Política

Europa decide en Ankara el futuro de España


Un país no elige ser como es, no elige conscientemente, en un momento concreto, sus signos de identidad. Ni por supuesto su pertenencia a una u otra área de civilización. En la pequeña medida en que esas circunstancias, determinadas por la historia y por ciertos elementos objetivos, sean modificables, esa modificación depende de lentos e inapreciables cambios a largo plazo o de una invasión exitosa por un pueblo extranjero.

Turquía no ha sufrido una invasión revolucionaria ni un cambio étnico, cultural o social. Turquía es, básicamente, la misma que a finales de la Primera Guerra Mundial. ¿Europea? Incluso antes lo era más, pero desde entonces se procedió a una sistemática expulsión o exterminio de las minorías cristianas, griegas y armenias principalmente, que habitaban Anatolia mucho antes de la llegada del primer seldyúcida u otomano. Turquía no es, en ningún sentido salvo en el ínfimo de una mínima parte de su territorio, Europa. No lo es, aunque la extrema derecha de Jean Thiriart se empeñase en ello. No lo es, aunque se haya convertido en el centro de un juego de equívocos que para España pueden ser fatales.

Hay quien dice –y son analistas cualificados- que Estados Unidos está reforzando su alianza con el régimen semidemocrático de Ankara por dos razones: incrementar su presión en el escenario mediooriental y, a la vez, buscar alternativas a la alianza con la Unión Europea que –en el deseo de algunos- muestra signos de rebeldía. Según este mismo análisis, a Turquía se le abren las puertas de la Asia turcófona a cambio de esta alianza.

Los partidarios de la hipótesis geopolítica eurasiática –la cohesión del bloque continental en oposición a la potencia oceánica norteamericana- creen que Europa debe responder a esta amenaza. Unos, tal vez los más hoy, por añadidas consideraciones ideológicas, creen que una UE autónoma debe competir con Estados Unidos por la amistad de Ankara, y que debe fomentarse la europeización de Turquía y su entrada en la misma Unión a cambio de que Washington ceda a París y Berlín la tutela del “hermano menor” turco.

Otros, minoritarios, creen en cambio que Turquía no debe ser admitida en la UE porque se convertiría en un peón de Estados Unidos dentro de la Unión; y, precisamente para defender la misma hipótesis de Eurasia, Turquía debería mantenerse fuera, dependiente si se quiere de la potencia marítima, pero fuera para no entorpecer el proyecto de Gran Eurasia.

Unos y otros se equivocan, y lo hacen con grave daño de los intereses de España. El razonamiento está mal planteado desde su inicio, planteado con la vista puesta en las cuentas de resultados, en las grandes cifras o en la cartografía, pero desde luego no en la realidad de los pueblos. Eurasia, como concepto, con o sin Turquía, es desde luego un espacio geopolítico coherente; pero no lo son sus habitantes, ni sin Turquía ni menos aún con Turquía. Los turcos no son europeos, como no lo son los kazajos (sí la reprimida minoría eslava del país), ni los habitantes de las repúblicas centroasiáticas. Los rusos son europeos, aunque está por ver si son suficientemente fuertes y numerosos para mantener el control de Siberia frente a las masas asiáticas. Y los asiáticos de origen, estén donde estén, no son europeos. Pero sí lo es, por su origen y cultura, la masa del denostado pueblo de los Estados Unidos.

En caso de triunfar la hipótesis euroasiática se construiría un Leviatán sin identidad común pero de enorme potencialidad económica, frente al Leviatán rival nacido del Océano. ¿Es una hipótesis deseable? Desde luego no para España, que es europea por su origen y cultura además de por geografía, pero que vive en el occidente atlántico. A ambos lados del Océano, en Kansas como en Baviera, en Valencia como en Siberia, viven los europeos. Tal es el espacio de convivencia que conviene a España. No, desde luego, uno que incluya a Ankara, y menos aún si la cosa nace de una entelequia antiamericana.

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