La calle es un espacio de protesta en las sociedades democráticas cuando los gobiernos no satisfacen las necesidades o intereses de amplios grupos de ciudadanos. Las manifestaciones son habituales en los sistemas libres. Hemos visto cómo cientos de miles de franceses salían varios días a las calles de muchas ciudades para protestar por la reforma de pensiones, impulsada y aprobada por decreto por el Gobierno, a pesar de la presión y la violencia de los manifestantes. Macron no ha hecho caso.
El descontento social con una fuerte carga ideológica ha explosionado en las calles israelíes con protestas multitudinarias en la ciudad de Tel Aviv para impedir que el Gobierno Netanyahu apruebe una ley, que rompe de hecho con la división de poderes y que otorga al ejecutivo y al legislativo un control sobre el poder judicial. El lunes unos cien mil israelíes protestaron ante la Kneset, con las banderas nacionales en las que está estampada la estrella de David.
Figuras tan relevantes como Shlomo ben Ami, exvicepresidente del Gobierno laborista israelí, han salido al paso con vehemencia ante la temor de que Israel deje de ser un país democrático. Las protestas no tienen un fundamento social sino marcadamente ideológico, político e institucional. Presionado por la calle, por periodistas, políticos de la oposición y el mismo presidente de la República, Netanyahu ha cedido a las protestas y ha aplazado la aprobación de la reforma judicial “para prevenir un conflicto civil”.
Un estadista no debe gobernar desde la calle sino desde las instituciones. Pero cuando las protestas son tan multitudinarias y duran tantos días es bueno detenerse y pensar qué razones hay para un descontento tan extendido y persistente. Y actuar en consecuencia.
Cuentan de Luis XVI que se fue de caza el 14 de julio de 1789 y al regresar de un día caluroso en los campos cercanos a Versalles escribió en su diario “rien”, nada, y que al oír el alboroto al levantarse al día siguiente preguntó si había una revuelta. El duque de La Rochefoucauld-Liancourt le contestó: “No, señor, no es una revuelta, es una revolución”.
Cuando los debates salen de las instituciones y se celebran popularmente en las calles es que algo no funciona en la vida de una sociedad democrática. Las huelgas, las protestas y las críticas son derechos intocables que hay que respetar porque están amparados por las constituciones de países libres. Las autocracias y dictaduras no tienen ningún problema, porque aplican la fuerza y se saltan las leyes sin tener que rendir cuentas a los que protestan o a la opinión pública.
Jean Monnet, el gran artífice de la Unión Europea, decía que “nada es posible sin las personas, pero nada perdura sin las instituciones”. Posiblemente tendría en mente a Napoleón III, el último monarca que reinó en Francia, republicano y emperador, romántico, liberal y socialista utópico, que fue el precursor del que sigue a rajatabla lo que quiere el gran público y acaba criticado e incluso rechazado por quienes en algún momento le aclamaron. En su caso perdió el trono, fue derrotado por el ejército de Bismarck y perdió Alsacia y Lorena, que pasaron a ser tierras de la Alemania unificada. El primer ministro británico del momento, Benjamin Disraeli, dejó escrito que la unificación alemana era más importante que la Revolución Francesa.
La política consiste también en saber decir no, pero sin apartar las antenas de lo que pide y siente la gente. Felipe González dijo al no conseguir la mayoría absoluta en las elecciones de 1993: “He entendido el mensaje de los ciudadanos: quieren el cambio del cambio”. A los tres años, José María Aznar entraba en la Moncloa y Pujol le garantizaba la investidura con el célebre pacto del Majestic de 1996.
Son tiempos de general descontento. Por la subida del coste de la vida, por la guerra de Ucrania, en la que estamos implicados, por la crispación ambiental y por las divisiones profundas en todas las sociedades europeas y americanas que se rebelan contra los gobiernos o, desde el poder, se desprecia a la oposición y a todos los que disienten. Una atmósfera cargada.
El tiempo dirá si Macron aguantará el desafío multitudinario en las calles francesas o si Netanyahu volverá con su reforma judicial en unos meses. O la política vuelve a las instituciones o entraremos en un periodo de grandes e inesperadas convulsiones.
Publicado en La Vanguardia el 29 de marzo de 2023