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La república y el orden constitucional, en jaque

Frente al embate constante que viene sufriendo nuestro país en sus instituciones, en la economía y sobre todo en valores morales básicos desde el golpe fascista del 30 y de modo mucho más acentuado desde la revuelta militar del 43, se torna imperioso recapitular y sugerir procedimientos para revertir esta decadencia mayúscula, a contracorriente de los principios alberdianos. Esos principios que hicieron de las hazañas liberales argentinas un ejemplo para el mundo civilizado, cuando los salarios e ingresos del peón rural y del obrero de la incipiente industria eran superiores a los de Suiza, Alemania, Francia, Italia y España. La población se duplicaba cada diez años y teníamos los indicadores más relevantes a la par de Estados Unidos.

Es del caso no solo estudiar los textos de Juan Bautista Alberdi y los economistas clásicos que recomienda, sino también repasar los suculentos tratados de Amancio Alcorta, Augusto Montes de Oca, Marco Aurelio Risolía, Segundo Linares Quintana, Gregorio Badeni y Juan González Calderón. Este último autor, en Curso de derecho constitucional, subraya que los demócratas de los números ni de números entienden, pues parten de dos ecuaciones falsas en el proceso electoral: 50%+1%=100% y 50%-1%=0%. También, este constitucionalista escribió en No hay justicia sin libertad sobre el peronismo que “había abolido, como es de público y completo conocimiento, todos los derechos individuales, todas las libertades cívicas, toda manifestación de cultura, toda posibilidad de emitir otra voz que no fuese la del sátrapa instalado en la Casa de Gobierno con la suma del poder, coreada por sus obsecuentes”.

Estas sugerencias pueden parecer descabelladas, dada la hecatombe en que estamos inmersos, pero si lo que sigue no es aceptado, deben sugerirse otras medidas de fondo y eludir disquisiciones más o menos inútiles sobre resultados en las urnas, en lugar de proponer medidas de sustancia para salir de la cleptocracia y retomar los valores democráticos, como han explicado los Giovanni Sartori de nuestra época. Es cierto que deben obtenerse consensos para lograr el cometido, pero antes de pensar en eso es muy relevante discutir sobre cambios imprescindibles para salir cuanto antes del atolladero. Recordemos que John Stuart Mill sostenía: “Toda buena idea pasa por tres etapas: la ridiculización, la discusión y la adopción”.

Primero, respecto del federalismo. Como es sabido, alardeamos de federalistas, pero contamos con un sistema marcadamente unitario. El aspecto medular consiste en destacar que son las provincias las que constituyen la nación y no es el gobierno central el que la constituye. Por tanto, en lugar de la billetera y el látigo actual que en nada se condicen con el federalismo, al igual que en la experiencia original estadounidense, debieran ser las provincias las que coparticipen al gobierno central al solo efecto de financiar la Justicia Federal, relaciones exteriores y defensa. Independientemente de las características de los gobernantes provinciales, estarán sometidos a fuertes incentivos en cuanto a estar precavidos de que la población no se mude a otras jurisdicciones que en competencia resulten más atractivas y, al mismo tiempo, contar con impuestos para financiar un gasto público razonable para atraer inversiones.

Tercero, el jurista Bruno Leoni en La libertad y la ley enfatiza la importancia de incluir en el Poder Judicial sin limitación de ninguna naturaleza el funcionamiento de árbitros privados para poner en primer plano el proceso de descubrimiento del derecho con fallos en competencia, en lugar de concebirlo como el resultado de ingeniería social o diseño.

Y cuarto, para el Poder Ejecutivo, volver a considerar lo que se debatió en la Asamblea Constituyente de Filadelfia: que sea un poder colegiado de tres miembros, al efecto de minimizar el presidencialismo, donde solo en caso de guerra por turno gobierna uno de sus miembros. También es posible adoptar para el Ejecutivo el consejo de Montesquieu en El espíritu de las leyes: “El sufragio por sorteo está en la índole de la democracia”. Con este mecanismo pasan completamente a segundo lugar las personas para, en cambio, resaltar las instituciones fuertes como defensa de los derechos de la gente. Como ha puntualizado Karl Popper en La sociedad abierta y sus enemigos, cuando refuta la idea de Platón del “filósofo rey” destaca el rol institucional “para que el gobierno haga el menor daño posible”.

Finalmente, la conclusión general se refiere a la necesaria y urgente comprensión del concepto de Justicia como “dar a cada uno lo suyo”, y “lo suyo” remite a la propiedad privada, sin la cual no es posible asignar los siempre escasos factores productivos en un contexto de derroche que perjudica a todos, pero muy especialmente a los más vulnerables. En este cuadro de situación, la igualdad ante la ley no debe degradarse para convertirse en igualdad mediante la ley donde la guillotina horizontal del igualitarismo hace estragos. Los precios son el resultado de transacciones de derechos de propiedad, si se afecta lo uno o lo otro, se amputan señales para operar.

Afortunadamente, todos los humanos somos desiguales desde el punto de vista anatómico, bioquímico y sobre todo psicológico, lo cual hace posibles la cooperación social y la división del trabajo. El igualitarismo convertiría la misma conversación en un tedio insoportable, puesto que sería como hablar con el espejo.

El llamado redistribucionismo significa que el gobierno vuelve a distribuir por la fuerza en direcciones distintas de lo que votó pacíficamente la gente con base en sus necesidades y preferencias en los supermercados y afines. Otra de las razones del igualitarismo es la errada noción de que la riqueza es algo estático, y por tanto se la mira en el contexto de la teoría de la suma cero: lo que tiene uno es porque otro no lo tiene, sin percatarse de que la riqueza es un concepto dinámico. En esto poco tienen que ver los recursos naturales, puesto que hay continentes como el africano, que cuenta con los mayores recursos naturales del planeta y, sin embargo, las hambrunas y las pestes lo acechan en casi todo su extenso territorio, mientras que hay otras regiones como la japonesa, donde solo el 20% es habitable, pero tiene un alto nivel de vida.

LA NACIÓN / Libertad y Progreso

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