La esencia de la disputa actual, marcada por el paro general, reside en las recientes políticas del presidente Javier Milei. Su decreto y la ley “Bases” desafían frontalmente un entramado de privilegios, devolviendo a los ciudadanos la ‘libertad de elegir’. Esta libertad amenaza el flujo de ingresos de los sindicalistas, al permitir a los trabajadores elegir dónde y cómo gestionar su salud y sus afiliaciones.
La libre competencia entre las empresas de medicina prepaga y las obras sociales promete desmantelar las “filtraciones” que han enriquecido a los sindicalistas, amenazando su mundo de lujos y excesos.
Los sindicalistas se han posicionado firmemente contra la reforma laboral propuesta por el Gobierno, argumentando la defensa de los ‘derechos de los trabajadores’. Sin embargo, en este discurso se omite una realidad crucial: el 45% de los trabajadores privados en Argentina se encuentra en la economía informal.
Estos trabajadores, que forman parte del sector más vulnerable y empobrecido de la sociedad, no gozan de ningún derecho laboral al estar empleados de manera no registrada, o ‘en negro’. Esta situación pone de manifiesto una brecha significativa en la protección y derechos laborales, donde un gran segmento de la fuerza laboral se encuentra desamparado, mientras que los discursos de los sindicatos parecen centrarse en preservar un sistema que beneficia principalmente a quienes ya están integrados formalmente en el mercado laboral.
Más de 14 millones de argentinos, al votar por Javier Milei, han elegido un camino que desafía este modelo de privilegios arraigados y estructuras cuasi “mafiosas”. La ley y el decreto son solo el comienzo. Quedan muchos privilegios por desmantelar, como el PAMI, u otros como los privilegios de los empresarios de Tierra del Fuego que merecerán nuestro próximo artículo porque es necesario abaratar las computadoras y los teléfonos celulares que son una herramienta indispensable para salir de la pobreza.
Pero este primer paso es significativo, marcando un posible cambio de rumbo en el destino del gobierno actual y, por ende, de toda Argentina.
Peronismo, sindicatos y obras sociales
En una maraña de poder y ambición, el coronel Juan Domingo Perón, quien fue ascendido a general después del golpe de Estado de las Fuerzas Armadas de Argentina en 1943, emergió como el creador del Partido Justicialista. Inspirado en el modelo corporativista de Benito Mussolini en Italia, Perón forjó un sistema en el que los sectores de la sociedad -trabajadores, empresarios, profesionales- se convertían en piezas de un engranaje corporativo controlado.
Los sindicatos, bajo la nueva personería gremial, se movían al ritmo dictado por Perón, unidos a un control estatal que se manifestaba como un caluroso abrazo de hierro.
Eva Perón, confiscó la beneficencia privada y la transformó en solidaridad pública, dirigiéndola con mano férrea hacia la visión de ganar “el amor del pueblo” para su marido, el presidente Perón. La influencia peronista se extendió a la Policía, las Fuerzas Armadas y el sistema educativo.
Monumentos en honor al líder se erigieron por todos lados, y ciudades y provincias fueron renombradas en su homenaje. En 1949, este entramado de poder fue nombrado la “comunidad organizada”, una designación que escondía una estructura vertical y jerárquica.
El papel de las obras sociales
La historia tomó un giro dramático cuando el general Juan Carlos Onganía, en un nuevo golpe de Estado, concedió a los sindicalistas el control de las obras sociales. Este movimiento transformó a los líderes sindicales en magnates, oligarcas de la salud, que manejaban la vida y el bienestar de los trabajadores, con estructuras que les permitieron mantener durante décadas los privilegios.
Siguieron aumentando su poder y privilegios en 1971, cuando el general Alejandro Agustín Lanusse, derrocando a Onganía, creó el PAMI. Este nuevo tablero quitó a las obras sociales el peso de cuidar a los ancianos, pasando esta responsabilidad al Estado, dejando a los sindicatos con un negocio menos oneroso, por lo tanto, mucho más lucrativo.