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División de opiniones

Esta misma semana el Congreso mejicano ha debatido una reforma de aquella Constitución que incluye la protección de un novedoso derecho a la «preferencia» sexual

 

«Las leyes de igualdad están siendo usadas como espada en vez de como escudo. El derecho a tener unas creencias, y a actuar de acuerdo con ellas, se coloca en contra del derecho a no ser ofendido; y pierde»
 

Mike Judge

Todo aficionado que se precie no duda en sentirse capaz de detectar y degustar la verdad del toreo. La unanimidad respalda sin gran problema a esa verdad cuando se desvela y da paso a un lance escultórico. Pero las corridas no suelen ser precisamente una sucesión de unanimidades. Para los revisteros lo de «Fulanito de Copas en su segundo división de opiniones» está a la orden del día, sin que esto implique asomo alguno de relativismo; pura constatación sociológica.

La verdad se impone por sí misma cuando se deja ver, pero lo normal es que haya alguna nube y no todo acabe percibiéndose con nitidez similar al blanco y al negro. Las mismas circunstancias condicionan el juicio. No es lo mismo ver los toros desde el sol que desde la sombra. El que está sufriendo el avasallamiento solar acaba necesitando verse compensado de tan ardua penitencia; es fácil que si no encuentra motivo razonable para ello se lo invente. De ahí el socorrido brindis a la solanera, que estimula ese afán de ver satisfechos los sudores. Al final será frecuente que la discutida vuelta al ruedo acabe encontrando respuesta plural de uno a otro tendido.

Con el lenguaje jurídico está pasando lo mismo, quizá porque no pocas veces es la forma más llevadera de torear al personal por lo fino. Cuando me ocupé en un libro de la jurisprudencia constitucional sobre discriminación por razón de sexo, un experto me insistió en la distinción entre sexo y orientación sexual. Lo del sexo no resultaba particularmente opinable; lo de la orientación parecía poner en guardia, en un contexto más bien pasivo, ante la posible existencia de querencias discrepantes de las habitualmente asignadas al referente fisiológico.

La «querencia», como es bien sabido, tiene menos que ver con el querer que con un cierto determinismo instintivo. Podía cumplir pues el papel de una llamada tolerante a la cautela, ante la posible criminalización de conductas sin probada responsabilidad del agente. La fórmula, por lo que se ve, acabó sabiendo a poco. Esta misma semana el Congreso mejicano ha debatido una reforma de aquella Constitución que incluye la protección de un novedoso derecho a la «preferencia» sexual. El cambio no es irrelevante. No es lo mismo verse orientado, que suena a querencia, que preferir esto o lo otro, que expresa un querer. No hay ahora apelación a una responsabilidad atenuada, que cuestionaría previsibles deberes; ha entrado en juego una autodeterminación generadora de derechos.

La división de opiniones tiende pues a desaparecer, porque donde no hay verdad la opinión pierde todo sentido. Las preferencias son meras opciones derivadas de un acto de voluntad. La ausencia de referencia a toda verdad convierte al libre arbitrio en arbitrario. Se podrá estar a favor o en contra, pero el debate racional pierde sentido. La que sufrirá en consecuencia será la libertad de expresión, que se apoya en la opinión buscadora de la verdad. No hay noticia de que nadie, al expresar su código moral, haya experimentado algún problema por suscribir el rechazo del adulterio. Se entiende que la tolerancia lo haya despenalizado, pero a nadie se le ha ocurrido por ahora convertirlo en derecho, sin alguna burocracia colateral. No parece sin embargo cómodo asunto expresar rechazo ante una preferencia; lo que era legítimo juicio moral se convierte en fobia odiosa contra quien se limita a explorar novedosas, o no tanto, fórmulas de comportamiento.

Cuando irrumpe un fenómeno, lo de la verdad del toreo parece convertirse en monserga de puristas rancios. Después de lo que hemos pagado y la solana que nos ha caído, mejor aplaudir y que le abran la Puerta del Príncipe.

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