinto centenario de ´Utopía´, la famosa obra de Tomás Moro

“Utopía” es un juego literario, una divertida y culta sátira escrita para ridiculizar la búsqueda de la organización política perfecta.


Publicada en 1516, “Utopía” de Tomás Moro es una obra de una inusitada riqueza y de no fácil lectura, que ha causado asombro y estupor. El canciller inglés empleó la ficción para analizar sarcásticamente la situación de su época y proponer una lúcida concepción de la política que, en el contexto actual de la posverdad, resulta conveniente recordar.

Gran parte de la fascinación que ha ejercido Utopía desde que se publicó se debe a la pluralidad de lecturas que ha suscitado, a la dificultad de su acentuado estilo irónico y al entramado simbólico que encierra. En ella Moro mostró una profunda sutileza retórica y una fina inteligencia, cualidades que le distinguieron a lo largo de su vida –también a la hora de enfrentarse al martirio– y que en gran parte explican su atractivo.

Es la complejidad de esta obra breve, aparentemente sencilla, lo que ha hecho posible un sinfín de interpretaciones: desde las conservadoras hasta las más revolucionarias. Como ha indicado Peter Ackroyd, uno de sus últimos biógrafos, es muy difícil determinar la opinión propia de Moro en Utopía. Se ha intentado aclarar sus pretensiones, diferenciarlas de las de sus interlocutores y averiguar si en verdad anhelaba una transformación tan completa y radical de la sociedad o si lo que buscaba era solo escribir una parodia sobre las quimeras políticas.

Delirios políticos

Desde el mismo momento de su publicación, Utopía fue un éxito. Erasmo, amigo y confidente de Moro, elogió la obra y se difundió muy rápidamente. Pero lo transcendental ha sido, sin lugar a dudas, su éxito posterior, porque no solo determinó el surgimiento de un novedoso género literario, sino un afortunado adjetivo –utópico– para calificar los delirios sociales y políticos.

Pero esta obra, ha explicado Peter Berglar, no tiene ninguna pretensión programática. A un amante de la lengua griega y defensor de su enseñanza no se le podía escapar que el nombre empleado no connota estrictamente una ubicación imaginaria o un lugar ideal –significados que solo nacieron más tarde y siempre en referencia al texto de Moro–, sino justamente un no-lugar, es decir, un proyecto que, como se sugiere en las páginas finales, no se antoja realizable.

De ahí que sea necesario distinguir entre el mensaje de Utopía y el llamado utopismo político, con el que desafortunadamente se suele vincular. Reformadores sociales, revolucionarios, planificadores e idealistas de todas las estirpes ideológicas han creído continuar el proyecto de Moro y defender su legado. Pero en realidad se han distanciado de él, porque la intransigencia que conlleva todo programa utópico, con su imperturbable voluntad de transformar el mundo, enturbia el horizonte político con especulaciones peligrosas y absurdamente abstractas.

Un nuevo género político

Sería ingenuo entender Utopía como una confesión de las convicciones políticas del canciller inglés, y simplista no leer entre líneas de la intrincada red simbólica y argumentativa que subyace en la educada conversación que mantienen Rafael Hitlodeo, el sabio navegante, y el propio Moro. Su discusión versa sobre la capacidad de influencia del filósofo –del humanista, del intelectual– en la política.

Históricamente, no se ha tenido suficientemente en cuenta la originalidad de esta obra política ni sus aportaciones; hasta hace poco, los expertos veían el trabajo del mártir inglés como una contribución más, si bien sobresaliente, al humanismo. Pero la concepción del poder político y el modelo de príncipe que aparece en Utopía conlleva altas exigencias morales. Y, a tenor del curso de la política, la propuesta de Moro –su insistencia en vincular el ejercicio del poder con la virtud– constituye una alternativa moderna –y nada trivial– a esa otra perspectiva, más influyente tal vez, pero también más cínica, ofrecida por Maquiavelo y los primeros tratadistas de la razón de Estado.

Pero si Utopía fuera solo un ejemplo más de ese estilo de exhortación moral tan característico de finales de la Edad Media y del Renacimiento; si hubiera sido escrito a la manera de un espejo de príncipes o incluso de la Institutio principis christiani, de Erasmo, no hubiera sido tan relevante ni tan releído. Su innovación fue crear un nuevo género político, más que literario, empleando la ficción narrativa para transmitir el consejo y sugerir soluciones a los problemas de su momento, como forma, en definitiva, de encauzar subrepticiamente la influencia pública del intelectual.

Cuando escribió la obra, Moro se encontraba ante una disyuntiva existencial: ¿debía dedicarse a la política y entrar en el Consejo del rey, o sería eso contraproducente para sus intereses teóricos y convicciones? Utopía posee un trasfondo biográfico que es importante tener en cuenta para comprender su mensaje. Y puede afirmarse que en ella Moro da a conocer un ponderado y juicioso proceso de esclarecimiento personal, revelando los pros y contras del compromiso político.

Política de la seducción

En el libro primero, después de narrar su experiencia con Vespucio, Rafael Hitlodeo explica por qué, a pesar de conocer tanto mundo, no entra al servicio de ningún rey. La corrupción de la época, el afán de riquezas, la lisonja y la venalidad han hecho imposible, a su juicio, mejorar la sociedad. “No hay espacio para la filosofía entre los reyes”, sostiene con pesimismo.

Moro sabía por su amplia formación que el filósofo era incómodo al poder: basta recordar la figura de Sócrates. Y critica claramente el estilo cortesano, la ineficacia, el despilfarro económico, las corruptelas y la hipocresía de quienes están más atentos a su propio beneficio que a la salud de la “república”. Pero, a diferencia de Rafael, esta situación envilecida no le lleva a dimitir de su vocación política, sino a oponer al maximalismo utópico de su interlocutor una política más pragmática y prudencial que, aunque no puede extirpar por completo el mal, se esfuerza por hacer que las “cosas sean lo menos malas posible”.

Así, en Utopía se enfrentan dos formas de hacer y de entender la vida pública. De un lado, una radical e intransigente, que puede nacer tanto de simples cavilaciones teóricas como de una comprensible indignación. Pero aunque sus propósitos puedan ser bienintencionados, a Tomás Moro no se le escapa que, al orillar la contingencia y complejidad de lo humano, puede resultar contraproducente o absurda, como lo son algunas de las costumbres de los utopianos.

Frente a esas formas más impositivas, de otro lado existe una concepción más práctica que exige al intelectual representar un papel en la farsa política, pero que permite la transformación paciente y gradual, equilibrada, de las cosas. Moro no desconoce, como señala en su libro, que “las opiniones malignas y las convicciones perversas no pueden ser plenamente arrancadas de los corazones”, pero esto no es motivo para desesperanzarse políticamente ni para embarullar el ambiente con propuestas fantásticas.

Utopía resuelve, pues, astutamente un dilema clásico: el que se plantea entre el bien y el poder, la verdad y la política. En sus páginas se defiende una lúcida “política de la seducción”, en la que, mediante “estratagemas sutiles y métodos ingeniosos”, el implicado en la función pública interviene oportunamente para solventar los conflictos y desórdenes sociales. Es esa contraposición entre la política más teórica y la sana moderación pragmática, que no transige con el mal, lo que deslumbra y resalta en la lectura de la obra.

Un espejo invertido

Pero ¿cómo es la vida en la isla fundada por Utopo? Nada en Utopía es casual, ni siquiera, como es evidente, el nombre de la isla; tampoco el del propio Rafael, cuyo apellido quiere decir, significativamente, charlatán. Utopía no es solo un lugar sin ubicación espacial: es una isla en la que como por ensalmo han desaparecido las diferencias económicas, sociales, culturales e incluso religiosas.

Las 54 ciudades que la forman son iguales; tienen la misma disposición urbana y se encuentran a idéntica distancia; las casas cuentan con una misma distribución. Tampoco difieren las costumbres, ni los ritmos de trabajo y descanso. Solo cambian periódicamente las ocupaciones, pero se asegura que los ciudadanos se dediquen durante cierto tiempo a tareas agrícolas.

Sus habitantes trabajan, pero tienen una vocación humanista y tiempo suficiente para cultivar su espíritu. No hay propiedad privada; tampoco afán de lucro. Los utopianos viven austeramente y no usan dinero, ya que tienen todo lo que necesitan para llevar una existencia feliz. Pero su armonía no está exenta de ciertas costumbres absurdas o incoherentes. Es como si esa sociedad fuera tan perfecta que el lector no pudiera reconocerse en ella.

En la descripción de ese estado ideal, se ha señalado que Moro deseaba detallar las condiciones sociales que le tocó vivir, sublimando con el recurso de la fábula los vicios y defectos de la política de su época. En este sentido, su obra sería, a fin de cuentas, una acerada crítica y un recurso literario para llamar la atención sobre el origen de las costumbres corruptoras y sobre sus nefastas consecuencias para el orden social. En palabras de Berglar, fue un desahogo con el que Moro expresó su descontento y un complemento político que ampliaba la jocosa e influyente reprobación que contiene Elogio de la locura de su amigo Erasmo.

La ironía de Utopía

Desde que se publicó en 1516, esta obra, la más conocida de su autor, ha concitado la admiración de los enemigos de la propiedad privada; también durante este año de conmemoración algunos trabajos han insistido en afirmar que la intención de Moro era proponer abolirla y censurar el libre intercambio de bienes. Pero esta interpretación, demasiado directa y evidente, resta importancia al peculiar estilo irónico de Moro.

Utopía debe ser considerada, antes que nada, como un juego literario, una divertida y culta sátira escrita con la finalidad de ridiculizar la búsqueda de la organización política perfecta. No hay que pasar por alto, a este respecto, que en el segundo libro –en el que se expone la vida y costumbres de ese lejano país–, Moro solo toma la palabra al final y lo hace para cuestionar la viabilidad de su organización y en concreto, para cuestionar la propiedad colectiva y la ausencia de dinero.

¿Puede tomarse en serio esta obra de un humanista perspicaz y creer que el sueño de un interlocutor que responde al nombre de “charlatán” manifiesta una clara voluntad política? Es importante recordarlo e insistir en ello para compensar la interpretación que ha hecho el marxismo de Utopía. Desde Kautsky a Habermas, se ha visto en ella una apología del igualitarismo económico, e incluso se ha destacado a Moro como un comunista avant la lettre. Pero ninguna de estas cosas es exacta.

Por otro lado, a juzgar por el éxito político del género que inauguró, la ironía y la sátira empleada por Moro parecen haberse vuelto contra sus propias pretensiones. Es una divertida paradoja, para un autor tan ocurrente y brillante, que se le contemple como el más eximio representante de la política idealista. Pues, en realidad, ni Bacon ni Campanella, ni los socialistas utópicos ni la postrera ficción científica de B.F. Skinner recogen el testigo del político y mártir inglés. Su legado, por el contrario, lo recibe toda esa tradición literaria ingeniosa y cercana a la parodia que se burla con sorna de los desvaríos políticos y las locuras de la razón.

© Aceprensa

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