Política

España y Líbano: responsabilidad por omisión

“Hafez el Assad legó a su hijo un país que había sobrevivido al odio israelí, a la enemistad estadounidense y al bloqueo islámico; un partido, el Baas sirio, finalmente victorioso sobre la escisión iraquí extinguida con Sadam Hussein y una posición internacional basada en su participación inevitable en cualquier proceso de paz”.


Al morir, Hafez el Assad legó a su hijo unas realidades sólidas: un país que
había sobrevivido al odio israelí, a la enemistad estadounidense y al bloqueo
islámico; un partido, el Baas sirio, finalmente victorioso sobre la escisión
iraquí extinguida con Sadam Hussein; y una posición internacional basada en su
participación inevitable en cualquier proceso de paz, y apoyada en el rol
internacional de agente de paz en Líbano.

Aunque los rumores de guerra
ligados al integrismo y al 11 S ya se sentían, Hafez el Assad murió como uno de
los mayores beneficiados entre los vencedores de la Segunda Guerra del Golfo. Y
si bien en la tercera –la de 2003- Siria se abstuvo de intervenir activamente
contra Sadam Hussein, no es menos cierto que se cuidó también de no prestarle
ninguna ayuda. Siria creyó posible conservar su papel de potencia media regional
en el Nuevo Orden Mundial, y de hacerlo esencialmente a costa del Líbano, a
pesar de toda la retórica antisionista.

Si de Líbano hemos de hablar no
hace falta remontarse muy lejos para llegar a conclusiones sorprendentes.
Artificiales fueron, por supuesto, las fronteras impuestas en el Levante
mediterráneo por Francia y Gran Bretaña tras la traición a varias bandas del
acuerdo Sykes-Picot y de la declaración Balfour, por no hablar de las andanzas y
promesas de Lawrence. Un entorno complejo en lo político y en lo religioso que
ha visto revivir en el siglo XX querellas, vaivenes y genocidios aún impunes.


El escenario es complejo. Ahora Rafik Hariri ha sido asesinado, de tal
manera que todo parece acusar a Siria, que sin embargo en nada sale beneficiada
de la muerte, muy oportuna para sustraerle los frutos de su anterior posición.
Pero la víctima no es Siria, ni Israel, sino Líbano, y dentro de ese país el
actor más débil y más olvidado de todo el escenario mediooriental, y el único
que interesa realmente a España: los cristianos.

Es fácil lamentar ahora
la posición prepotente de Siria en Líbano, por una parte, y la tutela israelí,
por otra. Pero la verdad es que ambas son hermanas siamesas, y que han sido
posibles por el silencio europeo, incluyendo el silencio español. En el verano
de 1990 culminó la tragedia de Líbano, cuando Siria participó en la coalición
que se enfrentó a Irak, y en recompensa se confirmó si presencia militar en
Líbano, así como la israelí.

Dejó entonces virtualmente de existir un
Líbano independiente, y por supuesto las comunidades cristianas que habían sido
el único nervio posible de ese Estado pasaron a una posición de especial
debilidad. Michel Aoun, el general que defendió la libertad de los libaneses
cristianos, perdió todo apoyo internacional y pasó al exilio. Con él, y ante el
silencio europeo, se eclipsó el sueño de Pierre Gemayel, el sacrificio de Bachir
Gemayel, el esfuerzo ímprobo de Amin Gemayel.

Líbano es sólo una parte de
un escenario más amplio, el Cercano Oriente, el viejo Creciente Fértil entre el
Mediterráneo, el Tauro, Mesopotamia y el desierto, que políticamente se
caracteriza hoy, como siempre, por su complejidad. El modelo occidental de
Estado nacional es allí inaplicable, por la variedad étnica, cultural, religiosa
y política. Todos los intentos de aplicación se han saldado en fracaso, fracaso
que siempre pagan las minorías más débiles y que hace siempre pensar en la
necesidad de un modelo imperial que supere esas diferencias y permita una
coexistencia pacífica de las diferentes comunidades. Cualquier otro camino –y no
importa si es israelí o sirio- ha demostrado ya sus límites.

No son éstas
reflexiones improvisadas ante la nueva tragedia que puede estarse preparando a
la sombra de los ya escasos cedros. Realmente sorprende que el debate político
sobre este problema se centre en alabar o en denostar a Richard Perle y a los
neoconservadores que desde lejos han propuesto una determinada solución. El
hombre clave para este caso –el de Líbano, el de la gestión de la complejidad,
el de la defensa de las minorías- es, posiblemente, Steven
Runciman.

Runciman fue el primer investigador moderno de las Cruzadas. Y
a comienzos del siglo XXI, como a finales del XI, los occidentales han
intervenido en Oriente como un elefante en una cacharrería, agravando los
problemas que pretendían solucionar, sobre todo ignorando que la pluralidad y la
inestabilidad son inevitables y estructurales allí. Runciman lo estudió y
comprobó. Sólo aceptando esa realidad se podrán evitar males mayores, que
parecen acercarse.

A comienzos de los años 80 del siglo XX las potencias
con intereses en la zona parecieron entender que Oriente no es ni será jamás un
escenario con “buenos” y con “malos” a los que premiar o castigar, sino un
universo difícil que requiere sus propios modelos. Líbano, sin fronteras
naturales, acumula al menos seis grupos religiosos principales, aparte de la
natural variedad cultura y biológica que realmente se extiende también a Siria,
a Palestina, a Jordania, a Irak. En los 80 los países occidentales intervinieron
para evitar masacres, y allí estuvieron Francia, Estados Unidos, Italia y Gran
Bretaña. Allí, y seguramente no sólo a Líbano, tendrán que volver para impedir
las peores consecuencias del desorden que ellos mismos han tolerado en otras
ocasiones.

Faltó entonces España, y con ello faltó a una responsabilidad
histórica. Guste o no, nuestro país tiene una responsabilidad histórica con los
cristianos de los Santos Lugares, y por extensión con toda la cristiandad
levantina. No es sólo una responsabilidad personal de Juan Carlos I, si quiere
considerarse heredero de nuestra dinastía histórica, sino que es también un
interés nacional, porque no nos interesa un Mediterráneo en guerra, ni a España
le conviene la desaparición de aquellas comunidades cristianas, ni su
manipulación por otros intereses menos altruistas.

España, vieja potencia
imperial sin intereses económicos en ninguno de aquellos países, tiene en ellos
una misión moral de importantes consecuencias prácticas. La convivencia entre
realidades tan diferentes sólo será posible si se acepta la existencia de todas
las comunidades, y se crean fórmulas de autonomía que tutelen a todos. Una
fórmula imperial, que sólo puede ser gestionada desde fuera y que sólo puede ser
ofrecida por quien tenga una experiencia histórica en ella. Hoy el poder físico
corresponde a Estados Unidos; pero España, a su lado, como los demás países
europeos, puede aportar prudencia y criterio. Es seguramente nuestro deber y
nuestro interés, hoy en Líbano, ayer en Irak, en el futuro probablemente en toda
la zona. Rehuirla no traerá ninguna consecuencia positiva.

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