Política

Juan Pablo II: La apoteosis de la fe

“Muy poco de lo que ocurrió en la vida de Juan Pablo II puede explicarse sin el auxilio de la fe. Y nada de lo que hemos visto después de su muerte es un fenómeno histórico como cualquiera de los demás”.

Fernando Londoño Hoyos
Nos ayudaron a comprender lo que pasaba en torno nuestro tres mozalbetes
inteligentones, superficiales y agresivos que contrató la televisión francesa
-TV 5- para ser más exactos, para que hicieran burla de la obra y de la muerte
del Pontífice.

Para aquellos payasos, uno era francés, el otro brasilero
y de la dama se nos escapó la nacionalidad, porque usaba un francés fluido
aunque primitivo, con un fuerte acento que denunciaba su extranjería. El Papa
era un simple consentido de los medios de comunicación, que se empeñaron en
construir este personaje, a falta de otra propuesta más a la mano. Y la
parálisis del mundo ante su catafalco era una bien lograda comedia de intereses.
Por supuesto que nada sustantivo dejó Juan Pablo II, porque ninguna fue su
doctrina, ligero su pensamiento y despreciable su influencia en un mundo cada
vez menos católico. Nada de tomarlo en serio para rebatirlo, y nada de tomar en
serio el hondo sentido que su paso por la tierra ha significado.

Pero no
andamos en plan de molestarnos con el Canal TV5, sino de valernos de su triste
espectáculo para analizar, por la ley de los contrarios, el hecho que hemos
presenciado. Hemos asistido a la muerte de un coloso, del hombre más grande que
pisó la tierra en el siglo XX, del enviado de Dios para salvar un mundo que
moría de sed y se despedazaba en sus propias contradicciones.

Juan Pablo
asumió las riendas de la Iglesia cuando la cultura universal sucumbía entre las
garras del comunismo. Jean Francois Revel ya había escrito “Como Terminan las
Democracias” y las campanas doblaban a muerto por la libertad universal, la
dignidad del ser humano, el sentido trascendente de la vida, el valor de la
religión, la familia, la democracia, por cuanto bajo el sol valía la pena para
ser amado y respetado. Y desde la frágil navecilla de Pedro, que levara anclas
para llegar a todas las orillas, afrontar todas la tempestades, pacificar todas
las aguas, ese nuevo pescador de hombres salvó la humanidad entera.


Cuando llegó a Polonia, ese pobre y lejano país del que tan
despectivamente hablaron los del trío de la TV francesa, las cosas estaban a
punto de otra primavera de Praga. Las divisiones soviéticas rodeaban el país con
centenares de miles de soldados, miles de tanques y centenares da aviones
supersónicos. Bastaba una orden final. Y la orden no llegó, porque era
imposible. Atacar a Polonia era atacar al Papa que valía por un mundo. Era
ultrajar la humanidad entera, desafiar los últimos reductos de una forma de la
cultura humana que se hubiera negado a dejarse aplastar. Con Polonia nos
habríamos unido todos, porque con Juan Pablo estábamos todos. Y se salvó Polonia
y se cayó el comunismo, y un grito de libertad resonó en las últimas montañas y
los más oscuros valles de la tierra.

Y después vino la cruzada contra la
guerra, a nombre del amor y la capacidad del hombre para entenderse por la
razón. Y el acercamiento de todas las religiones. Y la paz con el pueblo judío,
y con el pueblo palestino, con ambos a la vez sin que ninguno pudiera quejarse
de ese mediador divino. Y el restablecimiento de la Doctrina Social de la
Iglesia, para que nadie olvide que primero es el hombre. Y la dignificación de
la mujer a través de la veneración a María, y la defensa de los niños y el
recuerdo, que algunos entienden imprudente, de que solo la familia unida,
estable, sólida, es el hogar natural de la especie. Y la defensa de los
oprimidos y el rescate del valor que tienen el dolor y el sufrimiento. Y esta
lección, no la dio recitando poemas ni leyendo prosas, sino con su vida misma.
Un hombre destrozado, traspasado como su Maestro por todos los dolores, no se
detuvo sino a las puertas de la muerte. Esto es lo que hemos tenido el
privilegio de ver y de vivir. ¡Alabado sea Dios!

Fuente: El Colombiano

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