Los historiadores recuerdan, en los años finales del siglo XIX e inicios del XX, una serie de conflictos internacionales que anunciaron el fin de la supremacía mundial de Europa. Las sucesivas derrotas de Francia, de Italia, de Gran Bretaña o de Rusia anticiparon un siglo sangriento, atormentado y sobre todo, hasta el día de hoy,
desordenado. El viejo orden internacional estaba terminando.
Los historiadores recuerdan, en los años finales del siglo XIX e iniciales del
XX, una serie de conflictos internacionales que anunciaron el fin de la
supremacía mundial de Europa. Las sucesivas derrotas de Francia en Fachoda, de
Italia en Adua, de Gran Bretaña en la Guayana o de Rusia en Puerto Arturo
anticiparon un siglo sangriento, atormentado y sobre todo, hasta el día de hoy,
desordenado. El viejo orden internacional estaba terminando.
Pero el país
que sufrió con mayor violencia el impacto de los nuevos tiempos y de las nuevas
tendencias fue España. Nuestro país tuvo que enfrentarse en 1898 a la
encarnación misma de la modernidad en las relaciones internacionales, Estados
Unidos. Washington deseaba los restos más jugosos de nuestro viejo imperio
ultramarino, considerados por la inmensa mayoría de los españoles ya partes del
territorio nacional. Para lograrlos, desarrolló sin escrúpulos una guerra
moderna, con todos sus elementos: propaganda masiva en los medios de
comunicación, empleo masivo de una superioridad material absoluta, desprecio por
las reglas tradicionales de la guerra, espionaje, instigación de movimientos
subversivos, mentiras, invención de crímenes de guerra. Un nuevo orden
internacional emergía.
Sin embargo, la España de 1898 tuvo posibilidades
de contener la ofensiva, o al menos de evitar que el conflicto cubano y filipino
de 1898 fuese un “Desastre”. Pero la España de la Restauración, con un rey niño,
una regente extranjera y una clase política partitocrática y corrupta, no estaba
en las mejores condiciones internas para desafiar con éxito la modernidad. En
definitiva, fueron los problemas internos, la división interna de las
conciencias, las causas de la derrota española en la escena
internacional.
Antonio Cánovas
La
explicación es sencilla. Antonio Cánovas, el creador del sistema político basado
en la Constitución de 1876, tenía como meta primera la estabilidad, el orden, la
conservación de las instituciones y sobre todo del peso de los partidos
constitucionalistas dentro de ellas. A esa estabilidad se sacrificó todo lo
demás. Y Canovas concebía la política exterior más como una fuente de problemas
que como una fuente de riqueza y de prestigio. De ahí su idea del
“recogimiento”, la preferencia por una política poco visible, poco ambiciosa, y
sobre todo basada en el aislamiento: nada de alianzas permanentes ni de
compromisos serios con las grandes potencias, para garantizar el
sistema.
Sin embargo, Canovas se equivocó. En 1898 España tuvo que
afrontar sola –voluntariamente sola- un desafío exterior. El aislamiento, la
ausencia en los sistemas de alianzas y en la gran política, pudo justificarse
entonces por razones de política interior e incluso por elevados principios
morales. Pero lo cierto es que nadie salió en defensa de España cuando poco
habría bastado para mejorar los resultados de un año nefasto.
Hoy España
afronta un reto secesionista más grave que el cubano, y hace apenas dos años
tuvo que plantear apresuradamente su defensa contra una agresión exterior
marroquí. Hacerlo sola puede condenarla a un nuevo 98. Y de hecho sus
gobernantes parecen tener como prioridad la conservación de su poder,
manteniendo a España aislada de sus únicos aliados demostradamente leales y
eficientes. Si no se enmienda rumbo, parecemos condenados a ponernos en un
riesgo que ya hace un siglo se demostró letal para nuestra unidad y para nuestro
sistema constitucional. Hay tiempo, pero debe cambiar la política exterior;
bastaría incluso que tuviésemos una política exterior.
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