La presencia de José Luis Rodríguez Zapatero en los campos de concentración austríacos y alemanes, y finalmente en el gran desfile celebrado en Moscú, ha marcado nuestra agenda política internacional de los últimos días. El mundo ha recordado el final de la mayor carnicería conocida, y efectivamente el recuerdo, si ha de servir de estímulo para no caer en los mismos errores, es algo positivo.
Pascual Tamburri
La presencia de José Luis Rodríguez Zapatero en los campos de concentración
austríacos y alemanes, y finalmente en el gran desfile celebrado en Moscú, ha
marcado nuestra agenda política internacional de los últimos días. El mundo ha
recordado el final de la mayor carnicería conocida, y efectivamente el recuerdo,
si ha de servir de estímulo para no caer en los mismos errores, es algo
positivo. Recuerdo, por supuesto, sin revancha por un lado, sin ensañamiento por
otro y sin resentimiento por ninguno de los dos; porque ya no tienen sentido
aquellos bandos.<BR><BR>De hecho, probablemente, nunca lo tuvieron, y José Luis
Rodríguez Zapatero ha sido el último en enterarse del significado a largo plazo
de mayo de 1945. Si se ha enterado, cosa por lo demás dudosa.<BR><BR>En mayo de
1945 terminó, en efecto, el régimen nazi. De un mundo multipolar o tripolar, con
al menos tres grandes modelos de organización política –aunque en realidad las
visiones del mundo y los sistemas de valores no eran tres- se pasó a uno
bipolar. Terminó la aventura tan fatuamente iniciada por el militarismo
chovinista alemán en Polonia el 1 de septiembre de 1939, y con aquellos
responsables primeros muchas otras cosas desaparecieron. En efecto, en el
desfile conmemorativo de Moscú estuvieron los primeros ministros de Italia,
Alemania y Japón. Países derrotados, pero no los únicos
derrotados.<BR><BR>Italia perdió, es verdad, la Segunda Guerra Mundial. Sufrió
una guerra civil sangrienta y un largo régimen de ocupación y mediatización.
Perdió sus provincias orientales, donde hubo un verdadero genocidio por el que
los países responsables, hoy candidatos a la UE, no han pedido disculpas. Perdió
su imperio colonial. Lo mismo sucedió con Japón, reducido a la mínima expresión
geográfica y a una total dependencia material, aparte de perder su régimen
político tradicional. Y Alemania, por supuesto, perdió la Segunda Guerra
Mundial, fue lastrada con un eterno complejo de culpabilidad colectiva, fue
separada de Austria, asumió millones de refugiados, supervivientes de las
masacres de Europa oriental, perdió un tercio de su territorio y fue dividida
durante cinco décadas entre los ocupantes.<BR><BR>Perdieron. Pero ¿perdieron
sólo ellos? No puede decirse vencedora Francia, si olvidamos la verborrea de la
“grandeur”, porque a la derrota de 1940 sucedió la guerra civil, la humillación
de Indochina, la retirada colonial y el desgarro de Argelia, que se derivan
directamente de 1945. No puede decirse vencedora Gran Bretaña, que perdió su
potencia imperial, a partir de Palestina y la India en 1947, y que ha quedado
reducida a un país europeo más, y no el más próspero ni el más poblado. Nadie,
en Europa, puede decirse vencedor; la guerra fue una catástrofe colectiva,
independientemente de su resultado, por el mero hecho de haber tenido lugar. Más
que ser celebrada merece ser recordada.<BR><BR>Tampoco tiene mucho que celebrar,
en definitiva, Rusia, la anfitriona de los principales actos. Veinticinco
millones de muertos a cambio de derrotar al Eje les ahorró, sin duda, las
desastrosas consecuencias de la política de ocupación alemana, pero les
proporcionó cincuenta años más de comunismo. El pueblo ruso debe estar orgulloso
de su entereza en aquella ocasión, pues su sangre llevó a su victoria, pero
tampoco ha de ser, precisamente, una celebración en la que
sonreír.<BR><BR>Nuestro presidente del Gobierno sonreía. Zapatero, en nombre de
una España que fue neutral, se creyó no sólo obligado a acudir sino autorizado a
dar su propia opinión. Es el hombre que está consiguiendo, dentro de nuestro
país, resucitar el fantasma de las “dos Españas” y reavivar querellas que para
todos salvo para cuatro fanáticos estaban perdonadas y olvidadas. Con esa
tarjeta de visita ha acudido a Mauthausen y a Moscú. Podría haberlo hecho a
recordar el precio de la libertad y las miserias de los regímenes modernos;
podría haber ido a conmemorar el sufrimiento español en aquella guerra ajena.
Pero no lo ha hecho. Quiere que la guerra continúe, y que Europa entera se
divida, como algunos de los suyos vuelven a dividir España, en “buenos” y
“malos”.<BR><BR>¿Pero quiénes son los “buenos”? Porque no hemos visto a Zapatero
en los cementerios españoles de la zona de San Petersburgo; y no ha mencionado
las víctimas españolas del Gulag soviético, el mayor experimento genocida del
mundo tras el sistema maoísta. De los “niños de la guerra” se han visto fotos,
pero nadie ha dicho que fueron víctimas del aparato propagandístico del PCE y
del PSOE, condenadas a vivir en la URSS y a morir por ella. Nadie ha pensado en
recordar que los combatientes frentepopulistas en la Segunda Guerra Mundial no
lucharon en general por la democracia, sino por la instauración en España de un
delicioso régimen como el de Stalin –y esto vale igual para el maquis que para
muchos de los saludados por Zapatero en Austria entre resplandecientes banderas
de la República-.<BR><BR>Hace unos años toda España estaba unida en la idea de
que la Guerra Civil fue un desastre colectivo del que el país entero había sido
víctima; y era el camino hacia la reconciliación. Zapatero ha cortado ese
camino. Hoy pretende exportar a Europa su versión de los hechos, con la
particularidad, además, de que habla en nombre de un país que sólo participó en
la sangría marginalmente. España, desde luego, no venció la Segunda Guerra
Mundial. Tal vez Zapatero crea otra cosa, pero es de esperar que no consiga
acabar con la reconciliación de Europa.
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