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Una provocación de Keynes a los liberales

Un libro respecto a qué debe hacer el gobierno frente a esta Gran Recesión iniciada en 2008 refiere la polémica que sobre el mismo asunto tuvieron, durante la Gran Depresión de 1930, dos geniales economistas. El libro está publicado en inglés y se llama Keynes Hayek: the clash that defined modern economics (Keynes Hayek: el choque que definió la economía moderna). El autor es el periodista económico D. Nicholas Wapshott y ha sido publicado por W.W. Norton & Company en 2011.

Al  destacado economista venezolano Javier Peraza, un gran docente

El libro es una lectura absorbente. Está escrito con erudición, elegante prosa y sólida incitación a la reflexión. En él se recoge además del pensamiento, la historia personal, encuentros y desencuentros entre John Maynard Keynes (1883-1946) y Friedrich August von Hayek (1899-1992). Hayek ganó el nobel en 1974. Keynes seguramente lo habría ganado también, previsiblemente antes, mas su vida no duró hasta 1969, año en que se creó el Premio Nobel de Economía.

Uno de los aportes del libro es rescatar varios documentos esenciales para entender cómo se van desarrollando el pensamiento tanto de Keynes como de Hayek. Haré varias reseñas sobre ellos y volveré al libro de Wapshott oportunamente para una reseña.

Hago primero una advertencia. Mi pensamiento es esencialmente liberal, mas sólo un fanático desacreditaría a Keynes. La revista Time lo eligió el mejor economista del siglo XX y colocarlo como un simplón quien reclama un gasto público elevado e inflacionario es hacer una injusticia notable. Keynes fue una de las mentes más brillantes en economía, siendo además uno de esos escasos economistas con talento para hacer fortuna en especulación bursátil. Era sólido en matemáticas, filosofía, historia, estética y por supuesto economía. Su talento era tan versátil como para crear el concepto de la probabilidad condicional o escribir un ensayo biográfico sobre Newton. Cualquier liberal serio, si pretende desarmar a Keynes, ha de tomarse una molestia mínima: estudiarlo con respeto. Hayek lo hizo. Milton Friedman también. Para dar una perspectiva sobre cómo Hayek se tomaba a Keynes en serio, Wapshott refiere este testimonio del nobel:

“Aquellos de nosotros quienes tuvimos la buena suerte de conocerlo personalmente pronto experimentábamos el magnetismo del brillante conversador, con su amplio espectro de intereses y su embrujadora voz.”

Ambos estuvieron marcados por dos guerras mundiales y la Gran Depresión. Hayek experimentó además la hiperinflación que agobió a su natal Viena tras la Primera Guerra Mundial. Keynes saltó a la fama con Las Consecuencias Económicas de la Paz (1919) en el cual denunciaba la torpeza con la cual se negociaron las reparaciones de guerra tras la Primera Guerra Mundial, siendo testigo privilegiado cuando se firmó el disparatado Tratado de Versalles (signado el 28 de junio de 1919). Imponiendo condiciones ruinosas sobre indemnizaciones económicas que Alemania y Austria habían de pagar a los aliados vencedores –entre ellos Reino Unido, Francia y Estados Unidos de América -, se degeneró en hiperinflación en los territorios vencidos y el régimen nazi. Keynes criticaba la miopía entre los políticos protagonistas en las negociaciones, evidenciaba con perspicacia sus deficiencias de personalidad para tal momento histórico y preveía el desorden que sobrevendría en Europa tras aquel acuerdo. Tenía él un mérito especial: haber sido enviado por Reino Unido en el equipo asesor de David Lloyd George (1863-1945) y fue tal la impresión negativa que se llevó Keynes cuando vio cómo los burócratas abordaban el asunto, guiados por el espíritu retaliador correspondiente al primer ministro francés Georges Clemenceau (1841-1929), que el economista cayó enfermo en plena negociación, se marchó y escribió su alegato vehemente, tan bien relatado por cierto que era empleado para los cursos de inglés para extranjeros durante su época. Así que Keynes saltó a la palestra pública evidenciando cómo un mal gobierno puede tener consecuencias destructivas. El libro hace las delicias de cualquier liberal contemporáneo.

No menos crítico fue con Sir Winston Churchill (1874-1965) cuando este asumió la responsabilidad económica en Reino Unido en 1923. Keynes publicó artículos periodísticos criticando que Reino Unido apreciaba artificialmente su moneda, atándose al patrón oro y generado así una pérdida de competitividad internacional. Es en ese entorno cuando Keynes prepara una de sus conferencias más polémicas, la cual reseño en estas líneas.

Se trata de The end of laissez-faire (El final del dejar hacer). El genio de Cambridge impartió la conferencia en Oxford en noviembre de 1924, en las ponencias “Sydney Ball Lectures”. En junio de 1926 repetiría la exposición en Berlín, siendo que los defensores de la Escuela Austríaca tuvieron acceso a ella. Citando a Wapshott: “Para miembros de la Escuela Austríaca quienes leyeron el discurso Sidney Ball, Keynes había desacralizado su principio guiador, que el mercado libre era virtuoso y todos lo intentos de domesticarlo eran malos o estériles o ambos”.

Bajo la óptica de economía austríaca, cualquier intento de intervención gubernamental conspiraría contra un “orden espontáneo” o “natural” existente en el mercado. A quien sugiera la posibilidad de que el Gobierno intente cambiar los resultados económicos arrojados por el mercado, se le contestaría con una tesis la cual bien puede encajarse en las “reactivo-reaccionarias” propuestas por Albert O. Hirschman en Retóricas de la Intransigencia (FCE, 1991):

“…Tres tesis reactivo-reaccionarias principales, a las que llamo la tesis de la perversidad o del efecto perverso, la tesis de la futilidad y la tesis del riesgo. Según la tesis de la perversidad toda acción deliberada para mejorar algún rasgo del orden político, social o económico sólo sirve para exacerbar la condición que se desea remediar. La tesis de la futilidad sostiene que las tentativas de transformación social serán inválidas, que simplemente no logran ‘hacer mella’. Finalmente la tesis del riesgo arguye que el costo del cambio o reforma propuesto es demasiado alto, dado que pone en peligro algún logro previo y apreciado.”

En suma, que el gobierno entre en la arena económica entraña que sus esfuerzos sean inocuos – sin efecto alguno -, que generen un resultado adverso o sencillamente que sean peligrosos al punto de quebrantar un resultado social como lo es la libertad.

En sintonía con esto, el mismo libro de Hirschman comenta sobre una obra que Hayek publicara 20 años después de Keynes dar su pistoletazo inicial a la intervención gubernamental en asuntos económicos. Se trata de The Road to Serfdom  (Camino de Servidumbre), publicado originalmente en 1944. Citando a Hirschman:

“La estructura básica del argumento era notablemente sencilla: toda tendencia a la expansión del radio de acción del gobierno está destinada a amenazar la libertad. Esta afirmación se basaba en el siguiente razonamiento: i) la gente generalmente no puede ponerse de acuerdo más que en unas pocas tareas comunes; ii) para ser democrático el gobierno tiene que ser consensual; iii) el gobierno democrático sólo es posible por consiguiente cuando el gobierno confina sus actividades a las pocas sobre las que la gente puede ponerse de acuerdo, y iv) de ahí que cuando el Estado aspira a emprender importantes funciones adicionales, encontrará que sólo puede hacerlo por coerción y tanto la libertad como la democracia serán destruidas. ‘El precio que tenemos que pagar por un sistema democrático es la restricción de la acción del Estado en aquellos terrenos donde puede obtenerse el acuerdo.’ Esta es la manera en que Hayek expresó la cuestión fundamental ya en 1938 en un trabajo que menciona en su prefacio a The road to serfdom  [Freedom and the economic system, publicado en Contemporary review] diciendo que contiene el ‘argumento central’ de su libro. En otras palabras, la propensión a la ‘servidumbre’ de cualquier país es una función directa, monótonamente creciente del ‘radio’ del gobierno. Este argumento simplista es aún el puntal principal de la tesis de riesgo aplicada al Estado Benefactor”.

Ese ‘Estado del Bienestar’ distaba de existir en 1924, salvo iniciativas como la tomada por Bismarck al anticipar la Seguridad Social en 1880. Cuando Keynes propone que el gobierno actúe en materia económica la sabiduría convencional, en un tema sobre el cual la gente aún distaba de estar versada, era que el Estado debía “dejar hacer y dejar pasar”. Ese es el famoso principio “laissez-faire” vigente durante el grueso de la Revolución Industrial. Siguiendo a Encyclopaedia Britannica cuando elabora sobre el término, se tiene:

“Laissez-faire fue una doctrina tanto económica como política. La teoría prevaleciente durante el Siglo XIX fue que los individuos, persiguiendo sus propios fines, podrían así alcanzar así los mejores resultados para la sociedad de la cual formaban parte. La función del Estado era mantener el orden y la seguridad para evitar la interferencia con la iniciativa del individuo en pos de sus propios fines deseados. Mas los defensores del laissez-faire argumentaban que el gobierno tenía un papel fundamental tanto en el cumplimiento de los contratos como en la garantía del orden social”.

Esa coincidencia entre intereses individuales y resultados sociales comienza a cuestionarse a inicios del Siglo XX. Cuando Keynes da su discurso, la crisis económica está instalada en Europa, en forma especialmente de inflación en Alemania y Austria, junto a menor competitividad en Reino Unido. Aún faltaba por venir la Gran Depresión en 1929. Keynes coloca en el tapete si debe seguirse aplicando el principio de “dejar hacer” cuando los resultados económicos son pobres. De hecho se anticipa a la primera huelga general de trabajadores ingleses en 1926. Y su siguiente afirmación en el discurso tendría eco en los oídos de cualquier innovador e incluso liberal:

“Una historia de la opinión es necesaria preliminarmente para emancipar la mente. No sé que hace a un hombre más conservador – no conocer nada salvo el presente o nada salvo el pasado (…) Una ortodoxia está en cuestionamiento y mientras más persuasivos sean los argumentos, mayor será la ofensa”.

El primer mérito de la conferencia es rastrear de dónde viene el famoso ‘laissez-faire”. Estudiando la historia del término, Keynes localiza su origen en la respuesta que un industrial francés, de apellido Legendré, da al mercantilista ministro Jean-Baptiste Colbert bajo el reinado Luis XIV cuando el funcionario interroga sobre cómo promover la economía francesa. “Déjenos hacer”, sería la respuesta, contrariando la lógica mercantilista plagada de aduanas y abundantes restricciones comerciales, concibiendo que en el comercio hay un juego “suma-cero” –yo gano, tú pierdes-. Ahora bien, el “laissez-faire” alcanza carta de ciudadanía intelectual cuando lo emplea en sus escritos el Marqués d’Argenson hacia 1751 (el nombre completo correspondiente a este ministro de Luis XV es René-Lois de Voyer de Paulmy, siendo que vivió entre 1694 y 1757; Keynes se queda sin dar estos detalles del personaje). Para el Marqués, “para gobernar mejor, se debía gobernar menos”.

Si bien el laissez-faire se ha asociado con los fisiócratas. Keynes afirma que los escritos de ellos no darían suficiente pie a tal identificación, “aunque ellos fueron proponentes de la armonía esencial entre intereses individuales y sociales”. En la literatura económica inglesa, el término está sin figurar en la obra de Adam Smith, Ricardo o Malthus. Cuando se refiere a Smith en la conferencia, Keynes señala:

“Adam Smith era, por supuesto, partidario del libre comercio y un opositor a muchas restricciones del Siglo XVIII sobre el comercio. (…) Incluso su famoso pasaje sobre ‘la mano invisible’ refleja la filosofía que asociamos con Paley# en lugar del dogma económico del laissez-faire. Como Sidgwick y Cliff Leslie han señalado, la defensa por Adam Smith sobre ‘el obvio y simple sistema de la libertad natural’ es derivado de su visión optimista y teísta sobre el orden del mundo tal como establece en La Teoría de los Sentimientos Morales mas que de una proposición de economía política propiamente dicha”.

Cuando el término ‘laissez-faire’ aterriza en la literatura británica con más notoriedad es en la obra de Jeremy Bentham (1748-1832), filósofo utilitarista sobre quien Keynes dice que “no fue un economista”. Keynes cita una de las obras de Bentham – curiosamente llamada Manual de Política Económica escrito en 1793 y cuya difusión completa sólo llegaría en 1843 -, en la cual señala: “La regla general es que nada debe ser hecho o intentado por el gobierno; el lema o prescripción para el gobierno en estas ocasiones habría de ser: Quédate tranquilo… El requerimiento que la agricultura, la industria y el comercio presentan al gobierno es tan modesto y razonable como el que Diógenes hizo a Alejandro: aléjate de mi Sol.”

El laissez-faire se va instalando como noción en economía, si bien ya en la segunda mitad del Siglo XIX pasa de ser una afirmación entusiasta a cierta resignación pesimista. En 1870 Keynes rastrea un estudio del economista clásico irlandés John Elliot Cairnes (1823-.1875) quien en una ponencia sobre “Política Económica y Laissez Faire” dada en el londinense University College, concede que “la máxima de laissez-faire no tiene una base científica, sino que es una simple regla práctica que tenemos a mano”.
Y citando más extensamente a Cairnes, Keynes rescata este fragmento en la ponencia:

“La noción prevaleciente es que la  Política Económica se propone mostrar cómo la riqueza puede ser más rápidamente acumulada y mejor distribuida; esto equivale a decir que el bienestar humano puede ser más efectivamente promovido por el simple proceso de dejar a la gente actuar por cuenta propia; esto es, dejar a los individuos guiarse por el interés propio, sin restricciones del Gobierno o la opinión pública, mientras se abstengan de la violencia y el fraude. Esta es la doctrina comúnmente conocida como laissez-faire; y en sintonía con ella la Economía Política es, en mi opinión, generalmente considerada como una especie de exposición científica de esta máxima – una defensa de la  libertad de la iniciativa individual y del contrato como la solución única y suficiente de todos los problemas industriales”.

En suma, el amor por el dinero conduciría a la maximización de felicidad individual y social. Keynes ironiza afirmando que “el filósofo político podía retirarse para dar lugar al hombre de negocios – dado que el último podría obtener el supremo bien del filósofo simplemente al buscar su propia ganancia privada”. La filosofía utilitarista, enraizada en el pensamiento económico habría conseguido conciliar el egoísmo señalado por el filósofo David Hume (1711-1776) con el igualitarismo que propugnaba Bentham. Keynes objeta esta visión en que fines individuales y sociales se armonizan:

“El mundo no está tan gobernado desde lo alto para que el interés privado y social siempre coincidan. No es tan gestionado aquí abajo como para que en la práctica se correspondan. No es una deducción correcta de los principios económicos que el interés individual ilustrado siempre opere en el interés público. Tampoco es verdad que el interés propio generalmente sea ilustrado; generalmente los individuos actuando por separado para realizar sus propios fines son demasiado ignorantes o débiles para siquiera alcanzar estos. La experiencia no sustenta que los individuos, cuando componen una unidad social, tengan una visión menos clara que cuando actúan por separado”.

Este párrafo anticipa una discusión sobre racionalidad individual y colectiva la cual es al menos inquietante. El individuo irracional e ineficiente en la búsqueda de su beneficio probablemente acabe relegado mediante selección natural –un aliado decimonónico para el “laissez-faire”-, mas nada conduce a presuponer esto y tampoco que el triunfador consiga maximizar los resultados sociales al mismo tiempo que los propios.

Keynes señala a su maestro de Cambridge Alfred Marshall (1842-1924) como un estudioso de los casos en que el interés privado y social están en desarmonía. Hoy en día hablamos de casos en los cuales hay “externalidad”, esto es, cuando la función de coste individual y la social están en disonancia. El ejemplo claro es el industrial que produce manufacturas y sin intención (esto es importante: como subproducto involuntario) contamina el ambiente; en la función de coste individual está sin incorporarse el coste sobre la sociedad referente al deterioro ecológico. La otra cara de la moneda es cuando el bienestar individual desconsidera la utilidad social adicional – una persona que se educa suele olvidar que la sociedad funcionará mejor con gente más ilustrada y con mayor urbanidad; puede fallar el cálculo personal a tal punto que la inversión individual en educación se recorte por el esfuerzo personal que supone y se desatienda el daño social, nuevamente involuntario, resultante.

Recordando el curso sobre externalidades que me dio mi propio profesor Manuel Jacobo Cartea, incluso en estos casos de externalidad habría una solución en sintonía con el “laissez-faire”: si hay derechos de propiedad claramente establecidos y costes transaccionales ínfimos, entonces podrá darse una solución de mercado a las externalidades. Se conseguiría “internalizar” la externalidad. Si hay una ley ambiental clara o si el daño es efectuado sobre las tierras de un tercero cuya propiedad es clara, siendo accesible negociar sin costes prohibitivos –se habla un mismo idioma, hay costes muy bajos para desplazarse a dialogar y el tiempo disponible es amplio -, se podrá alcanzar una conciliación entre bienestar individual y social. Claro está que todo esto se refiere a externalidades. Si el industrial causa un daño voluntario a terrenos comunales o de otro ciudadano, estamos ante alguien quien viola la Ley. El “laissez-faire” también tiene respuestas para tal antisocial: un Estado el cual imponga el orden legal y evite la coerción entre individuos.

Volviendo a Keynes, ya está allanado el terreno hacia el cual quiere conducirnos. El “laissez-faire” es simplemente una “hipótesis incompleta introducida en pos de simplicidad”. Por sólo mencionar algunas complicaciones que se le oponen, Keynes incluye: “cuando el tiempo requerido para el ajuste es largo”; “cuando la ignorancia prevalece sobre el conocimiento” y “cuando monopolios y asociaciones interfieren con la igualdad en la negociación”. Indudablemente, tiene un punto. Alguien al estilo de un Milton Friedman (1912-2006) argüiría que es irrelevante si una hipótesis es realista o no; lo que es importante es si la teoría construida a partir de ella sí tiene poder explicativo. Y ciertamente el “laissez-faire” ofrece conclusiones interesantes, deducciones poderosas y puede ser que el simple anhelo crematístico sea menos socialmente dañino respecto a otras ansias, como el poder político, la fuerza militar o el nacionalismo.

Keynes admite que el “laissez-faire” es poderoso por la debilidad existente en teorías que se le oponen. En tal línea señala:

“No obstante los principios del laissez-faire han tenido otros aliados al margen de los manuales de economía. Debe admitirse que han sido confirmados en la mente de pensadores sólidos y la gente razonable por la pobre calidad en sus propuestas opositoras – el proteccionismo, por una parte y el socialismo marxista por la otra. Estas doctrinas no sólo o principalmente se caracterizan por infringir la presunción general del laissez-faire, sino por su simple falacia lógica. Ambos son ejemplos de un pensamiento pobre o la incapacidad para analizar un proceso y seguirlo hasta su última consecuencia.” 

Ya Keynes va tomando distancia respecto a Karl Marx (1818-1883; apréciese que Marx muere el mismo año que nace Keynes, si se cree en estas coincidencias). Esto queda aún más contundentemente expresado cuando Keynes remata así el párrafo precedente:

“De las dos [doctrinas opositoras al “laissez-faire”] el proteccionismo es al menos plausible, y las fuerzas que han ayudado a su popularidad no son nada sorprendente. Mas el socialismo marxista siempre se mantendrá como una advertencia para los historiadores de las ideas – ¿Cómo una doctrina tan ilógica y tan tonta puede haber ejercido una influencia tan poderosa y duradera sobre la mente de los hombres y, a través de ellos, sobre los eventos de la historia?”.

Así que Keynes se aleja frontalmente de  Marx, lo cual dará algún sosiego al liberal que le lea. En cuanto al proteccionismo, está claro que Keynes lo ve defendible porque hay intereses creados alrededor de él. Prohibir importaciones beneficia a industriales locales y crear barreras comerciales siempre redunda en ganancias para ciertas industrias, incluyendo tanto a sus empresarios como trabajadores. Así que le ve una explicación la cual le resulta inasible para el socialismo marxista.

¿Qué propone Keynes como alternativa al “laissez-faire”? Propone separar claramente lo que debe estar en la “Agenda” del gobierno de lo que no debe estar. Afirma: “La más importante Agenda del Estado se relaciona no con esas actividades que los individuos ya están realizando, sino a aquellas funciones que caen fuera de la esfera individual, a aquellas decisiones que no son tomadas por nadie salvo que el Estado las ejecute.”

En sintonía con esto, plantea que dentro del Gobierno operen “agencias”, definidas como “cuerpos ‘semiautónomos’ dentro del Estado” cuyo “criterio de actuación dentro de su propia área de desempeño sea solamente el bien público tal como lo entiendan” y “sujetas en última instancia a la soberanía democrática expresada a través del Parlamento”. Una de estas agencias, según Keynes, sería el Banco de Inglaterra (banco central) y considera otros ejemplos como las universidades, la autoridad portuaria londinense e incluso las compañías ferroviarias. Estos organismos especializados contarían con facultades para actuar en terrenos donde la iniciativa privada espontánea esté menos activa, como es fijar la oferta monetaria, estimular el comercio, desarrollar infraestructura de transportes y producir conocimiento. En cualquier caso, Keynes se queda sin elaborar mucho respecto a la “Agenda” y se aprecia que para nada incluye todavía las instituciones relacionadas con el Estado Benefactor contemporáneo, como es por ejemplo la salud pública.

Es probable que Keynes haya percibido el principal peligro de su propuesta. En sus trabajos anteriores denunciaba la incompetencia de los políticos en materia económica. Destacaba como la miopía nacionalista había impuesto unas ruinosas condiciones a Alemania y Austria tras la que él llamó “guerra  civil europea” – la Primera Guerra Mundial-. Luego atacó la apreciación artificial de la libra británica. Así que, percibiendo el riesgo de injerencias torpes en el tema económico, rescata a estas agencias las cuales operarían como cuerpos técnicos especializados. La respuesta de Hayek, en su Contra Keynes y Cambridge, al considerar por ejemplo al Banco de Inglaterra señala el peligro de un manejo inapropiado sobre la actividad económica. Siguiendo a Wapshott:

“Hayek concedía que ‘si es administrado con extraordinaria precaución y sobrehumana habilidad’ el plan de que el gobierno inyecte dinero en el sistema para provocar demanda ‘podría…Probablemente, ser hecho para prevenir una crisis’. Mas lo más probable, ‘a largo plazo’ es que tal manipulación de la economía ‘traería grandes perturbaciones y la desorganización del sistema económico como un todo’”.

El terreno en la cual se debatirá qué debe hacer el Estado en economía está más o menos delimitado ya. Por un lado, la postura de que el Gobierno debe intervenir en asuntos económicos donde los particulares muestran insuficiente competencia o simplemente están sin hacer nada. Esto puede ocurrir, por ejemplo, ante un desempleo masivo en que parece ausente una solución social guiada por el proceder individual. Es lo que ocurrió en la Gran Depresión y se está viviendo casi un siglo después en la Gran Recesión. La postura contraria advierte sobre el peligro que representa un Gobierno actuando en materia económica. Hoy casi aceptamos como un hecho tal intervención, mas siguen resonando ecos de la Escuela Austríaca y Hayek advirtiendo el peligro: atentar contra cierto orden espontáneo, obtener resultados adversos – la inflación es uno- e incluso sacrificar la libertad.

Sí que debe aclararse que Keynes para nada propone renunciar al Capitalismo, aunque tenga algunos recelos sobre la forma en que funciona durante 1924-1926. Esto se percibe directamente cuando advierte a quienes añoran que se regrese a la planificación y economía dirigida por el Gobierno vigentes durante la Primera Guerra Mundial: “…La disipación de esfuerzo fue también enorme, y la atmósfera de desperdicio y ausencia de contabilidad sobre los costes fue irritante para cualquier espíritu ahorrativo o previsor”. Y de manera más directa, también en la misma ponencia, señala, casi al cierre: “Por mi parte pienso que el capitalismo, sabiamente manejado, puede ser hecho más eficiente para alcanzar los fines económicos que cualquier sistema alternativo a la vista, mas que en sí mismo es extremamente objetable. Nuestro problema es construir una organización social que sea tan eficiente como sea posible sin atacar nuestras nociones de una vida satisfactoria”. Los años venideros darían una respuesta, con el llamado “Capitalismo Reglamentario” y el Estado del Bienestar.

En la ponencia sobre el “laissez-faire” se percibe un malestar ante el sufrimiento social resultante con el ciclo económico. Una frase rescatable con plena vigencia en 2012 es esta que figura en la sección V del texto: “…Hago bien en recordarles, en conclusión, que el más fiero debate y las divisiones de opinión más profundamente sentidas es probable que sean dirimidas en los próximos años no respecto a cuestiones técnicas, donde los argumentos de cada parte son esencialmente económicos, sino alrededor de lo que, a falta de mejores palabras, puede llamarse psicológico o, probablemente, moral”.

Keynes en malas manos puede ser un arma arrojadiza peligrosa. Nada hace pensar que el político profesional o el ingeniero social consigan mejores resultados que el individuo operando por su cuenta en el mercado. Un irracional con poder puede terminar siendo simplemente un poderoso irracional, amplificando con sus privilegios políticos la miopía y mal cálculo correspondientes al ciudadano común.

Una muestra del peligro está en la Argentina actual  con un burócrata económico: el Sr. Axel Kicillof. Este personaje dedicado a políticas proteccionistas, expropiación y restricción cambiaria ha escrito varios estudios sobre Keynes, siendo que ha llegado a España el más reciente –  Volver a Keynes. Clave Intelectual, 2012  -. Sólo que leyendo estas páginas preliminares# que ha publicado en 2002, escritas en un estilo ampuloso, llego a la conclusión que está dejando entrar a Marx por la puerta de atrás cuando estudia a Keynes. Un párrafo como este es ilustrativo de la mezcla rara que hace:

“Esta libertad que es elevada a la categoría de valor eterno, de derecho inalienable del hombre, tal como fue promulgado por la revolución burguesa de 1889 no es más que la limitada libertad propia del régimen capitalista, la libertad propia de los poseedores de mercancías. Es la restringida libertad de comprar y vender. Bajo esa apariencia se esconde en realidad la forma más general de dominación en la que los hombres son servidores no de otros hombres sino del producto material de su trabajo, de cosas bajo cuyo control se encuentran”.

Si alguien quiere rescatar a Keynes con alguna seriedad que lea Skidelsky o Minsky. El propio Wapshott es otra fuente notable y será el eje para próximas entregas. En el ínterin, sugiero precaución con quienes intentar dar asidero al totalitarismo con ideas keynesianas. Confirman la amenaza que detectaba Hayek: una servidumbre ya no bajo fuerzas económicas incontrolables, sino directamente sometiéndose a la férula de dictadores con ínfulas o acólitos tecnocráticos.

Por: Carlos Goedder
Cedice Libertad
www.cedice.org.ve
carlosurgente@yahoo.es

Madrid, Junio de 2012

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